Luis Fuenmayor Toro
La Razón, 04/11/12
Muchos de los funcionarios que han tenido a su cargo la educación universitaria en este gobierno se han caracterizado por su animadversión hacia la educación privada. Sus gestos, sus declaraciones, sus desplantes y las decisiones ilegales como las de no discutir en el CNU la creación de nuevas instituciones o de nuevas carreras en el sector, así lo demuestran. Puedo entender algunas de estas reacciones afectivas, como producto de la actitud de quienes han tomado la educación universitaria solamente como un negocio, sin preocuparse por su calidad y comportándose como lo que el pueblo ha siempre llamado “peseteros”.
Si bien entiendo que algún ministro o viceministro, algún director, algún otro funcionario, tenga sus momentos irracionales de odio o desprecio por este tipo de “empresarios de la educación”, nunca entenderé que no hayan hecho nada verdaderamente constructivo al respecto. En lugar, por ejemplo, de aplicar disposiciones arbitrarias e ilegales como la señalada anteriormente: ¿Por qué no han diseñado políticas al respecto, que dejen claro el lugar del sector privado dentro del sistema educativo nacional, si es que va a tener algún espacio en el futuro?
Pero más fácil aún: ¿Por qué no han tomado medidas efectivas sobre casos claros irregulares que ocurren en las universidades privadas y que afectan a los estudiantes? Cuando Navarro fue ministro de educación, se cerraron carreras que funcionaban ilegalmente en todo el país. Se obligó a cumplir los requisitos para legalizarlas. Lo mismo se hizo con numerosos postgrados abiertos sin autorización. Se llegó incluso a clausurar un instituto universitario grande, cuyo desempeño académico era lamentable. Se negó la aprobación del 64,3% de las solicitudes de nuevas universidades y del 55% de nuevas carreras en el sector, pero se hizo profesionalmente, legalmente y argumentadamente.
Al no haber ninguna disposición aprobada contra la existencia del sector educativo superior privado, que aún hoy no la hay, la política fue que tenía que ser un sector de calidad, totalmente dentro de la legislación vigente y donde se evitara la especulación con los pagos cotidianos, los cuales además deberían incluir todas las actividades de los estudiantes, entre ellas las referidas a la elaboración de tesis de grado. Al inicio, hubo cierta resistencia, pero la misma cesó ante la imparcialidad y objetividad de los estudios, la legalidad de las decisiones y el sometimiento también del sector oficial a requerimientos que garantizaran su calidad.
Una situación que debería ser abordada es la relativa a las equivalencias de estudios entre las distintas carreras dictadas por las universidades privadas, cuyos programas muchas veces están construidos para obligar al estudiante a tener que terminar su carrera en la institución, dificultándole sobremanera la realización de equivalencias y su prosecución en otra universidad privada u oficial. No se está insinuando que los programas deban ser idénticos, pero carreras similares no pueden tener programas tan diferentes que sea imposible determinar el año o semestre a cursar por un estudiante que venga de otra institución.
Este inconveniente dificulta la libre movilidad de los cursantes entre distintas universidades e incluso en una misma institución entre diferentes carreras. En lugar de sólo mantener un discurso hostil y acusar de oligarca a quien se nos cruce por delante, actitud que al final enemista y no sirve para más nada, deberían tomarse medidas para enfrentar el inconveniente señalado que, dicho sea de paso, no es sólo del sector privado sino que ocurre también en el sector oficial. Mudarse una familia de una ciudad a otra implica muchas veces que alguno de sus hijos deje la carrera que cursaba y quede literalmente “en el aire”.
Supervisar la calidad docente de los profesores, el desarrollo de los cursos, el cumplimiento de los programas, el resultado de las evaluaciones, el estado de aulas y laboratorios, serían medidas efectivas para evitar el fraude académico que significa una mala institución. Esta conducta tropieza con el inconveniente que significa que también tendría que someterse la universidad oficial a los mismos patrones de exigencia. Vigilar las actividades impropias de determinados funcionarios, que ven las evaluaciones como fórmula poco ortodoxa de incrementar sus ingresos, debería ser también una preocupación.
Todo ello sería muy superior a solamente mantener el encono actual.
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