lunes, 23 de junio de 2014

La universidad del aprendizaje: Cuando la masificación es desmasificación

Daniel Cazés Menache
LAISUM, México, 22/06/2014

Para generar una continuidad respecto al último artículo publicado hace un mes, he seleccionado ahora un fragmento de un trabajo más extenso, donde Daniel Cazés, abordó, con su lucidez y perspectiva crítica, el papel profundamente formativo, no sólo profesionalizante, de las universidades públicas en México. Pasar un tiempo en la universidad, aunque no se adquiera necesariamente un título o “pergamino” es una actividad que posibilita abrirnos a otras formas de pensar y ver el mundo. Bien sabemos que lo que se vive en la universidad es mucho más que lo que acontece en salones y reuniones académicas. Las múltiples situaciones que se presentan son en sí mismas motivo de aprendizaje. Y viene a colación porque cada día me alegro de observar los encuentros diversos y diversificantes que se dan bajo en el jardín de la Torre II de Humanidades de la UNAM, llamado algunas veces el jardín de las delicias!

María Haydeé García Bravo

Sin duda alguna casi todos los jóvenes que entran a la universidad, llegan en pos de lo que les ofrecen de manera oficial las instituciones. Unos y otras son capaces de pasarse décadas enteras como si ignoraran que además o en lugar de los planes originales se cumplen otros, muy diferentes de los enunciados en folletos y formularios, o de los imaginados por esperanzas de progenitores y creencias ancestrales. De todos los jóvenes que en México inician estudios universitarios, no más del 40% los concluye –en plazos mayores que los mínimos estipulados.

Importan estos datos para tener una idea del número de jóvenes que, aún sin titularse, participan durante períodos más o menos prolongados de los procesos culturales (formalizados o no) que se dan en los campus de la UNAM.

Lo más relevante de estos procesos sin programa ni sanción administrativa, radica en que todas y todos los que en ellos participan reciben alguna información especializada bastante superficial, y una formación intelectual y ciudadana cuya profundidad y solidez dependen, entre otras cosas, del tiempo y de la intensidad con que cada persona se integre a la vivencia universitaria y del contendido específico de ésta.

Cualquiera que sea el destino escolar de la o el estudiante, la universidad es el único sitio en que establece contacto directo y constante con el trabajo intelectual, con su rigor y su disciplina, con las perspectivas de sus resultados; con las ideas y corrientes filosóficas, científicas, artísticas, políticas; con personas y obras en espacios cuyos ejes son el conocimiento y la crítica de las más diversas realidades, y las más variadas manifestaciones del pensamiento creativo; con la posibilidad de compartir estas vivencias únicas con otras y otros jóvenes.


En los mismos espacios, muchos jóvenes aprenden también las formas de la organización solidaria, el planteamiento de las reivindicaciones, el combate ideológico, la incorporación a partidos y otros grupos políticos, la formulación de alternativas, la comprensión y aceptación de realidades y el inicio de algunas luchas por cambiarlas. Para una enorme mayoría de las y los universitarios mexicanos, su experiencia como tales es la primera –la única en que se abren sus horizontes.

Ninguna oferta de estudios superiores consigna explícitamente que es todo esto y mucho más lo que está al alcance, de quienes pueden ejercer el derecho a la educación superior.

Para llegar a ser egresadas/egresados, deben cursar una carrera y obtener un título que les confiere la autorización legal para ejercer como profesionistas, y el prestigio social adscrito a quienes alcanzan el mérito de obtener tales credenciales.

Pero titulados o no, todos los jóvenes que pasan por la universidad están integrados a la vida social con el bagaje –informativo y formativo, más o menos cuantioso– que ahí adquieren, sobre todo, de manera informal e imperceptible.

Todos estos son elementos clave para la caracterización de las funciones no académicas de las universidades; en rigor, éstas no pueden disociarse de los elementos formales, pues conjugados, unas y otros constituyen el núcleo de la última etapa de endoculturación en el ciclo de vida de los grupos de jóvenes susceptibles de dedicarse al trabajo intelectual en cualquiera de sus áreas y modalidades.

La estructura de la enseñanza universitaria, con respecto a la cual se habla de sistemas y subsistemas, corresponde al objetivo de formar profesionistas o, más exactamente, de titularlos. Alrededor del 60%, en promedio, de los muchos miles de millones de pesos que maneja la UNAM anualmente y una proporción semejante de todas las energías humanas que en ella se invierten y circulan, se dedican a esta ardua tarea. A pesar de eso, sólo uno de cada cuatro estudiantes termina sus estudios y apenas uno de cada tres obtiene el ansiado título. Para los otros seis (si se trata de justificar los índices de eficiencia terminal) o siete (si se considera sólo a quienes en su mayoría se volverán medianos o grandes empresarios de consultorio, clínica, laboratorio o despacho), la universidad mexicana no tiene proyecto oficial.

Siete de cada diez estudiantes universitarios ven frustrarse sus anhelos de llegar ante un jurado de tesis. Como no se les advierte a tiempo, parece que ninguno de los diez se da cuenta de haber participado en un proceso social sin sanción administrativa de gran trascendencia.

Éste es uno de los ámbitos en que la institución universitaria ha de definirse como democrática o excluyente. Abierta a la formación básica general de los jóvenes de este país, una estructura democrática de enseñanza de este país, una estructura democrática de enseñanza nada tiene que ver con la que prevalece hoy en día. Una transformación en tal sentido no sólo requeriría recursos para la ampliación constante de las capacidades instaladas, sino también para la formación y el ejercicio adecuado de profesoras y profesores que atiendan a una población escolar creciente.

Es necesario hablar de las condiciones de extrema precariedad general en que las y los estudiantes pueden ejercer sus derechos a la educación universitaria y con ello cumplir su propio papel social en los procesos que en ella se dan.

El cuadro que se nos pinta da igualmente idea de las condiciones que hay que crear aún, no sólo para que se amplíen tales procesos, sino para que el reducido número de estudiantes que actualmente participan en ellos pueda hacerlo de una manera adecuada.

Sólo tomando en cuenta o hasta aquí expuesto tiene sentido discutir y resolver si también la educación universitaria, como toda la que imparte el Estado, debe ser gratuita, y si al finalizar cada uno de sus ciclos los estudiantes deben someterse a nuevos procedimientos de selección y exclusión.

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