Antonio Valdecantos
El País, 16/02/13
La ideología de la excelencia llegó a imponerse con rapidez y el resultado es el desprecio del conocimiento puro y la seducción por el lenguaje empresarial. La reflexión y la crítica seguirán fuera de las facultades
Muchos pueden celebrar por fin el cumplimiento de un antiguo deseo: la universidad ya no es una anacrónica rareza ni un cuerpo extraño infiltrado en el tejido social, sino lo que toda mente constructiva y acompasada con los tiempos ha querido desde siempre, a saber, un genuino reflejo de la sociedad. Parecía una utopía y se ha vuelto lo más real de este mundo: por fin universidad y sociedad van de la mano y comparten lo fundamental. Es cierto que lo compartido es la ruina, pero siempre será mejor algo que nada y, además, no está escrito que la miseria vaya a tener que lamentarse en toda ocasión: de sobra se sabe que la prosperidad genera molicie y hace olvidar la urgencia de poner al día instituciones manifiestamente inadaptadas.
La quiebra económica de la universidad pública se ha llevado casi todo por delante y adelgazará la institución hasta reducirla a las dimensiones eficaces y funcionales que desde hace tanto tiempo se han preconizado, pero la primera víctima del huracán ha sido ese sonrojante discurso montado en torno al término “excelencia” que, de no haberse desatado el ciclón, seguiría siendo la palabra más empleada por los gestores universitarios y los aspirantes a serlo. Aunque todo esto, como tantas otras cosas, se haya vuelto de la noche a la mañana una antigualla francamente remota, conviene recordar que estamos hablando de ayer mismo. “Excelencia” era, en efecto, el término más repetido por los hablantes de un newspeak que en muchas universidades había llegado a constituir el único lenguaje en uso. Contrariamente a las reglas de empleo de la palabra “excelente” (que sirve para alabar a personas o cosas a las que se admira o a las que se finge admirar), en la neolengua de la burocracia académica “excelencia” se usaba, más bien, como un atributo de la institución a que el hablante pertenecía, o de la que era rector o gestor. En cualquier ambiente saludable, el que alguien se califique a sí mismo de excelente será motivo de censura y hasta de burla, pero el clima universitario español de la última década había llegado a volverse francamente insalubre, y la adulación a las diversas instancias gestoras y evaluadoras exigía hablar su lenguaje como si ya no quedara otro.
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