Roberto Rodríguez Gómez
México, 13/11/2014
La noción de gobernabilidad tiende a ser identificada, en términos teóricos pero también en su expresión práctica, con las de eficiencia y legitimidad. Un gobierno políticamente eficiente es aquel que consigue recoger demandas y expectativas de los grupos sociales, traducirlas en políticas públicas pertinentes y generar resultados satisfactorios. La eficiencia se relaciona también con la viabilidad, esto es con el desarrollo de soluciones apropiadas a los problemas de costo-beneficio presentes en cualquier toma de decisiones de gobierno.
La legitimidad es comprendida, a su vez, como el grado de compromiso que suscita la acción gubernamental en la medida en que responde eficazmente a necesidades de la pluralidad social. La construcción de legitimidad, señala Sartori, propicia la conversión de relaciones de poder en relaciones de autoridad: “ambos conceptos —legitimidad y autoridad— están tan entrelazados que son como las dos caras de una misma moneda. La autoridad consigue que las cosas se hagan no mandando, sino pidiéndolo o sugiriéndolo legítimamente” (Sartori, 1988:233). Por tanto, la relación política de autoridad, a diferencia del ejercicio coercitivo del poder, supone libertades de elección y de acción. En este sentido, autoridad y autonomía no se contraponen, sino que se implican.
Dada la diversidad de intereses y demandas en juego, la posibilidad de articular voluntades depende, en principio, de la capacidad del régimen de generar condiciones de lo que John Rawls llamaba un consenso entrecruzado razonable. Tal capacidad no proviene de la habilidad de los políticos para conjuntar intereses distintos en pro de coaliciones, sino que se deriva, principalmente, de una continua negociación de reglas y proyectos en torno a los cuales la multiplicidad de intereses puede confluir, definir coincidencias y procesar diferencias.
Con base en tales elementos, la gobernabilidad es definida de acuerdo a la capacidad del gobierno para gobernar, lo que implica, por un lado, cierta capacidad de ejercicio de poder en los distintos ámbitos de la vida económica, política, social y cultural, conforme a una determinada agenda de gobierno; y por otro lado, determinada capacidad para facilitar los proyectos y actividades de la ciudadanía en dichos ámbitos. El grado en que ambos aspectos se materializan depende tanto de los recursos con los que cuenta el Estado para tales propósitos, como de la trama normativa e institucional desplegada al efecto.
La gobernabilidad es variable porque son variables las condiciones en que ésta se inscribe. Los recursos disponibles para la gestión gubernamental (económicos, humanos, políticos y simbólicos), varían en función de las finanzas de la hacienda pública y también en función de los esquemas de distribución que se desarrollan en cada caso. Pero también varían las demandas que proyectan los grupos sociales sobre el Estado, y por lo tanto la estabilidad del conjunto de políticas públicas a través de las cuales se pretende resolver la relación entre la acción del gobierno y las exigencias ciudadanas.
Uno de los límites de la gobernabilidad instituida radica, precisamente, en las relaciones entre la autoridad y la ciudadanía en los procesos generales y específicos de toma de decisiones. El modelo republicano convencional ofrece como respuesta de la representación democrática y la división de poderes. Este esquema tiende al agotamiento a medida en que la representación social se integra a las esferas del Estado y el gobierno. Por ello, se han abierto paso formulaciones alternativas centradas, en su conjunto, en la noción de gobernanza.
La noción de gobernanza alude a la operación de fórmulas de gobierno y gestión pública que se apoyan en la participación activa de grupos y organizaciones que no forman parte del gobierno, la administración pública o del sistema de partidos. La creciente participación de grupos de interés en procesos de gobierno incluye una amplia gama de posibilidades, que va desde la mera consulta de opiniones en torno a determinadas políticas, reformas, innovaciones y otros procesos de cambio, hasta opciones reguladas de incidencia en toma de decisiones.
Si la gobernabilidad se entiende como un fin central de la política, la gobernanza es uno de los medios para lograr esa finalidad. Por varias razones: amplía las bases sociales de legitimidad de la acción gubernamental; mejora la eficiencia de la acción pública; amplifica el conocimiento y la expertise que soporta el diseño de políticas y programas, así como la toma de decisiones de gobierno.
El diseño de fórmulas de gobernanza corre, no obstante, riesgos de formalismo e ineficacia en los casos en que la asociación entre agentes gubernamentales y no gubernamentales es un requisito burocrático antes que una fórmula eficaz de gestión. Varios autores han hecho notar, por otra parte, que las soluciones de gobernanza pueden ser acaparadas por grupos de interés que concentran la representación de sectores económicos y sociales dominantes, de modo tal que una gobernanza técnica tiende a desplazar la representación democrática de la sociedad.
Esto quiere decir que la gobernanza no es una panacea para resolver los cuellos de botella de la gobernabilidad democrática. Puede ser, bien entendida y aplicada, una opción para abrir espacios de incidencia y acción a los grupos y organizaciones que tienen la capacidad de coadyuvar en la deliberación de decisiones, tanto como en la planeación e implementación de mejores cursos de acción en la esfera de las políticas públicas.
Retos de gobernabilidad y gobernanza en el sistema universitario
Al igual que en otras esferas de la organización social, la evolución reciente de los sistemas nacionales de educación superior se moviliza en torno a dinámicas simultáneas, a menudo concurrentes, de diversificación, diferenciación y convergencia. Aunque distintas razones explican este fenómeno, se reconoce como un sustrato común la creciente importancia de la educación superior para la economía y la sociedad del conocimiento, así como las implicaciones de la globalización sobre la forma y el contenido de la oferta de estudios de este nivel. En la actualidad, las universidades y el resto de las instituciones de educación superior son objeto de diversas demandas que provienen de la economía, el gobierno y la sociedad. De estas instituciones se esperan respuestas que, por vía de las funciones canónicas de enseñanza, investigación y difusión, coadyuven al crecimiento económico, al desarrollo y la cohesión social, a la construcción de ciudadanía y la integración cultural, y a la protección del medio ambiente, por citar sólo algunas. No es de extrañar, en consecuencia, que el reconocimiento del papel estratégico de estas instituciones en el enfrentamiento de los retos del siglo XXI se acompañe de preocupaciones acerca de la calidad, la eficiencia, la pertinencia y el potencial de respuesta de la formación educativa superior. Tampoco es de extrañar, en el marco de la problemática política descrita, que los temas de control, supervisión y coordinación de los sistemas universitarios aparezcan como prioridades de las políticas públicas relativas a este sector.
A rasgos generales, las posibilidades de coordinación sistémica varían en función tanto del grado de centralización de las políticas de educación superior, como del grado de control institucional del gobierno sobre las universidades. En países con régimen federal una dimensión adicional de la problemática se refiere a la coordinación de sistemas de cobertura regional o estatal. ¿Cómo operar la promoción de estándares cuantitativos y cualitativos en los sistemas y las instituciones universitarias?, ¿con qué criterios y procedimientos racionalizar la distribución de fondos y recursos públicos destinados a estos sistemas e instituciones?, ¿cuáles son los diseños institucionales más eficientes para asegurar un flujo de autoridad que permita gobernar el sistema en su conjunto?. Son estas, entre otras, la clase de cuestiones que busca resolver la política de coordinación.
Aunado a lo anterior, una tensión generalizada que enfrentan las políticas de coordinación entre el Estado y las instituciones universitarias radica en la percepción, desde la perspectiva de las instituciones, de riesgos de pérdida de autonomía en virtud de una real o supuesta injerencia de las entidades gubernamentales que forman parte del esquema de coordinación propuesto o en ejercicio. Por regla general, con los matices que se advertirán en la presentación de casos nacionales, esta tensión suele ser más vigorosa cuanto mayor es el grado de autonomía de las instituciones con respecto al Estado. Escenarios de este tipo suelen ser resueltos mediante fórmulas de coordinación que son, simultáneamente, más débiles y más complejas que aquellas en las que prevalece un principio jerárquico entre la entidad gubernamental y las instituciones universitarias, es decir en sistemas en los cuales la autonomía se limita, por ejemplo, a la libertad académica y/o a la designación de autoridades.
La función de coordinación, en contextos en los cuales la autonomía universitaria prevalece con fortaleza normativa, suele operar a partir de sistemas de relaciones entre, por ejemplo, asociaciones u otras corporaciones universitarias en las cuales es delegada la representación institucional —y por lo tanto delegadas atribuciones autonómicas— para entablar relaciones con la entidad gubernamental responsable. De este modo no son las instituciones como tales, sino los cuerpos representativos de autoridad, con los cuales se entablan tanto relaciones de comunicación como negociaciones sobre, por ejemplo, montos y vías de subsidio financiero, políticas y programas que el gobierno desea impulsar en el ámbito universitario, obligaciones de rendición de cuentas, entre otros. Es una tendencia que tales sistemas de relaciones operen a partir de esquemas de concesiones mutuas entre, por ejemplo, mejores condiciones de acceso a recursos fiscales a cambio de compromisos de implantación y desarrollo de ciertas políticas o programas. La negociación de esta clase de incentivos presupone una base de coordinación que evite la transacción bilateral como mecanismo exclusivo o preeminente de transmisión de las iniciativas que el gobierno está dispuesto a impulsar.
Las tendencias de descentralización y federalización de la educación superior presentan, a pesar de los avances, importantes tensiones y algunos dilemas que reclaman solución a corto plazo. Entre los problemas más relevantes se identifica la ausencia de una coordinación y regulación del sistema con enfoque federalista. Aunque el sistema ha tomado esa dirección, la autoridad educativa federal conserva atribuciones relevantes en materia de la orientación curricular de los subsistemas que coordina, particularmente en los subsistemas de educación superior tecnológica y de formación de profesores.
Por otra parte, las políticas de calidad enfocadas a las universidades públicas de los estados, basadas en la oferta de recursos federales adicionales, también evidencian un rasgo centralista al ser normadas y regidas exclusivamente por la autoridad federal. Por último, se advierte un déficit normativo para la regulación estable de las atribuciones federales y estatales en el gobierno del sistema en su conjunto y sus distintos componentes. No menos importante, se advierte una tensión entre la autonomía concedida por ley a la mayoría de las universidades públicas federales y estatales y la incidencia de las políticas públicas federales sobre las instituciones.
A la vista de estos retos, la posibilidad de mejorar las condiciones de gobernabilidad del sistema de educación superior precisa, como punto de partida, reconocer su complejidad y heterogeneidad, así como la diversidad de papeles y funciones que las IES desempeñan en respuesta a las demandas de su entorno. Requiere, además, gestar políticas públicas susceptibles de ser adaptadas y adecuadas por las diversas instituciones sin desmedro de su identidad; generar objetivos y reglas comunes, cuyo acatamiento se base en una común percepción acerca de la bondad de los objetivos y la equidad de las reglas; aprovechar y encauzar los procesos de innovación y cambio que tienen lugar al seno de las instituciones, y no menos importante, construir canales que faciliten la cooperación interinstitucional.
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