Héctor Silva Michelena
El Nacional, 04/12/2015
He releído en estos días, sin saber por qué, un notable ensayo del profesor Herbert Luthy sobre el odio. He aquí cómo veo sus reflexiones al respecto. El odio “es el opio del pueblo”, afirma Luthy, profesor de Historia General de Suiza en la Escuela Técnica Superior Federal de Zurich, quien añade: “No se puede luchar contra el opio, pero sí contra los traficantes, contra el tráfico del odio. Es lo único que está en nuestro poder”.
La historia –dice– es una antología interminable de fenómenos de odio, y precisamente los puntos dramáticos culminantes que solemos considerar como puntos culminantes de la historia han ido siempre acompañados de explosiones infernales de odio. Cuando la causa quede eliminada y el enemigo exterminado, se ha llegado a la solución definitiva. El odio aparece siempre como doctrina salvadora. La historia está llena de estas cosas. Pero el odio, el odio sistemático, colectivo y ciego necesita organizarse. No explota sencillamente. No es motor, sino combustible. La mayoría de las guerras, la Primera Guerra Mundial incluso, han brotado por motivos que apenas si tenían algo que ver con el odio y, quizá, sí con el miedo o con reacciones irracionales. Pero una vez en marcha, hubo de dar rienda suelta al odio para encontrar carne de cañón. Hoy día una guerra con todo lo que acarrea –movilización general, explotación de todos los recursos, imposición de enormes sacrificios– solo puede llevarse a cabo haciendo del adversario una encarnación diabólica del mal. “A esto lo llamamos ideologización de la guerra, institucionalización del odio como instrumento de la política”.
El odio, pues, para el profesor Herbert Luthy, no es un fenómeno espontáneo: es algo fabricado, y en situaciones oportunas parece como el medio más acreditado para manipular las masas. El descontento social es la materia prima de las revoluciones, pero las revoluciones no son fenómenos espontáneos. Un movimiento revolucionario presupone una sociedad que sea lo bastantemente libre o que esté lo bastantemente quebrantada para tolerar la organización de un movimiento de esa clase. Así, los esfuerzos por movilizar al Tercer Mundo para la “guerra de las aldeas contra las ciudades”, el grito de “odiad a Norteamérica” y la fascinación que estas consignas ejercen sobre todo en los idealistas; los predicadores del odio se han convertido en los profetas de una nueva época para toda una juventud universitaria; el último manifiesto del “Che” Guevara, que fue un himno al “odio implacable de los desheredados”, al “odio que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”; el explosivo prólogo de Sartre al libro de Franz Fanón, Los condenados de la tierra, en el que el filósofo francés explica, entusiasmado, que los pueblos que han vivido hasta ahora oprimidos solo podrán hallarse a sí mismos en la sangre de los colonizadores; todos estos son ejemplos –según Herbert Luthy– que muestran claramente cómo se fomenta el odio y se manipulan las masas. Y cree este autor que “los grandes manipuladores del odio no tenían nada de ingenuos, sino que eran demagogos, fríos técnicos del poder y, muchas veces, también jerarcas amenazados que necesitaban un pararrayos para el odio que amenazaba caer sobre ellos, pero que no creían en su propio evangelio del odio. Cree, asimismo, el profesor de Zurich, que “la sorprendente epidemia imaginativa de ansia de violencia, subversión y revolución que está haciendo estragos en Occidente, son obras del fanatismo islámico. El reciente horror que vivió París lo testimonia. Hallar un objeto exterior odiable exime de la mirada en el espejo, pero aún tiene más ventajas: facilita la posibilidad de presentarse como profeta, de desenmascarar al enemigo universal y de encontrar así unos secuaces que difícilmente podrían hallarse para realizar proyectos positivos destinados a mejorar el mundo.
No cree el docto profesor suizo que la violencia pueda suprimirse como factor de la historia, pero sí “deberíamos siempre tratar de solucionar los conflictos sin acudir a la violencia”. La solución pacífica necesita de la buena disposición de las partes contendientes. No habrá nunca una humanidad completamente satisfecha con su suerte ni reconciliada consigo misma.
Pero como, para Herbert Luthhy, el odio es un sistema intelectual y su provocación es una empresa premeditada, todo intelectual debe de comprometerse, primero, a rechazar la llamada del odio y, segundo, a emprender la lucha en la que alcancen sus medios y recursos contra los logreros del odio; estamos obligados a “pedir explicaciones a esos profetas y viajantes del odio, sea donde sea, no preguntándoles por el objeto de su odio –sobre esto son muy elocuentes– sino qué quieren concreta y positivamente; no contra quién, sino a favor de qué se apasionan”. Entonces casi siempre se desconciertan. Por otra parte, “es muy ilustrativo comprobar que la mayoría de las filosofías revolucionarias de la violencia, incluso el marxismo y el leninismo, siempre se hayan negado, con curiosa constancia, a expresarse claramente sobre su Estado y su sociedad futuros, una vez eliminado el enemigo”. En este punto debería arrancar el planteamiento de las cuestiones críticas.
No obstante este análisis psico-sociológico, tan acertado a nuestro juicio que hace del odio como fenómeno intelectual el profesor Herbert Luthy, sin embargo, este termina afirmando modestamente que “no está en condiciones de formular propuestas sobre una campaña de carácter universal contra el odio, porque no hay un odio, sino muchos”. Pero nuestro deber consiste, y ha consistido, en “obligar a los predicadores del odio a expresarse con lucidez, porque el odio ciega. Entonces tartamudearán o se callarán o nos abuchearán”. Luchemos, pues, contra los traficantes y el tráfico del opio que es el odio. Es lo único que está en nuestro poder.
Los hombres no permitirán que nadie vuelva a ponerles en condiciones de vida propias de la Edad de Piedra
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