Fernando Rodríguez
Tal Cual
Editorial, 29/01/2014
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No
hay proposición más reiterada cuando se habla de éxitoo, al menos,
de sobrevivencia en el mundo globalizado, que aquella que señala
que el arma mayor para tales fines, más que los dones de la naturaleza o
las dimensiones de la estructura productiva de un país, es la formación
intelectual de sus ciudadanos. La tan mentada sociedad del
conocimiento, todo un paradigma.
Y en los análisis de América Latina se señala reiteradamente como una de
las grandes rémoras en su acceso al desarrollo la mediocre calidad de
su educación. No es por azar que Brasil, entre las diez
grandes economías del mundo, gasta hoy inéditas sumas en el desarrollo
de la investigación científica y tecnológica, hasta el punto de que
científicos del primer mundo migran hacia ese país por las condiciones
óptimas que les ofrece para su quehacer.
Este desgraciado país nuestro pudiera ser el modelo de lo que no se
debe hacer con las neuronas colectivas. Todos los limitados avances
que habíamos logrado hasta los años noventa en la ciencia, la
cultura y la educación se han deshecho, pasto del culto a la
ignorancia, la demagogia y el provincianismo propios del populismo
militarista. ¿No hicimos del mérito un reprobable vicio elitista?
Pues bien, estamos cosechando los frutos de ese desprecio de la
inteligencia y el saber que necesitábamos como el oxígeno para salir de
las garras del subdesarrollo. Baste pensar en los centenares de miles
de profesionales que han emigrado, y que lo seguirán haciendo mientras
esto dure, seguramente de lo más valioso que habíamos formado.
Recordemos igualmente, como tan bien ha precisado el experto Jaime
Requena, que nos hemos quedado con un millar de científicos que
merezcan ese nombre.O la degollina de la élite de Pedevesa, más
de veinte mil de un tajo, y el natural desmoronamiento de su
excelencia. O las bibliotecas y librerías totalmente depauperadas, otro
ámbito terrible de la escasez que nos agobia. Las instituciones
culturales convertidas en camposantos.
El Nacional y Tal Cual sacaron antier sendos
reportajes sobre el deplorable estado de nuestras más destacadas
universidades, no las que el gobierno tiene por tales. ¡Qué cifras
patológicas, enfermedad terminal! Centenares de profesores jubilados o
que han tomado otros rumbos y cuyos cargos no han sido
repuestos.
Falta de laboratorios, instrumental técnico, bibliotecas actualizadas.
Concursos desiertos, los pocos que hay. Y como consecuencia de ello
vasta y cruel reducción de los cupos estudiantiles. Estudiantes,
además, que vienen de un bachillerato descoyuntado donde faltan
casi veinte mil profesores en materias científicas
fundamentales, un 40%, que las imparte algún compañerito ignaro o que
en gran parte de los casos no se dictan (sic). Hablamos de física,
matemáticas o biología, entre otras.
Es el odio que ha manifestado el gobierno contra las universidades
autónomas, donde siempre ha sido repudiado, donde no ha habido
elección que gane. En las que incluso sus colectivos
revolucionarios han atentado físicamente contra sus instalaciones, al
carajo el patrimonio de la humanidad, y sus pacíficos moradores, con
la más absoluta impunidad. Que han sometido durante años a la mayor
penuria económica y que han llegado hasta a bloquear la posibilidad de
hacer elecciones democráticas para renovar sus autoridades, cuyos cargos
tienen ya años vencidos, creando una situación de estancamiento
asfixiante.
¿Sospecharán siquiera que la catástrofe flagrante que es este país
mucho tiene que ver con ese criminal cercenamiento de nuestras
posibilidades educativas y culturales? Con esas luces que son tan
necesarias, como decía aquel.
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