José Rafael Herrera
30/05/2019
Es habitual o común representarse la idea de civilidad como la de un término que, por el hecho de referirse a lo civil, se define como aquello que es lo opuesto o lo ajeno a lo militar. Y, en efecto, no pocas son las voces que evocan y sentencian que la civilidad es un modo de vida alterno, incompatible y antagónico, al de la cifrada vida de los cuarteles: una vida que no solo no contempla sino que, por su propia condición, está obligada a rechazar. De ahí que se presuponga, por ejemplo, que cuando se habla de la sociedad civil se esté haciendo referencia inequívoca, aunque indirecta, a la existencia efectiva de una sociedad militar como tal –esa a la que los populistas suelen llamar la “gran familia”–; de tal manera que un Estado, cualquiera sea su signo y tendencia, estaría compuesto no por una sino por dos sociedades que, en virtud de su propia condición, no solo son distintas entre sí sino, lo que es más importante, recíprocamente antagónicas e incompatibles: la sociedad civil, es decir, la sociedad horizontal de “los civiles”, y la sociedad militar, la sociedad vertical de los hombres y mujeres que viven en los cuarteles, armados y uniformados de verde olivo, esa exclusiva –y excluyente– sociedad de y para los militares. Solo que, en realidad, semejante representación, propia de una percepción de oídas o de la vaga experiencia, no se adecúa con la idea, es decir, ni con el ser de la civilidad ni con su concepto.