Moisés Naím
Cuando Karl Elsener
andaba diseñando una navaja para el Ejército suizo, a finales del
siglo XIX, no podía imaginar que, más de cien años después, su
invento se habría convertido en una herramienta multiusos universal.
La navaja suiza nos saca de cualquier apuro. Sirve como destornillador,
cortaúñas, tijeras o abrelatas. ¿Olvidó el dentífrico? Aquí está el
palillo de dientes. ¿Celebración imprevista? Oportuno sacacorchos.
Al igual que Elsener, los padres fundadores de las universidades en
la Edad Media tampoco imaginaron que esos centros de sabiduría
acabarían convirtiéndose en una herramienta universal para resolver
los problemas del mundo. La educación, sobre todo la superior, es
erróneamente tratada como la navaja suiza del cambio social, el
progreso económico y la paz internacional. El remedio polivalente para
los problemas más acuciantes, presentes y futuros. Del desempleo a la
violencia. De la pobreza a la decadencia industrial y de la falta de
probidad de políticos al conflicto armado.
Por supuesto
que las universidades son fundamentales para un país. Pero al igual
que sucede con la panacea universal, de la enseñanza superior se
esperan resultados que no puede dar. Y además, las conversaciones sobre
las universidades suelen incluir afirmaciones presentadas como
verdades indiscutibles, pero que ya no son ciertas o nunca lo han
sido. Estas son cuatro de ellas: La educación es prioritaria.
Es difícil encontrar un candidato presidencial o un Gobierno en el
mundo que no consagre la educación como una de sus prioridades. Pero
a menudo la retórica se diluye al tener que asignar recursos,
dedicar esfuerzos o arriesgar capital político en las universidades,
que chocan con los intereses de quienes se benefician del statu
quo. En muchos países la consideración por las universidades se
refleja más en los discursos que en las decisiones de quienes pueden
hacerlas mejores.
La educación superior es la ruta
hacia mayores ingresos. En muchos países sucede lo contrario. En
Estados Unidos o Chile, por ejemplo, los estudiantes y sus familias
se endeudan para pagar estudios universitarios que les dan un diploma
no muy valorado por el mercado laboral. Fontaneros y electricistas
obtienen una tasa de retorno a su inversión en educación muy
superior a la de sociólogos y psicólogos. El caso de España es muy
revelador: es uno de los países europeos con más población
universitaria y más graduados que el promedio de Europa, pero 40%
de estos profesionales están subempleados. Y 12% está sin trabajo (en
Europa la media es de 5,2%). Esto no quiere decir que un diploma
universitario no sea deseable. Lo que quiere decir es que depende del
diploma, de la universidad que lo otorga y del país. Y que en
ciertos casos un diploma no es el camino a la prosperidad, sino una
costosa pérdida de tiempo.
Las universidades tienen mucho que
ofrecerle a la empresa privada. Para que las empresas privadas
recurran a las universidades, deben tener incentivos para invertir en
investigación y desarrollo. Las empresas no pueden pensar en I+D si
están contra la pared y luchando por sobrevivir.
También
hay problemas del lado de la oferta: no todo profesor universitario
hace cosas que interesen a la industria privada o tiene incentivos
para hacerlo. Si lo que hace es muy interesante para la empresa, es
probable que la empresa lo contrate y lo saque de la universidad. A
escala mundial, los casos en los que hay una provechosa colaboración
entre academia y empresa son más la excepción que la regla.
Los estudiantes y los profesores
universitarios son agentes de cambio social. A veces sí. Pero lo
normal es que sean poderosos obstáculos al cambio. Los académicos
suelen ser muy revolucionarios con respecto a la sociedad en la que
viven y muy conservadores con respecto a la organización que los
emplea. Abogan por el cambio afuera y luchan aguerridamente por
impedir que, por ejemplo, haya más competencia entre ellos o sus
instituciones. En muchos países los profesores que alcanzan cierto
estatus obtienen garantías laborales que los adormecen --y que no se
dejan quitar--. Y basta acudir a muchas facultades públicas en
América Latina o Europa para descubrir que, salvo excepciones, no
son centros donde se premia la excelencia, sino lugares donde los
profesores aburren a los estudiantes con el mismo curso a lo largo de
los años. O que algunos departamentos son solo nostálgicos
cementerios de ideologías fracasadas.
Todo esto va a
cambiar. En la próxima década las universidades van a experimentar
más transformaciones de las que han vivido desde el siglo XI.
Internet y otras fuerzas sociales y económicas se encargarán de
ello.