José Rafael Herrera
El Nacional, 10/11/2013
Hablar de una “conciencia crítica” pareciera ser una tautología, porque la función esencial de toda conciencia filosóficamente comprendida, consiste en diluir la dureza de un ser que, con el tiempo, se ha petrificado y que, por ello mismo, se ha convertido en un supuesto, en algo ajeno y hostil para los hombres. Por lo cual, la función de la conciencia consiste, precisamente, en el ejercicio de la crítica. Acción necesaria y determinante, porque permite superar el dominio del objeto cosificado sobre el sujeto social, recuperando así su reciprocidad, su condición dialógica.
En los términos de la Realpolitik, la crítica conlleva de la determinación autocrática del pensar a su determinación democrática. La crítica es, pues, el tránsito de la tiranía a la libertad. No obstante, como la propia definición de “conciencia” no es ajena a la condición antes descrita, conviene,por una vez, conceder el sentido enfático presente en el adjetivo, a fin de redundar en el elemento sustantivo que le da significado a su naturaleza creadora, libre y autónoma.
De este modo, la “conciencia crítica” resulta insustituible para todo ser que se ha “endurecido” y que, por ello mismo, ha perdido la fluidez que se requiere para superar sus insuficiencias, para corregir sus errores, para ponerse a tono con las exigencias del presente. En este sentido -y sólo en este sentido-, puede decirse que la Universidad es la “conciencia crítica” del Estado, del cual, por cierto, es arte y parte indisoluble.
Ser la “conciencia crítica” del Estado no quiere decir mantener una relación hostil con Él. Más bien, se trata de ejercer la adecuada función que le corresponde, al llamar la atención, saber en mano, acerca de la orientación de sus políticas, advirtiendo los posibles errores y cooperando con Él en la construcción de soluciones viables, evitando, en suma, que pierda la flexión dialógica ya mencionada y se aleje de las necesidades objetivas de los ciudadanos.
No obstante, para ello es necesario que la Universidad no sólo conserve sino que además profundice y enriquezca su autonomía. Porque la única forma posible de garantizar el cabal funcionamiento del Estado, y en consecuencia la mejora sustancial de la calidad de vida de la ciudadanía, es preservando el carácter autonómico de las universidades. La autonomía es la condición sine qua non para que el Estado pase de un ejercicio barbárico al ejercicio de la civilidad. Ella es el salto cualitativo del mero querer del individuo a la libre voluntad del ser social, de la dependencia infantil a la madurez y la responsabilidad. Por ello mismo, no es posible separar la autonomía universitaria del diálogo, pues no existe la una sin el otro y viceversa.
Es por ello que la Universidad no puede ser calificada como un“partido de oposición”, “insurrecta” y “conspirativa”, enfrentada, cual adolescente, al Estado. Muy por el contrario, en virtud de su estricta madurez cognoscitiva, sustentada en la investigación, la docencia y la extensión científica y humanística, la Universidad tiene la obligación de ejercer una constante labor con-ciente, es decir, crítica, justamente porque esa es su razón de ser. Y es por cierto de ese modo como cumple con su responsabilidad principal, toda vez que contribuye con la superación de los problemas de fondo,de estructura, con los cuales, no sin frecuencia, el Estado tiene que mostrar su pertinencia y capacidad frente a los retos que la sociedad va creando a su paso. Sin conciencia no hay crítica, y sin crítica no hay Estado.
Para que la Universidad siga siendo la “conciencia crítica” del Estado, el Estado está en la obligación de proteger la autonomía universitaria. Y ello no es posible sin un diálogo constante, abierto y directo, que acepta los errores cometidos y rectifica. Es la hora de cambiar el modelo coercitivo por el consensual, a fin de poder ajustarse a la razón. No comprenderlo implica la muerte misma del Estado.
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