José Rafael Herrera
El Nacional, 26/02/2015
Desarrollar al ser humano como tal, como un ser pleno e integral, mediante el cultivo de los diversos aspectos e inclinaciones propias de cada personalidad, tanto los externos como los internos, tanto los naturales como los espirituales, tanto los estéticos como los éticos, recibe el nombre de “formación cultural” (Bildung) o, lo que es igual, de formación concreta del ser social para la razón y la libertad. No se trata de la mera instrucción, por más técnica o profesional que esta pueda ser, ni, mucho menos, del simple dominio de la adquisición de lo dado. La Bildung –la formación cultural– contiene, de hecho, la superación orgánica del simple aprendizaje, propio de la llamada “razón instrumental”. Se propone, más bien, adentrarse en el saber del tejido de la vida ética y política de la sociedad, entramada por la sensibilidad creadora de cada individuo, siendo esta la labor más elevada de la creación artística y, por ello mismo, como dice Schiller, “la más grande obra de la humanidad”.
La Bildung –la formación cultural– no es ni depende de un medio o de un instrumento “cognitivo” o “metodológico”, de esos que le son tan gratos al modelo educativo positivista. Como tampoco es un fin en sí mismo. Es, en todo caso, un fin en continuo movimiento, porque no hay descanso para la creación del espíritu humano, para su inagotable devenir. Es, en suma, actividad sensitiva humana: praxis, ni más ni menos. Los hombres orgánicamente educados se encuentran en condición de superar la heteronomía –el ciego mandato del prejuicio– para reconocerse autónomos, es decir, responsables de sus propias decisiones, de sus iniciativas, de sus escogencias. En fin, se educan para ser los dueños de su propio destino. Y es a partir de la comprensión de su determinante función en la vida social que se puede concluir –de nuevo, con Schiller– en el hecho de que “la obra de arte más perfecta que cabe es el establecimiento de la verdadera libertad política”. Lejos, pues, de lo que se cree, la cultura en general, así como las más diversas manifestaciones del arte, no son en modo alguno ajenas al ser social sino, más bien, su adecuación consciente: la forma plena adecuada al contenido.
En este sentido, cabe señalar que las universidades autónomas tienen como objetivo central la formación integral de su estudiantado como condición necesaria para garantizar el desarrollo y bienestar de toda la sociedad, tal como reza la Ley de Universidades –por fortuna– aún vigente. Se trata, por cierto, de un objetivo incompatible con el de las normas y costumbres de algunas casas de estudio “superiores” en las que el esfuerzo de su profesorado consiste en limitarse a impartir, a lo sumo, una abstracta enseñanza técnica, en detrimento de la formación cultural, considerada, por unos, como un simple divertimento, una suerte de “adorno” para los ratos de esparcimiento, y, por otros, abiertamente como una “pérdida de tiempo”. El resultado de semejantes “criterios” concluye en el triste espectáculo de egresar técnicos y profesionales de las más diversas disciplinas y especialidades –médicos, ingenieros, odontólogos, abogados, economistas, etc.– que son, a la vez, doctos ignorantes de la realidad política, social y cultural que los circunda. Tales “criterios”, heredados de las mezquindades características de la doctrina positivista, han mostrado, sistemática y fehacientemente, su fracaso como modelo educativo, su incapacidad para el cultivo de la libre inteligencia.
Aprender no es comprender. La educación universitaria no consiste en una mera sumatoria de esquemas cognoscitivos, rígidos, fijos, secos, sin vida. La instrucción científica sin formación cultural es ciega. La formación cultural sin instrucción científica es vacía. Los estudiantes universitarios se forman y con-forman para la autonomía. Por lo cual, son parte integrante de la producción del saber y, como tal, deben participar activamente en la elaboración de lo que reciben. Son, a un tiempo, sujetos y objetos del saber. La suya tiene que ser una formación, como dice Gadamer, integral, permanente y autoconsciente. En una expresión, tiene que ser autonómica. Era eso a lo que Gramsci denominaba la formación del “intelectual orgánico”, es decir, del especialista debidamente instruido en su ámbito profesional y, a la vez, educado racional, ética, política y estéticamente.
Un estudiante con más juicio que pre-juicios es, en realidad, un futuro hombre de bien. La formación universitaria no termina al salir del aula de clase o del laboratorio. Está en los pasillos y plazoletas de las escuelas y facultades, en las bibliotecas y los auditorios; está en el recinto universitario y en la polis que la circunda. Y, ciertamente, el sapere aude, la audacia, el atrevimiento de saber y decidir, asumiendo con madurez las propias convicciones e inclinaciones, el compromiso de la crítica certera, aguda, y de la sensibilidad para una acción pertinente y eficaz, es lo que recibe el nombre de autonomía. Su vehículo es la cultura universitaria, generadora de civilidad, de espíritu democrático, plural y pacífico.
Promover el debate de las ideas y el interés por los problemas fundamentales de la sociedad; incentivar el interés por la lectura; motivar el acercamiento a las más diversas manifestaciones del arte, hacia todas las corrientes del pensamiento y hacia todas las tendencias estético-literarias, con tolerancia y sin discriminación. Al final, serán los propios estudiantes quienes decidan por cuál o por cuáles corrientes inclinarse. Propiciar el encuentro y generar las condiciones para que los universitarios sean formados como seres autoconscientes, a la altura de las circunstancias, comprometidos con las exigencias que requiere su entorno, su aquí y ahora: ese es el objetivo de la formación cultural universitaria y de sus direcciones de Cultura.
Concebir la cultura universitaria como una disciplina especial o como un “telón de fondo” de los actos académicos, o incluso, como la guinda de un refinado pero prescindible postre, la desdibuja, la empaña, la debilita. Le hace perder su condición esencial y hasta su dignidad. Porque, muy por el contrario de lo que se cree, ella es el máximo galardón de la inteligencia, toda vez que completa y perfecciona la formación universitaria, haciéndola más plena, fluida y realista. Una universidad sin una Dirección de Cultura que cumpla con la función antes descrita es como un templo sin sancta santorum, como un cuerpo sin alma.
En tiempos de tiranías y de pobreza espiritual, de sectarismo y violencia, conviene reafirmar el valor de la formación cultural como fuente de resistencia y base fundamental para el progreso de una sociedad que reclama la superación de las sombras de la ignorancia y de los fantasmas del terror autocrático.
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