Carlos Andradas*
El País, 20/02/2016
A raíz de la aprobación, en el Consejo de Gobierno de la Universidad Complutense, el pasado diciembre, de un “Reglamento de creación de Cátedras extraordinarias y otras formas de colaboración con las empresas”, se ha iniciado en parte de la Comunidad Universitaria la polémica sobre la posible mercantilización o privatización de la Universidad. Desde el máximo respeto a esta críticas, puede ser un buen momento para reflexionar sobre ello.
Comenzaré dejando claro que, como dice la canción, la UCM ni se compra ni se vende. Realmente no hay en el mundo dinero para comprar más de 500 años de historia, de conocimiento, de patrimonio artístico, científico y cultural; de aportación a la Historia y al desarrollo de España y el mundo; de contribución a la igualdad de oportunidades de acceso a la educación superior y a la transformación social de nuestro país.
Tampoco cabe ninguna duda acerca del carácter inequívoco de Universidad Pública de la Universidad Complutense. Así lo recoge el primer artículo de sus Estatutos y su carácter público no está sujeto a discusión. Pero significa eso ¿que su financiación deba ser exclusivamente pública? ¿Que debamos renunciar a captar un solo euro que no provenga de fuentes públicas? ¿Es eso lo que define el carácter público de la institución? ¿O es su naturaleza de servicio público y los fines que debe desarrollar en beneficio de toda la sociedad? ¿O quizás el modo de gestionar los recursos que la sociedad ponga a su disposición, con transparencia y rindiendo cuentas? Para situar correctamente la dimensión del problema de “privatización” del que hablamos, recordaré que, del presupuesto de la UCM para el 2016, solo el 0,6% proviene de fondos privados, sin contar ahí lo que pagan directamente los estudiantes por tasas, que supone un 20%. Y también que las misiones de la Universidad son tres: la formación, la generación de conocimiento y la transferencia del mismo.
Vaya por delante que, en mi opinión, la mejor (y seguramente única) forma de garantizarlas es que la Universidad cuente con una financiación pública suficiente para un funcionamiento básico de calidad. De hecho, así lo recoge la LOU en su artículo 79 y así venimos reclamándoselo a la Comunidad de Madrid en nuestras conversaciones, al tiempo que le recordamos que en los últimos cuatro años el presupuesto de la Universidad Complutense ha descendido en un 15%. Del mismo modo que la mejor manera de garantizar la igualdad de oportunidades de acceso de los estudiantes, independientemente de su origen socioeconómico, es la gratuidad de los estudios. Por eso denunciamos también el elevado precio de las tasas en Madrid y nos alegramos de los (tímidos) descensos realizados que esperamos que continúen.
No, con el reglamento aprobado, no se pretende resolver el funcionamiento básico de la UCM (¿podríamos hacerlo con ese 0,6%?), aunque tampoco está de más alguna reflexión al respecto. ¿Dónde está la raya que delimita lo básico? ¿Incluye la investigación? ¿Cualquier investigación? ¿Tener unos museos complutenses al servicio de la ciudadanos madrileños está dentro del funcionamiento básico? ¿Hacer cursos de formación permanente es básico? ¿Contar con un premio nobel en nuestra plantilla es básico o nos conformamos con no tenerlos? ¿Lo básico es convocar 75 ayudas predoctorales o intentamos llegar a las 100? ¿Podemos recurrir a financiar parcialmente estas iniciativas con recursos privados? ¿Está contraindicado conseguir recursos para los proyectos de investigación de calidad que se queden fuera de las convocatorias nacionales?
Pero, como decía antes, se trata de cambiar el punto de vista. El arte de definir qué es lo básico con los recursos disponibles se hace cada año en la elaboración de los presupuestos. De lo que queremos hablar es de ir más allá, de aportar valor añadido a la Universidad mediante colaboraciones donde lo económico no es necesariamente lo más importante. La transferencia del conocimiento exige estar en contacto con el tejido productivo. Conocer los problemas a los que se enfrenta nuestra industria y estudiar soluciones conjuntamente. La formación de los estudiantes requiere la realización de prácticas en empresas y su empleabilidad al final de sus estudios, un objetivo esencial de la universidad, exige mantener relaciones con las empresas. Hay que cambiar el discurso de “fuera empresas de la universidad” por el de cómo queremos que participen, de modo que aporten valor y, al mismo tiempo, quede preservada la autonomía, la independencia y los intereses de la universidad (esto es, de la sociedad) sobre los particulares.
Y con ello hemos llegado al cómo concretar todo esto, para lo que estamos abiertos al debate. Definamos todos los mecanismos de control que estimemos necesarios en el uso de los recursos. Hablemos de las garantías precisas para evitar conflictos de intereses. Pero, sin abrazar, a priori, el paradigma de la desconfianza; quien suscribe se ha pasado años pidiendo confianza en los investigadores a la hora de gestionar sus recursos. La clave está en la trazabilidad, la rendición de cuentas, puntual y exhaustiva, ese concepto que los anglosajones definen como accountability.
No, la Universidad Complutense ni se compra ni se vende. Pero, como rector, prefiero una universidad implicada en el tejido social a una universidad ajena a la sociedad, aunque eso nos obligue a pensar en cómo salvaguardamos nuestra autonomía y nuestros principios de servicio público. Una Complutense que sea percibida como útil por los ciudadanos, a cuyas puertas empresas e instituciones llamen para trabajar juntos por la calidad de la formación y la investigación que realizamos. Una universidad pública, con responsabilidad social, que garantice la igualdad de oportunidades y que suponga un servicio para el progreso cultural, social y económico de nuestro país.
*Carlos Andradas, es rector de la Universidad Complutense.
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