jueves, 28 de enero de 2021

La falsificación ideológica de la universidad

Bernardino Herrera León

La propuesta de incluir a los obreros y empleados en los cogobiernos universitarios me recuerda una de las escenas, de la extraordinaria serie cinematográfica “Chernóbil”, basada en libro “Voces de Chernóbil” de la periodista y escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich.


En la escena que aludo, la directora del instituto de energía nuclear de la URSS, la física Uliana Jomyuk en la vida real, le advertía, desesperada, al gobernador de una provincia vecina, que debía cerrar las fronteras y evacuar urgentemente a toda la población de la zona alrededor del desastre de la central nuclear.

“Ya todo está controlado”, le responde el funcionario, “Me informan desde Moscú que ya no hay peligro”. Pero Svetlana insiste. Le dice al burócrata que la radiación que dejó escapar la primera explosión alcanzará pronto un radio suficientemente extenso como para alcanzar a los pobladores de esa parte de la provincia.

“Créame”, le dice, soy físico nuclear.

“Y yo le digo que ya todo está controlado y que no hay nada que temer, se lo dice un miembro de la clase obrera”.

Esta anécdota testimonial expone una de tantas extravagantes creencias de la “ideología revolucionaria” que condujo a ese país al colapso y que mató alrededor de 60 millones de personas, entre el hambre y represión, a lo largo de casi ocho décadas su brutal régimen totalitario.

Me refiero a la creencia en el mito de la clase obrera como “protagonista de la historia”, que conduciría a la humanidad hacia su redención final. Idea que comparten, entre otras, un puñado de ideologías como el comunismo y el anarquismo.

Lo que ahora llamamos “chavismo”, incluyó ese mito junto con otros tantos credos no menos disparatados.

Como parte de la venganza por su odio irracional hacia las universidades, el chavismo en el poder se antojó imponer una representación de la “clase obrera” en las instancias de deliberación universitarias.

Descargar así desprecio por la negativa de las universidades autónomas de aceptar la “revolución chavista”. Su resentimiento por oponerse a destructivos disparates, tales como la “constituyente universitaria” y una absurda ley de educación superior, aprobada una madrugada de 2010, y que el mismo Chávez anuló en un arranque de temor ante el movimiento que podría desatar.

Al chavismo, la suerte de las instituciones universitarias le tiene sin cuidado. Su gobierno contrata científicos y profesionales extranjeros para sus necesidades más delicadas, pues no confían en los profesionales venezolanos. Graduar profesionales es para su propaganda y para el vasallaje.

La calidad del desempeño universitario tampoco les importa mucho. Por el contrario, le temen.

Pero a los dirigentes de los sindicatos de obreros y empleados les encantó la idea “elegir y ser elegidos”. Un dirigente sindical acarició la idea de ser rector de la principal universidad. Y promovieron como una gran reivindicación obrera el tener arte y parte en las “deliberaciones” de los consejos de escuelas, de facultades y universitario.

Pero el mito de la participación de todos los sectores de la comunidad universitaria no es ni única ni nueva. Recuerdo claramente que muchos grupos políticos estudiantiles proponían la “paridad” en los cogobiernos. Es decir, la igualdad del voto entre los profesores y los estudiantes.

El credo de fondo, que entonces usaban, consistía en una mutación de la tesis de la “lucha de clases”. Sólo que, en vez de “ricos contra pobres” o “clase obrera vs clase burguesa”, la “lucha” fue entre “profesores contra estudiantes”. Hubo un momento en que un grupo de estudiantes me pidió que saliera del aula pues iban a discutir temas de los estudiantes.

Como docente universitario, siempre consultaba a los estudiantes de mis cursos sobre el tema. Me preguntaba sobre el porqué de la alta abstención estudiantil en las sucesivas elecciones de autoridades. Se supone que se trata de una “gran conquista estudiantil” como para provocar tanto desinterés.

“Es que no tengo idea de por quién votar. No conozco a los candidatos. Los amigos del centro de estudiantes nos dan unas ‘chuletas’ para votar según las preferencias de ellos. Yo lo que quiero, profesor, es terminar mi carrera y tener la suerte de ver materias con buenos profesores”. Eso me decían, palabras más palabras menos, la gran mayoría de los estudiantes de mis cursos.

Pocas veces detecté rastros del credo revolucionario. Pero nuestro modelo universitario, su “democracia”, daba sustento a esos grupos políticos. Lo sé, porque fui parte de esa tradición. Llegué a ser representante estudiantil al consejo de la facultad, y en la mayor parte de ese tiempo, discutíamos sobre todo menos de lo que ya entonces consideraba lo más importante de la universidad: la calidad de la formación. Contratos, títulos de tesis, nombramientos, becas… Casi todo el tiempo de la vida consejera se consumía en trámites.

Descubrí, por cierto, que muchos dirigentes estudiantiles disfrutaron de becas que no les correspondían. Si eso me pasaba siendo estudiante, me imaginaba a un obrero en mí lugar, pongamos, de servicios generales, dedicado a sus deberes de reparación de plomería, electricidad y mantenimiento.

Pregunté una vez a un obrero activista de uno de los tantos sindicatos, que si en sus manos estuviera elegir la universidad para su hijo ¿Cuál elegirías? La mejor de todas, me respondió. El chavismo en el poder resucitó esas enloquecidas ideas de paridad y obrerismo.

Y desde el TSJ-chavista dictó una sentencia que imponía cinco cuadernos electorales, tamaño enredo, todos con la misma cuota proporcional para elegir autoridades y representantes.

Pero demoró una década en el ínterin para redactar semejante remedo. Mientras, suspendieron desde el 2010 cualquier elección. Suspendieron la democracia en nombre de la democracia.

Pasado este tiempo, son ahora las mismas autoridades las que han “entrado por el aro” del chavismo. Por iniciativa propia proponen incluir representación obrera y paridad, como vía para destrabar la elección de autoridades y representantes.

Con esa iniciativa, terminan de disolver lo poco que queda de la Ley de Universidades de 1970, que se supone aún vigente. Ya sabemos que ni la constitución lo está. Que el Estado de Derecho yace en criptas aparte, en cementerio institucional en que se ha convertido el país.

Y lo único que realmente necesitan las universidades es ser ellas mismas.

Dedicarse a la investigación científica. Estudiar y analizar problemas, buscando soluciones. Formar profesionales y científicos capaces y eficientes, e incentivar la inventiva y la innovación.

¿Es tan complicado entender eso?

Para que una universidad funcione así, no se requieren sindicatos. El gremio de profesores debería ser más un colegio académico y profesional, parecerse menos a un sindicato, y preocuparse por la ética y la seguridad de sus miembros.

El problema del sueldo es muy sencillo de resolver. Como la ciencia es universal. Por tanto, también es universal su enseñanza. La ingeniería o la biología que se enseña en ellas, es la misma que la que se enseña en Tokio, París o Nueva York.

Entonces, también deben universalizarse los sueldos. Si un docente universitario se inicia con un sueldo promedio de mil dólares, pues todas las universidades ya saben la escala que le sirva de referencia.

Pero en Venezuela optamos por los credos y por los mitos. No por la racionalidad que es, al cabo, la esencia de la ciencia y la academia.

Lo peor es que, en medio de toda esta tragedia de desastre y colapso social, toda vía estamos atorados en los mismos rezos cuasi-religiosos. Alejados cada vez más de la ciencia y la academia.

Hay quienes piensan que la universidad es una burbuja que puede funcionar aislada del resto.

Hay quienes piensan que lo importante es que la institución “funcione”, así sea de mentira. No importa si quien imparte docencia sepa o no sepa de la materia, sino que esté dispuesto a aceptar ser parte de este espejismo.

Hay quienes se creen los músicos del Titanic y siguen tocando sin parar. Hay almas buenas que piensan que, en tales condiciones, desde adentro, se puede cambiar para bien la institución. Me recuerdan a los personajes de la doctora Zira y de Cornelius, en la novela de Pierre Boulle, “El planeta de los simios”, los científicos que servían al régimen de los gorilas.

El tiempo en que fui estudiante y profesor, ahora profesor jubilado cada vez más excluido, soñaba con que el debate fuera sobre el sentido y razón de ser de las universidades. Pero no fue así. Todo se concentró en el reparto de los privilegios.

Hubo un tiempo en que la botija universitaria estuvo llena y atractiva. Eran los tiempos del boom petrolero. Mucho dinero a cambio de poco esfuerzo. La misma suerte del pobre que halló la lámpara de Aladino. Pero tal riqueza súbita fue poco aprovechada. Salvo contadas excepciones como el programa Gran Mariscal de Ayacucho. De resto, las universidades siguieron de largo hacia el fondo oscuro de las ideologías. Un pozo que no parece tener fondo.

 

 

 

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