Rafael Rattia
El Nacional, 14/01/2016
Naturalmente, una palabra admite –las más de las veces– múltiples lecturas y comporta de suyo una insospechada pluralidad de sentido; a esto último se le conoce con el nombre de carácter polisémico de un término. Intentemos ensayar aquí una aproximación teórica al concepto de autonomía desde la perspectiva del sujeto político en tanto que ciudadano que habita y desenvuelve su existencia en el espacio privilegiado que conocemos con el nombre griego de polis, prefijo que los antiguos atenienses usaban para designar los límites geohistóricos y políticos de lo que ellos entendían como la “ciudad-estado”. Comencemos por el étimos, también griego, autos que en su acepción primera alude al sí mismo, o por sí mismo que en concordancia con la nomía, es decir la ley en tanto voluntad jurídico-política del individuo actuando libremente y ejercitándose con independencia de criterio en la búsqueda y resolución de los problemas que aquejan a los ciudadanos que construyen y hacen posible la ciudad.
De tal modo que la idea de pensar por sí mismo y con cabeza propia es lo más parecido al ejercicio de la autonomía. Lo contrario se le conoce con el nombre de heteronomía que refiere a un cierto autoextrañamiento o enajenación política de la voluntad práctica del individuo expropiada o confiscada por un ente diferenciado o separado del sujeto que suele adoptar el nombre de partido, sindicato o Estado. Una expresión de perfecta relación heterónoma se puede advertir en la alienante petición “déjenos pensar por usted”. Cuando otro piensa por ti y ejecuta decisiones basadas en tu presunto consentimiento político no hay dudas, estamos en presencia de ese fenómeno que los investigadores de la ciencia política denominan heteronomía. Es obvio, por mucho de que el autoproclamado dirigente político invoque para su beneficio personal la cacareada idea de ese fiasco semántico denominado “democracia participativa y protagónica” es literalmente imposible el ejercicio pleno de la democracia haciendo uso de los viejos y probadamente fracasados polvorientos caminos del “socialismo”. A la democracia se llega por la prédica y la puesta en práctica de los valores sustantivos de la democracia. Lo otro son pamplinas del ardid y la trampa cazabobos que “revolucionarios” –¿acaso importan los adjetivos?– intentan infructuosamente colocar en el ordenamiento jurídico-institucional para tratar de captar incautos e ingenuos y nosotros sabemos asaz bien que la praxis política siempre está en las antípodas de la ingenuidad. La política es la ciencia menos la prueba explícita de la ciudad.
De tal modo que la idea de pensar por sí mismo y con cabeza propia es lo más parecido al ejercicio de la autonomía. Lo contrario se le conoce con el nombre de heteronomía que refiere a un cierto autoextrañamiento o enajenación política de la voluntad práctica del individuo expropiada o confiscada por un ente diferenciado o separado del sujeto que suele adoptar el nombre de partido, sindicato o Estado. Una expresión de perfecta relación heterónoma se puede advertir en la alienante petición “déjenos pensar por usted”. Cuando otro piensa por ti y ejecuta decisiones basadas en tu presunto consentimiento político no hay dudas, estamos en presencia de ese fenómeno que los investigadores de la ciencia política denominan heteronomía. Es obvio, por mucho de que el autoproclamado dirigente político invoque para su beneficio personal la cacareada idea de ese fiasco semántico denominado “democracia participativa y protagónica” es literalmente imposible el ejercicio pleno de la democracia haciendo uso de los viejos y probadamente fracasados polvorientos caminos del “socialismo”. A la democracia se llega por la prédica y la puesta en práctica de los valores sustantivos de la democracia. Lo otro son pamplinas del ardid y la trampa cazabobos que “revolucionarios” –¿acaso importan los adjetivos?– intentan infructuosamente colocar en el ordenamiento jurídico-institucional para tratar de captar incautos e ingenuos y nosotros sabemos asaz bien que la praxis política siempre está en las antípodas de la ingenuidad. La política es la ciencia menos la prueba explícita de la ciudad.
Dice el filósofo, traductor de E. M. Cioran al español, Fernando Savater que “la democracia sólo es posible pensarla como acracia”. ¿Qué significa esta anárquica afirmación savateriana? Sencillamente que solo es imaginable una auténtica democracia si la sociedad dispone de individuos plenamente conscientes y autónomos capaces de asumir su identidad política y desplegar sus potencialidades manuales e intelectuales en el libérrimo fragor de la ciudadanización de la vida pública, más allá de las cortapisas que impone la omnímoda racionalidad burocrática intrínseca a toda lógica de poder heterónomo, ínsita a toda externalidad enajenante y expropiatoria de la dinámica corporativa. Lo contrario de la autodeterminación criteriológica del sujeto es la enajenación individual o colectiva del mismo, esto es, heteronomía. Es pertinente indicar aquí que el universo heterónomo es de suyo doxográfico, es decir, siempre sobrevive en el umbral de la opinión popular y de la vulgata de dominio público. La doxa es el rasgo característico del demos pero en el seno de las grandes mayorías siempre destacan individuos capaces de elevar la doxa a otros niveles de racionalización y alcanzar un estatuto epistémico de cientificidad, esto es, un saber no domesticado por la razón del poder, coyunturalmente, dominante. Es evidente, donde todos gobiernan y ejercen el arjè o autoridad gubernativa, temporalmente se entiende, la sociedad organizada es dueña absoluta de sus capacidades y voluntad autonómica de intervención y resolución de sus problemas y satisfacción plena de sus necesidades materiales y subjetivas. La praxis autonómica siempre posee un carácter instituyente y tiende a borrar la cultura política instituida de lo dado/constituido por el sistema político de turno.
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