miércoles, 16 de julio de 2014

Las pupilas de la Universidad. El principio de razón y la idea de la Universidad

Jacques Derrida
LAISUM, México, 13/07/2014


Jacques Derrida 

¿Cómo no hablar, hoy, de la Universidad?

Le doy una forma negativa a mi pregunta: ¿cómo no...? Por dos razones. Por una parte, como todo el mundo sabe, resulta más imposible que nunca disociar el trabajo que realizamos, en una o en varias disciplinas, de una reflexión acerca de las condiciones político-institucionales de dicho trabajo. Esta reflexión es inevitable; no es ya un complemento externo de la enseñanza y de la investigación, sino que ha de atravesar, incluso afectar a los objetos mismos, a las normas, a los procedimientos, a los objetivos. No se puede no hablar de ella. Pero, por otra parte, mi «cómo no...» anuncia el carácter negativo, digamos mejor preventivo, de las reflexiones preliminares que desearía exponerles aquí. Debería contentarme, en efecto, a fin de iniciar las discusiones venideras, con decir cómo no habría que hablar de la Universidad; y para ello cuáles son los riesgos típicos que hay que evitar, los unos por su forma de vacío abisal, los otros por la del límite proteccionista.

¿Existe hoy en día, en lo que respecta a la Universidad, lo que se llama una «razón de ser»? A sabiendas confío mi pregunta a una locución cuyo idioma es, sin duda, más bien francés. En dos o tres palabras, nombra todo aquello de lo que hablaré: la razón y el ser, por supuesto, la esencia de la Universidad en Su relación con la razón y con el ser, pero también la causa, la finalidad, la necesidad, las justificaciones, el sentido, la misión, en una palabra, la destinación de la Universidad. Tener una «razón de ser» es tener una justificación para existir, tener un sentido, una finalidad, una destinación. Es asimismo tener una causa, dejarse explicar, según el «principio de razón», por una razón que es también una causa (ground, Grund), es decir también un fundamento y una fundación.

En la expresión «razón de ser», dicha causalidad tiene sobre todo el sentido de causa final. Está dentro de la tradición de Leibniz, el cual firmó la formulación, que fue más que una formulación, del Principio de Razón. Preguntarse si la Universidad tiene una razón de ser es preguntarse «¿por qué la Universidad?», pero con un «por qué» que se inclina más bien del lado del «¿con vistas a qué?». ¿La Universidad con vistas a qué? ¿Cuál es esta vista, cuáles son las vistas de la Universidad? O también: ¿qué se ve desde la Universidad, ya se esté simplemente en ella o embarcado en ella, ya se esté, al interrogarse acerca de su destinación, en tierra o en alta mar? Ya lo han oído ustedes, al preguntar «cuál es la vista desde la Universidad», imitaba el título de una impecable parábola, la que James Siegel publicó hace dos años en Diacritics en la primavera de 1981: «Academic Work: The view from Cornell». En suma, no haré más que descifrar dicha parábola a mi manera. Más concretamente, transcribiré según otro código lo que se habrá podido leer en ese artículo: el carácter dramáticamente ejemplar de la topología y de la política de dicha Universidad en lo que respecta a sus vistas y a su situación, la topolitología desde el punto de vista cornelliano.

Desde sus primeras palabras, la Metafísica asocia la cuestión de la vista con la del saber, y la del saber con la del saber-aprender y con la del saber-enseñar. Para mayor precisión: la Metafísica de Aristóteles y ya desde las primeras líneas. Estas tienen un alcance político sobre el que volveré más adelante. Por el momento retengamos lo siguiente: «pantes anthropoi tou eidenai oregontai phusei». Es la primera frase (980a): todos los hombres, por naturaleza, tienen el deseo de saber. Aristóteles cree descubrir el signo (semeion) de ello en el hecho de que las sensaciones proporcionan placer «al margen mismo de su utilidad» (khoris tes khreias). Este placer de la sensación inútil explica el deseo de saber por saber, de saber sin finalidad práctica. Y ello resulta más cierto para la vista que para los demás sentidos. Preferimos sentir «con los ojos» no sólo para actuar (prattein) sino, incluso, cuando no tenemos en vista ninguna praxis. Este sentido naturalmente teórico y contemplativo excede la utilidad práctica y nos permite conocer más que otro, descubre en efecto numerosas diferencias (pollas deloi diaphoras). Preferimos la vista al igual que preferimos el desvelamiento de las diferencias.

Pero cuando se tiene la vista ¿se tiene suficiente? Saber desvelar las diferencias ¿acaso basta para aprender y para enseñar? En algunos animales, la sensación engendra la memoria, lo cual los hace más inteligentes (phronimôtera) y más dotados para aprender (mathetikôtera). Pero para saber aprender y para aprender a saber, la vista, la inteligencia y la memoria no son suficientes; también hay que saber oír, poder escuchar lo que resuena (tôn posphôn akouein). Con un pequeño juego, diré que hay que saber cerrar los ojos para escuchar mejor. La abeja sabe muchas cosas puesto que ve, pero no sabe aprender puesto que forma parte de los animales que no poseen la facultad de oír (me dunata tôn posphôn akouein). La Universidad, ese lugar en el cual se sabe aprender y en el cual se aprende a saber, no será nunca, por consiguiente, pese a ciertas apariencias, una especie de colmena. Aristóteles, dicho sea de paso, venía quizá a inaugurar de este modo una larga tradición de frívolos discursos acerca del topos filosófico de la abeja, acerca del sentido de la abeja y de la razón del ser-abeja.

Marx no es, sin duda, el último que ha abusado de estos cuando se dedicó a distinguir la industria humana de la industria animal en la sociedad de las abejas. Si nos ponemos a libar de este modo en la gran antología de las abeja filosóficas, le encuentro más sabor a una observación de Schelling en sus Lecciones sobre el método de los estudios académicos, 1803.

La alusión al sexo de las abejas viene a reforzar una retórica muy a menudo naturalista, organicista o vitalista, acerca del tema de la unidad total e interdisciplinar del saber, por consiguiente, del sistema universitario como sistema social y orgánico. Se trata de la muy clásica tradición de la interdisciplinaridad:

De la capacidad de observar todas las cosas, inclusive el saber singular, en su cohesión con lo que es originario y uno, depende la aptitud para trabajar con inteligencia en las ciencias especiales y de acuerdo con esa inspiración superior que se denomina talento científico. Todo pensamiento que no haya sido formado según este espíritu de la uni-totalidad [der Ein-und Allheit] está vacío en sí mismo y debe se recusado; lo que no es susceptible de ocupar armoniosamente su lugar en esta totalidad viviente y en constante eclosión es un retoño muerto que, tarde o temprano será eliminado por las leyes orgánicas; sin duda también existen en el reino de la ciencia numerosas abejas asexuadas [geschlechtlose Bienen] que, dado que les este prohibido crear, multiplican hacia el exterior por medio de retoños inorgánicos los testimonios de su propia simpleza [ihre eigne Geistlosigkeit] [trad. francesa de J.F Courtine y de J. Rivelaygue, en Philosophies de l’Université, París, Payot, 1979, p. 49]. [i]

Abrir el ojo para saber, cerrar el ojo o, al menos, escuchar para saber aprender y para aprender a saber: éste es un primer esbozo del animal racional. Si la Universidad es una institución de ciencia y de enseñanza ¿debe, y según qué ritmo, ir más allá de la memoria y de la mirada? ¿Debe acompasadamente, y según qué compás, cerrar la vista o limitar la perspectiva para oír mejor y para aprender mejor? Obturar la vista para aprender, esta no es, por supuesto, más que una forma de hablar figurada. Nadie lo tomaría al pie de la letra y yo no estoy proponiendo una cultura del guiño. Estoy resueltamente a favor de las Luces de una nueva Aufklärung universitaria. Me arriesgaré, no obstante, a proseguir con esta configuración de acuerdo con Aristóteles. En su Peri psukhès (421b), distingue al hombre de los animales de ojos duros y secos (tôn sklerophtalmôn), aquellos que carecen de párpados (ta blephara), esa especie de élitro o de membrana tegumentaria (phragma) que sirve para proteger el ojo y que le permite, a intervalos regulares, encerrarse en la noche del pensamiento interior o del sueño. Lo terrorífico del animal de ojos duros y de mirada seca es que ve todo el tiempo. El hombre puede bajar el fragma, regular el diafragma, limitar, la vista para oír mejor, recordar y aprender. ¿Cuál puede ser el diafragma de la Universidad? Cuando preguntaba lo que la institución académica, que no debe ser un animal escleroftálmico, un animal de ojos duros, debía hacer con sus vistas, era otra forma de preguntar por su razón de ser y por su esencia. ¿Qué es lo que el cuerpo de esta institución ve y no puede ver acerca de Su destinación, de aquello con vistas a lo cual se mantiene en pie? ¿Es amo del diafragma?

Una vez situada esta perspectiva, permítanme ustedes cerrarla en un abrir y cerrar de ojos con lo que llamaré, en mi lengua, más que en la de ustedes, una confesión o una confidencia.

Antes de preparar el texto de una conferencia, he de prepararme yo mismo para la escena que me espera el día de su presentación. Se trata siempre de una experiencia dolorosa, del momento de una deliberación silenciosa y paralizada. Me siento como un animal acorralado que busca en la oscuridad una salida imposible de hallar. Todas las salidas están cerradas. En el presente caso, las condiciones de imposibilidad, si puedo llamarlas de este modo, se agravaron por tres razones.

En primer lugar, esta conferencia no es para mí una conferencia más. Tiene un valor en cierto modo inaugural. Sin duda, la Universidad de Cornell me había acogido generosamente varias veces desde 1975. Cuento con muchos amigos en la que fue, incluso, la primera Universidad americana en la que he dado clase. David Grossvogel se acuerda seguramente de ello. Era en Paris, en 1967-1968, en donde se había hecho responsable, después de Paul de Man, de un programa. Pero hoy es la primera vez que tomo aquí la palabra en calidad de Andrew D. White professor-at-large. En francés, se dice au large! para ordenarle a alguien que se aleje. En este caso, el título con el que me honra esta Universidad, si bien me acerca más a ustedes, acrecienta la angustia del animal. ¿Es esta conferencia inaugural un momento adecuado para preguntarse si la Universidad tiene una razón de ser? ¿No iba yo a conducirme con la indecencia de aquel que, a cambio de la hospitalidad más noble que se ofrece al extranjero, juega al profeta del infortunio con sus huéspedes o, en el mejor de los casos, al heraldo escatológico, al profeta Elías que denuncia el poder de los reyes o anuncia el fin del reinado?

Segunda fuente de inquietud: ya me veo metido con mucha imprudencia, es decir, con falta de vista y de previsión, en una dramaturgia de la vista que constituye para la Universidad de Cornell, desde su origen, una baza grave. La cuestión de la vista ha construido la escenografía institucional, el paisaje de esta Universidad, la alternativa entre la expansión o la cerrazón, entre la vida o la muerte. Se consideró ante todo que era vital no cerrar la vista. Esto lo reconoció Andrew D. White, el primer presidente de Cornell al que deseaba rendir este homenaje. Cuando los trustees querían situar la Universidad más cerca de la ciudad, Cornell les hizo subir la colina para mostrarles el paisaje y la vista (sitesight). «We viewed the landscape -dijo Andrew D. White-. It was a beautiful day and the panorama was magnificent. Mr. Cornell urged reasons on behalf of the upper site, the main one being that there was so much room for expansion.» Cornell había hecho valer, por consiguiente, buenas razones, y la razón venció, puesto que el board of trustees le dio la razón. Pero ¿estaba aquí la razón simplemente a favor de la vida? Según Parsons -recuerda James Siegel (O. C., p. 69) «for Ezra Cornell the association of the view with the university had something to do with death. Indeed Cornell's plan seems to have been shaped by the thematics of the Romantic sublime, which practically guaranteed that a cultivated man on the presence of certain landscapes would find his thoughts drifting metonymycally through a series of topics ‑solitude, ambition, melancholy, death, spirituality, “classical inspiration”- which could lead by an easy extension, to questions of culture and pedagogy».

Pero, nuevamente se trató de una cuestión de vida y de muerte cuando, en 1977, se pensó en instalar una especie de barrera (unas barriers en el puente) o, por así decir, un diafragma para limitar las tentaciones de suicidio al borde de la «garganta». El abismo está situado bajo el puente que une la Universidad con la ciudad, su dentro con su fuera. Ahora bien, un faculty member no ha dudado, ante el Cornell Campus Council, en oponerse a dicha barrera, a dicha pupila diafragmática, con el pretexto de que, al impedir la vista, lo único que conseguiría -cito textualmente- sería «destroying the essence of the university» (O. C., p. 77).

¿Qué quería decir con esto? ¿Qué es la esencia de la Universidad?

Ya imaginarán ustedes mejor ahora con qué temblores cuasi religiosos me disponía a hablarles acerca de este tema propiamente sublime: la esencia de la Universidad. Tema sublime, en el sentido kantiano del término. Kant decía en El conflicto de las facultades que la Universidad debía regularse según una «idea de la razón», la de una totalidad del saber presentemente enseñable (das ganze gegenwärtige Feld der Gelehrsarizkeit). No obstante, ninguna experiencia puede resultar, en el presente, adecuada a esta totalidad presente y presentable de lo doctrinal, de la teoria enseñable. Pero el sentimiento aplastante de dicha inadecuación es, precisamente, el sentimiento exaltante y desesperante de lo sublime, suspendido entre vida y muerte.

La relación con lo sublime, añade Kant, se anuncia en primer lugar por una inhibición. Existe una tercera razón para mi inhibición. Sin duda, yo estaba decidido a no hacer más que un discurso propedéutico y preventivo, a no hablar más que de los riesgos que han de ser evitados, los del abismo, del puente, y de los límites mismos, cuando uno se enfrenta a estas cuestiones tan temibles. Pero aún era demasiado, pues no sabía cómo cortar y seleccionar. Dedico un seminario de un año a esta cuestión en la institución de París en la que trabajo y, al igual que otros, he tenido que escribir hace poco para el Gobierno francés, que me lo ha pedido, con vistas a la creación de un Colegio Internacional de Filosofía, un informe que, por supuesto, se debate con estas dificultades a lo largo de cientos de páginas. Hablar de todo esto en una hora es un desafío. Para darme ánimos, me he dicho, soñando un poco, que no sabía cuántos sentidos cubría la expressión at large dentro de la expresión professor-at-large. Me he preguntado si, al no pertenecer a ningún departamento, ni siquiera a la Universidad, el professor-at-large no se parecería a lo que se denominaba un ubiquista en la vieja Universidad de París. Un «ubiquista» era un doctor en teología que no pertenecía a ninguna casa particular. Fuera de este contexto, en francés se llama «ubiquista» a quien, al viajar mucho y muy rápido, produce la impresión de estar en todas partes a la vez. Ahora bien, sin poseer el don de la ubicuidad, el professor-at-large es también quizá alguien que, tras permanecer mucho tiempo au large (en francés, más aún que en inglés, se entiende sobre todo en términos de marina), desembarca a veces tras una ausencia que le ha desconectado de todo. Ignora el contexto, los ritos y la transformación del lugar que le rodea. Se le autoriza a que tome las cosas con distancia y desde la barrera, se cierran los ojos con indulgencia sobre las opiniones esquemáticas y brutalmente selectivas que ha de presentar en la retórica de una conferencia académica acerca del tema de la academia. Pero se deplora que ya haya perdido tanto tiempo con esa torpe captatio benevolentiae.

Que yo sepa, jamás se ha fundado un proyecto de Universidad contra la razón. Se puede, por consiguiente, pensar razonablemente que la razón de ser de la Universidad siempre fue la razón misma, así como una cierta relación esencial de la razón con el ser. Ahora bien, lo que se denomina el principio de razón no es simplemente la razón. Aquí no podemos internarnos en la historia de la razón, de sus palabras y de sus conceptos, en la enigmática escena de traducción que ha desplazado a logos, ratio, raison, reason, Grund, ground, Vernunft, etc. Lo que, desde hace tres siglos, se denomina el principio de razón fue pensado y formulado por Leibniz en varias ocasiones. Su enunciado más frecuentemente citado es «Nihil est sine ratione seu nullus effectus sine causa», «Nada es sin razón o ningún efecto sin causa». La fórmula que Leibniz, según Heidegger, considera como auténtica y rigurosa, la única que sea autoridad, la hallamos en un ensayo tardío (Specimen inventorum, Phil, Schriften, Gerhardt VII, p. 309): «Duo sunt prima principia omnium ratiocinationum, principium nempe contradictionis [...] et principium reddendae rationis». Este segundo principio dice que «omnis veritatis reddi ratio potest»: de toda verdad (entiéndase de toda proposición verdadera) puede rendirse razón.

Además de todos los grandes términos de la filosofía que, en general, movilizan la atención -la razón, la verdad, el principio-, el principio de razón dice asimismo que razón ha de ser rendida. ¿Qué quiere decir aquí «rendir»? ¿Acaso la razón es algo que da lugar a intercambio, circulación, préstamo, deuda, donación, restitución? Pero, en ese caso, ¿quién sería responsable de esa deuda o de esa obligación? Y ¿ante quién? En la fórmula reddere rationent, ratio no es el nombre de una facultad ni de un poder (Logos, Ratio, Reason, Vemunft) que la metafísica atribuye generalmente al hombre, zoon logon ekhon o animal rationale. Si dispusiéramos de más tiempo podríamos seguir la interpretación leibniziana del paso semántico que conduce de la ratio del principium reddendae rationis a la razón como facultad racional; y finalmente a la determinación kantiana de la razón como facultad de los principios. En todo caso, si la ratio del principio de razón no es la facultad ni el poder racional, no por ello es algo que podríamos encontrar en cualquier lugar, entre los entes o los objetos del mundo y que habría que devolver. No se puede separar la cuestión de esta razón de la cuestión acerca del «hay que» y acerca del «hay que rendir». El «hay que» parece albergar lo esencial de nuestra relación con el principio. Parece marcar para nosotros la exigencia, la deuda, el deber, la solicitud, la orden, la obligación, la ley, el imperativo. Desde el momento en que razón puede ser rendida (reddi potest), lo ha de ser. ¿Puede llamarse a esto, sin más precauciones, un imperativo moral, en el sentido kantiano de la razón pura práctica? No es seguro que el valor de «práctico», tal como lo determina una crítica de la razón pura práctica, agote la significación o diga el origen de ese «hay que» que dicho valor, no obstante, ha de suponer. Se podría demostrar que la crítica de la razón práctica recurre permanentemente al principio de razón, a su «hay que», el cual, a pesar de no ser visiblemente de orden teórico, no es tampoco aún simplemente «práctico» o «ético» en el sentido kantiano.

Se trata, sin embargo, de una responsabilidad. Hemos de responder a la llamada del principio de razón. En El principio de razón, Heidegger tiene un nombre para esa llamada. La llama Anspruch: exigencia, pretensión, reivindicación, petición, encargo, convocatoria. Se trata siempre de una especie de voz que interpela. La interpelación que nos obliga a responder al principio de razón no se ve, ha de oírse y escucharse.

Cuestión de responsabilidad, ciertamente, pero responder al principio de razón y responder del principio de razón ¿es acaso el mismo gesto? ¿Es la misma escena, el mismo paisaje? Y ¿dónde situar la Universidad en este espacio?

Responder a la llamada del principio de razón es rendir razón, explicar racionalmente los efectos por las causas. Es asimismo fundar, justificar, rendir cuenta por medio del principio (arkhè) o de la raíz (riza). Es, por consiguiente -teniendo en cuenta una escansión leibniziana cuya originalidad no debe quedar mermada-, responder a las exigencias aristotélicas, las de la metafísica, las de la filosofía primera, las de la búsqueda de las «raíces», de los «principios» y de las «causas». En este punto, la exigencia científica y técnico-científica conduce de nuevo al mismo origen. Y una de las cuestiones más insistentes en la meditación de Heidegger es, en efecto, la del tiempo de «incubación» que ha separado este origen de la emergencia del principio de razón en el siglo XVII. Éste no sólo encuentra la formulación verbal para una exigencia ya presente desde los albores de la ciencia y de la filosofía occidentales, sino que hace el saque para una nueva época de la razón, de la metafísica y de la tecnociencia llamadas «modernas». Y no se puede pensar la posibilidad de la Universidad moderna, aquella que, en el siglo XIX, se re-estructura en todos los países occidentales, sin interrogar ese acontecimiento o esa institución que es el principio de razón.

Sin embargo, responder del principio de razón y, por consiguiente, de la Universidad, responder de esa llamada, interrogarse acerca del origen o del fundamento de ese principio del fundamento (Satz vom Grund) no es simplemente obedecerle o responder ante él. No se escucha del mismo modo según se responda a una llamada o se interrogue acerca de su sentido, su origen, su posibilidad, su fin, sus límites. ¿Se obedece al principio de razón cuando se pregunta uno qué es lo que fundamenta este principio que es, a su vez, un principio fundamental? No, lo cual no quiere decir que se le desobedezca. ¿Nos las tenemos que ver aquí con un círculo o con un abismo? El círculo consistiría en querer rendir razón del principio de razón, en recurrir a él para hacerle hablar de sí mismo en el momento en que, como señala Heidegger, el principio de razón no dice nada de la razón misma. El abismo, la sima, el Abgrund, la «garganta» vacía, serían la imposibilidad para el principio de fundamento de fundarse a si mismo. Este mismo fundamento, al igual que la Universidad, tendría entonces que mantenerse suspendido por encima de un vacío muy singular. ¿Es preciso rendir razón del principio de razón? ¿La razón de la razón es racional? ¿Es racional inquietarse acerca de la razón y de su principio? No, no sin más, pero resultaría precipitado querer descalificar esta inquietud y reexpedir a aquellos que la experimentan a su irracionalismo, a su oscurantismo, a su nihilismo. ¿Quién es más fiel a la llamada de la razón? ¿Quién la escucha con un oído más fino? ¿Quién ve mejor la diferencia? ¿Aquel que interroga a su vez e intenta pensar la posibilidad de dicha llamada? O ¿aquél que no quiere oír hablar de una pregunta sobre la razón de la razón? En el transcurso del quehacer heideggeriano, todo se juega en una sutil diferencia de tono o de acento, según se ponga el énfasis en tales o cuales palabras de la fórmula nihil est sine ratione. El enunciado tiene dos alcances distintos según se ponga el acento sobre nihil y sobre sine o sobre est y sobre ratione. Renuncio aquí, en los límites de esta sesión, a seguir todas las decisiones que se encuentran en juego con el desplazamiento del acento. Asimismo renuncio, entre otras cosas y por la misma razón, a la reconstrucción de un diálogo entre Heidegger y, por ejemplo, Charles Sanders Peirce. Diálogo extraño y necesario sobre el tema conjunto, justamente, de la Universidad y del principio de razón. Samuel Weber, en un excelente ensayo sobre The limits of proféssionalism,[ii] cita a Peirce quien, en 1900, «in the context of a discussion on the role of higher education», en los Estados Unidos, concluye de este modo:

Only recently we have sean an American man of science and of weight discuss the purpose of education, without once alluding lo the only motive that animates the genuine scientific investigator. 1 am not guiltless in this matter myself for in my youth I wrote some articles lo uphold a doctrine called Pragmatism, namely, that the meaning and essence of every conception lies in the application that is to be made of it. That is all very well, when properly understood. I do not intend lo recant it. But the question crises, what is the ultimate application; and at that time I seem lo have been inclined lo subordinate the conception to the act, knowing lo doing. Subsequent experience of life has taught me that the only thing that is really desirable without a reason for being so, is lo render ideas and things reasonable. One cannot well demand a reason for reasonableness itself [Collected Writings, ed. Wiener, Nueva York, 1958, p. 332; además de la última frase, he escrito en cursiva la alusión al deseo como eco de las primeras palabras de la Metafísica de Aristóteles]

Para que el diálogo entre Peirce y Heidegger tenga lugar habría que ir más allá de la oposición conceptual entre «concepción» y «acto», «concepción» y «aplicación», punto de vista teórico y praxis, teoría y técnica. Ese paso más allá lo esboza, en suma, Peirce en el movimiento mismo de su insatisfacción: ¿cuál puede ser la aplicación última? Lo que Peirce esboza será el camino más trabajado por Heidlegger, sobre todo en El principio de razón. Al no poder seguirlo aquí tal como lo he intentado ya en otro lugar, me quedaré con dos afirmaciones, aun a riesgo de simplificar demasiado.

** Fragmento de Las pupilas de la Universidad. El principio de razón y la idea de la Universidad*, disponible en 
http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/universidad.htm 

Traducción de Cristina de Peretti, en DERRIDA, J., Cómo no hablar y otros textos, Proyecto A, Barcelona, 1997. Edición digital de Derrida en castellano

Texto proporcionado por Margarita Fernández Ruvalcaba

No hay comentarios:

Publicar un comentario