Parte de esta esta frase la tomo prestada de José Ignacio Cabrujas. Si lo notaron saqué de la ecuación a los Tiburones de La Guaira, el equipo «de sus tormentos».
En esta oportunidad el objeto de mis tormentos es nuestra querida Universidad Central de Venezuela. Ella, a diferencia del equipo de Cabrujas –y con el perdón de su fanaticada– lleva demasiadas temporadas ganando el campeonato de simpatías y respeto por parte de la mayoría de los venezolanos.
El amor por la UCV lo he sentido desde muy joven. He dicho en varias oportunidades que me convertí en ucevista antes de ser aceptado formalmente como estudiante. A los dieciséis años, estando en cuarto año de bachillerato en la también querida Escuela Técnica de Campo Rico, en Petare, reservaba los sábados para asistir a la Sala de Conciertos del campus. No faltaba a las obras del Teatro Universitario, los conciertos de la Estudiantina o las profundas e intensas películas de Bergman, Polanski y Hitchcock.
En esa época era una suerte de rara avis. En lugar de dedicar los domingos a un encuentro de chapitas o a alguna caimanera de beisbol me iba con Horacio, otro amante de esa casa de estudios (aunque nunca se inscribió en ella), a disfrutar lo que estaba en cartelera.