Valentina Oropeza
El Nacional, Siete Días, 12/01/2013
Cientos de científicos venezolanos se marcharon del país en los años ochenta y noventa atraídos por ofertas generosas en recursos para hacer ciencia. Espantados por la inseguridad, la falta de empleo y la polarización en esta década, una segunda generación se asienta en universidades extranjeras y forjan carreras exitosas en otras lenguas y a cuatro estaciones. Seis investigadores debaten sobre cómo recuperar el conocimiento generado fuera del país
En 1982 un profesor universitario a tiempo completo en Venezuela ganaba 3.100 dólares mensuales. En 1995 percibía 800 dólares. En febrero de 2013, la Federación de Asociaciones de Profesores Universitarios hizo el ejercicio de comparar los salarios de sus miembros con los de sus colegas en otros países del continente americano y encontró un hallazgo aplastante: mientras Canadá paga a sus docentes a dedicación exclusiva alrededor de 9.500 dólares cada mes, el Estado venezolano ofrece un sueldo 19 veces menor: 423,33 dólares (calculado a la tasa de cambio oficial de 6,30 bolívares por dólar).
El sociólogo Iván de La Vega, profesor de la Universidad Simón Bolívar, convirtió la migración de científicos y tecnólogos venezolanos en su campo de estudio en 1995, cuando el presidente del Consejo Venezolano de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, Ignacio Ávalos, le encargó rastrear la trayectoria de los investigadores que eran financiados por el Estado como parte de un programa de seguimiento de becarios que abrió el organismo para combatir un fenómeno denominado entonces como fuga de cerebros.
Tras acumular casi 20 años de entrevistas con científicos que hicieron carrera fuera de Venezuela o que se preparan para hacerlo, De La Vega advierte que los motivos para irse del país han cambiado entre las dos generaciones. 72% de los 2.000 profesionales que fueron becados por el Conicit entre 1970 y 1998 se marcharon a Estados Unidos en busca de recursos para investigar y oportunidades laborales para proseguir sus trayectorias académicas.
Hoy, la diáspora de profesionales venezolanos se dispersa en 65 países y, según cálculos de De La Vega –no existen cifras oficiales–, sobrepasa el millón de personas. “Los estudiantes que hemos consultado desde 2011 hasta ahora quieren irse del país por tres factores: la inseguridad, la precariedad laboral (falta de empleo y bajos salarios), y la polarización política”, precisó.
El desafío es aplicar políticas públicas que conecten a ese personal altamente calificado con Venezuela de nuevo. De La Vega recomienda diseñar programas de asesorías a las universidades locales impartidos por los investigadores que emigraron, así como proyectos de cooperación que les permitan hacer visitas regulares al país y formar a los alumnos que estudian en Venezuela por medio de programas de intercambio.
El físico José Álvarez-Cornett, profesor de la Universidad Central de Venezuela, emprendió un proyecto digital llamado VES (Vinieron, Educaron y Sembraron – Viajaron, Emigraron y Surgieron) para recoger las historias de 50 científicos que nacieron en el exterior pero se formaron en Venezuela o que estudiaron en el país y emigraron. “¿Qué pasaría si esos venezolanos que están fuera del país se unieran para hacer aportes sistemáticos a la ciencia en Venezuela? Probablemente podríamos recuperar nuestro recurso más valioso: el capital humano”.
Carencias internas
Desde 1990 hasta octubre de 2010, el Estado promovió la actividad científica a través del Programa de Promoción al Investigador, que financiaba la formación de expertos a partir de un baremo que evaluaba su producción de conocimiento. Después de invitar a los científicos a “salir de su encapsulamiento y meterse en los barrios”, el fallecido presidente Hugo Chávez ordenó reemplazar el PPI por el Programa de Estímulo a la Investigación, una estructura que se propuso respaldar únicamente la “ciencia pertinente”.
Según el Observatorio Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, en 2012 Venezuela cumplió por primera vez el parámetro establecido por la Unesco de tener 1 investigador por cada 1.000 habitantes de la población económicamente activa con 16.722 científicos. Jaime Requena, experto en el estudio de la actividad científica, asegura que este valor refleja el número de inscritos en el Registro Nacional de Investigadores sin medir su rendimiento. Advierte que en Venezuela no hay más de 1.500 investigadores que cumplan los requisitos para llamarse como tales: tener grados universitarios, publicar en revistas reconocidas en su ámbito científico con sistema de arbitraje, y trabajar en instituciones asociadas a su ámbito de investigación. “En 2013 los científicos venezolanos produjeron apenas 700 publicaciones debido a la falta de condiciones económicas y respaldo institucional para hacer ciencia. ¿Cómo pueden haber 16.000 investigadores y no llegamos a 1.000 publicaciones anuales?”, cuestionó.
“Las universidades bajo acoso no generan conocimiento”
Ignacio Rodríguez-Iturbe. Ingeniero civil experto en Hidrología. Profesor de la Universidad de Princeton (Nueva Jersey, EE UU)
Cuando los reyes de Suecia le entregaron a Ignacio Rodríguez-Iturbe el Premio del Agua 2002 en Estocolmo, le preguntaron si estaba contento y él sólo atinó a responder: “Me siento dividido. Amo a Venezuela porque es el país en el que nací, pero Estados Unidos es donde puedo hacer investigación”, cuenta vía telefónica desde su despacho en la Universidad de Princeton. De sus 71 años de vida, Rodríguez-Iturbe acumula 45 años dirigiendo aulas y laboratorios, reconocido internacionalmente como uno de los expertos más prolijos en Ecohidrología, la ciencia que estudia el impacto del ciclo del agua en aspectos claves de la dinámica ecológica.
Cuando revisa los portales venezolanos de noticias, le preocupa especialmente la pugna entre el gobierno y las instituciones de educación superior. “Las universidades bajo acoso no generan conocimiento”, sentencia.
Dice estar convencido de que los gobiernos malinterpretan la misión de la academia cuando le exigen que resuelva los problemas más apremiantes del día a día, en lugar de propiciar el debate de ideas para encontrar soluciones a las carencias estructurales del país.
“La confusión entre urgente e importante es populismo barato. Las universidades están hechas para pensar las necesidades del país con independencia de criterio. Por eso somos los sacerdotes, los jueces y los académicos los únicos que usamos la toga como símbolo de la libertad de pensamiento”.
Egresado de la Escuela de Ingeniería Civil en la Universidad del Zulia en 1969, Rodríguez-Iturbe ha sido docente en el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, el Instituto Internacional de Estudios Avanzados en Caracas, la Universidad de Texas A&M y la Universidad de Iowa.
Jubilado de la Universidad Simón Bolívar, se pregunta cada día si es tiempo de volver a Venezuela. “Nunca tomé la decisión de irme para siempre del país. Me marché con mi familia hace 18 años porque la situación de las universidades empezó a decaer hasta que la investigación se volvió inviable”.
“El Estado debe garantizar el acceso a la tecnología más moderna”
Miriam Rengel Lamus. Astrofísica. Investigadora en el Instituto Max Planck para la Investigación del Sistema Solar (Katlenburg-Lindau, Alemania)
Cuando era niña, Miriam Rengel Lamus esperaba a que se hiciera de noche para salir al jardín de su casa y mirar las estrellas. No sabía cómo se llamaba aquella afición, pero estaba segura de que viviría para estudiar esos puntos que colgaban del cielo.
Después de dedicarse a la investigación de los astros en Alemania durante 14 años, solo encuentra un mecanismo para hacer viable la investigación científica en Venezuela: invertir en infraestructura educativa.
“El Estado debe garantizar el acceso de los investigadores a la tecnología más reciente, financiar las suscripciones a revistas científicas en las universidades públicas, y promover los programas de intercambio para que los científicos que vivimos afuera y los que están en Venezuela tengamos posibilidades reales de compartir técnicas y hallazgos”, explicó vía telefónica desde su despacho en Katlenburg-Lindau.
Subrayó que la producción de conocimiento no solo depende del talento del científico, sino de los recursos que tenga a la mano para ejecutar sus proyectos. Rengel estudió Física en la Universidad Simón Bolívar desde 1989 hasta 1996 y luego hizo una maestría en Física Fundamental, mención Astrofísica, en la Universidad de los Andes.
Los telescopios del Centro de Investigaciones de Astronomía Francisco J. Duarte del estado Mérida no bastaron para satisfacer su curiosidad científica, así que aplicó a un programa de intercambio financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología de Alemania para hacer una pasantía en el Instituto Max Planck de Física Extraterrestre, cerca de Munich.
Agotados los tres meses de la beca, presentó su propuesta de investigación para hacer un doctorado en Formación Estelar y logró una plaza en el Observatorio de Tautenburg y la Universidad de Jena.
En 2004 fue invitada por el Instituto Max Planck para trabajar en el lanzamiento de un telescopio en 2009 desde el Observatorio Espacial Herschel, que se ubicó detrás de la Luna y se mantuvo en órbita hasta mayo de este año. Además, dirige un proyecto para estudiar el agua en el sistema solar y otro para examinar los objetos transneptunianos, que se encuentran más allá de la órbita de Neptuno.
“Los científicos del sur debemos fijar agenda propia”
José Esparza. Doctor en Virología y Biología Celular. Asesor principal en la investigación de vacunas contra el VIH en la Fundación Gates y profesor de la Universidad de Maryland (Seattle, EE UU)
En 1986 la Organización Mundial de la Salud reclutó a José Esparza para participar en un programa de 2 años para investigar virus epidémicos como la fiebre amarilla, el dengue y las enfermedades hemorrágicas. “Por aquella época, la OMS abrió una iniciativa para arrancar el estudio del Virus de Inmunodeficiencia Humana, algo muy novedoso porque había sido descubierto pocos años antes. Me sumé al equipo que encaró aquel gran reto y hasta hoy sigo apasionado con el tema”, relata vía telefónica desde su oficina en la Fundación de Bill y Melinda Gates en Seattle.
Graduado en la Facultad de Medicina de la Universidad del Zulia en 1968, Esparza hizo su doctorado en Virología y Biología Celular en el Baylor College de Medicina en 1974.
Fue jefe del Laboratorio de Biología de Virus, presidente del Centro de Microbiología y Biología Celular, y profesor de Virología en el IVIC. A lo largo de los 30 años que ha trabajado para la OMS, ha sido jefe de la Unidad de Investigación Biomédica del Programa Global contra el Sida (1986-1995) y coordinador de la Iniciativa de Vacunas contra el VIH de la OMS y Onusida (1996), en el Programa de las Naciones Unidas sobre el VIH/SIDA.
“Nuestro laboratorio son los países en vías de desarrollo”, afirma al explicar su labor en la OMS y en la Fundación Gates, donde trabaja desde 2004. “Los científicos de los países del sur que logramos trabajar en el norte tenemos la posibilidad de influenciar en sus políticas y diseñar líneas de investigación que respondan a nuestras necesidades. Nuestro deber es fijar agenda propia”.
Esparza fue ponente recientemente en una conferencia en la Universidad del Zulia y se marchó satisfecho de ver que en Venezuela “se hace ciencia de calidad con recursos modestos”. “La primera generación de científicos que nos fuimos estamos dispuestos a participar en cualquier iniciativa que nos permita transmitir nuestros conocimientos a los profesionales que están en Venezuela”.
“La educación ayuda a mitigar la polarización y la violencia”
Fernando Reimers. Psicólogo. Profesor de Educación Internacional en la Fundación Ford y Director de Educación Global y de la Política de Educación Internacional de la Universidad de Harvard (Boston, EE UU)
Fernando Reimers se graduó de psicólogo en la Universidad Central de Venezuela por secretaría en enero de 1982. No pudo asistir al acto en el Aula Magna porque la Escuela de Psicología le pidió que recibiera su título antes que el resto de sus compañeros para incorporarlo de inmediato como docente de la cátedra de Psicología Experimental.
Desde entonces, se ha hecho una y otra vez la misma pregunta: “¿Cuáles son las condiciones que permiten a los jóvenes ser autores de su propio destino?”.
Recién graduado comenzó a hacer experimentos para promover la creatividad entre los niños que asistían a un preescolar cercano a la UCV, pero la universidad no le daba respaldo económico para cubrir los gastos de la iniciativa.
Pensó que debía dedicarse a mejorar la educación que recibían los alumnos de escuelas ubicadas en zonas pobres, y emprendió un recorrido por departamentos de varias instituciones de educación superior para pedir una plaza que le permitiera investigar, pero fue en vano.
“En septiembre de 1983 decidí irme a estudiar a Estados Unidos y una vez que terminé el doctorado, la Universidad de Harvard me ofreció un puesto y lo acepté”, cuenta vía telefónica desde el campus donde ha trabajado durante 25 años.
Ha sido asesor del Banco Interamericano de Desarrollo y ha participado en iniciativas educativas aplicadas en Brasil, Chile, Colombia, Perú, Pakistán, entre otros. De todas esas experiencias, rescata una lección especial de El Salvador: “La educación ayuda a mitigar la polarización y la violencia”.
En septiembre de 1993, Reimers comandó un estudio para diagnosticar las necesidades educativas que tendría el país centroamericano después de 12 años de conflicto armado.
“Aunque los dirigentes del Gobierno y del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional se recriminaban las muertes de miles de personas de un bando y otro, pensar en el futuro de los niños y jóvenes que quedaron vivos les permitió identificar cuáles eran las áreas prioritarias que debían atender para que volvieran a la escuela con normalidad”.
Reimers celebra aún que aquel experimento haya sido la base sobre la que se pactó una reforma educativa años después. “Si el Estado venezolano educa para la diversidad, la convivencia es posible a pesar de las diferencias”.
“La ciencia depende de empleos fijos con salarios dignos”
Erika Castro. Doctora en Medicina Tropical. Jefe de la consulta especializada en Medicina Somática de la Adicción en el Hospital Universitario del Cantón de Vaud (Lausana, Suiza)
Cuando Erika Castro fue delegada estudiantil al Consejo de la Facultad de Medicina de la UCV conoció al renombrado investigador Jacinto Convit. En ese momento entendió que si quería dedicarse a la Medicina Tropical, debía hacer el año rural en la medicatura de Araira (estado Miranda) para tener acceso directo al maestro cada día.
Se graduó de médico en 1989 y gracias a una beca de Fundayacucho y otra del Instituto Oswaldo Cruz de Río de Janeiro, estudió las variantes genéticas del VIH en una muestra de 72 pacientes. “La intención era traer a Venezuela la tecnología que permite determinar la cepa viral y establecer a qué tratamientos es resistente el virus, cuál es el estado de la epidemia e identificar si el paciente se ha reinfectado”.
Entre 2001 y 2004 el Fondo Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación le dio financiamiento para que Castro dirigiera el proyecto en el Instituto de Inmunología Clínica de la UCV para adquirir reactivos y contratar personal de laboratorio, al tiempo que su salario fue subsidiado por la Fundación Polar. Después de tres años de investigación, la universidad no tuvo presupuesto para ofrecerle un cargo fijo.
“Todo el trabajo pionero que hicimos en biología molecular aplicado al VIH se perdió porque no hubo recursos para implantar aquella experticia”.
En 2004 un investigador que conoció en Brasil le ofreció un contrato como investigadora a tiempo completo en el Hospital Universitario del Cantón de Vaud, donde trata pacientes que usan drogas y son portadores de VIH o Hepatitis C.
“Finalmente en Suiza encontré el destino que tanto busque en la UCV”, afirma en conversación telefónica desde el país europeo.
Castro asegura que la incertidumbre frente a la sostenibilidad de los proyectos es la principal dificultad que afrontan los investigadores venezolanos.
“La ciencia depende de empleos fijos con salarios dignos que garanticen que un científico puede vivir de la investigación y construir redes de contactos con otros colegas”.
“Nadie quiere ser atracado al salir de un laboratorio”
Alejandro Sánchez. Biólogo molecular. Investigador del Instituto Médico Howard Hughes y del Instituto Stowers para Investigación Médica (Kansas, EE UU)
Alejandro Sánchez decidió estudiar Biología Molecular en 1981, cuando tenía 17 años de edad. Dedicado a investigar las células madres y la regeneración de tejidos en Estados Unidos desde hace casi 3 décadas, asegura que su maestro de Biología del colegio fue quien despertó su interés por los genes.
“El profesor Maldonado nos retaba con ideas. Nos preguntaba cuál sería el número mínimo de palabras que necesitaría un idioma nuevo y luego explicaba que el ADN solo tenía 4 letras. Así nos recontó la historia de la Biología Molecular. Por eso estoy convencido de que la pasión por la ciencia se siembra en la escuela”.
Al culminar sus estudios de Biología Molecular y Química en la Universidad de Vanderbilt (Tennesse) en 1986, Sánchez regresó a Venezuela e hizo una peregrinación por centros de investigación para conseguir una plaza. Asegura que fue entonces cuando comprendió que la crisis económica era el principal enemigo de la ciencia.
“Si los científicos tenemos que justificar todo el tiempo nuestra existencia ante los políticos o las autoridades administrativas, no queda tiempo para investigar”, dijo en conversación telefónica desde Kansas.
Hoy lamenta que la inseguridad encabece la lista de obstáculos que debe sortear un académico venezolano para producir conocimiento. “Nadie quiere ser atracado al salir de un laboratorio a las 10:00 de la noche después de trabajar 12 horas en un experimento”.
Sánchez volvió a Estados Unidos para hacer el doctorado en 1988. Cinco años después arrancó un posdoctorado en células madres, a pesar de que muchos colegas le insistieron en que era una pérdida de tiempo.
Hoy cuenta a los Premio Nobel Mario Capecci (genetista molecular) y Andrew Fire (biólogo) entre los amigos con los que discute sus experimentos. “La forma de ver el mundo que tenemos los científicos está determinada por la naturaleza y la gente que nos rodeó en nuestra juventud. Por eso hay que hacer posible la colaboración entre los que nos fuimos y los que se quedaron en Venezuela”.
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