Mariano Nava Contreras
11/03/2016
En el año 2003 era yo consejero de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Los Andes. Recuerdo que un día llegó uno de mis compañeros con un proyecto bajo el brazo: abrir un centro de comunicaciones en la Facultad. Entusiasmado, mi colega explicó que se aprovecharía uno de los espacios libres para abrir un centro de llamadas que además tuviera internet, computadoras, fotocopiadoras, impresoras y todo lo que pudiéramos necesitar estudiantes y profesores. Ya todos los estudios de factibilidad estaban hechos. El alquiler del local, además, reportaría buenas entradas a las cuentas de la Facultad, las cuales se podrían reinvertir en computadoras y materiales de oficina que tanto hacían falta. Cuando nuestro colega terminó se inició el turno de preguntas. La primera interrogante no se hizo esperar: ¿de dónde saldría el dinero para desarrollar el proyecto? Mi colega respondió de forma lógica y natural: habría que convocar, claro, una licitación. De inmediato se levantó el clamor indignado, especialmente entre los consejeros más viejos: ¡Queeeé! ¿Abrir nuestra Universidad a los negocios de la burguesía? ¿Privatizar el sagrado recinto de la Academia? ¿Permitir que sea tomado por las putrefactas garras del capitalismo? ¡Jamássss! Y hasta ahí llegó el proyecto.