Francisco J. Laporta*
El País, 29/07/2013
En la última página del informe sobre Reforma de las Administraciones Públicas presentado por el Gobierno figura una directriz que no debe pasar desapercibida. Dice que la Fundación Nacional de la Calidad y la Acreditación (ANECA) se convertirá en organismo público “para hacer efectiva la participación e integración de los medios disponibles que las comunidades autónomas tienen en la misma materia”.
Diré para el lego que la ANECA es una de esas fundaciones públicas tan de moda desde hace años, a la que, envueltas en un lenguaje melifluo y vago sobre la calidad de la enseñanza, se le ha acabado por atribuir competencias nada menos que para “acreditar” profesores universitarios y aprobar o rechazar planes de estudios superiores. Durante estos últimos años se ha encargado de pergeñar unos procedimientos llenos de requisitos y exigencias formales para hacer lo uno y lo otro con una sobredosis de burocracia tal que ya están apareciendo cursillos e instrucciones para enseñar a las gentes cómo han de hacer sus solicitudes y demandas, y cualquier rectorado o decanato que se precie tiene que tener ante sí la planilla de trámites y formalismos a cumplir si desea que su plan de estudios sea aprobado. Ella ha sido la que ha transformado la buena (aunque innecesaria) intención del llamado proceso de Bolonia en un corsé insoportable de pésimos resultados.
Pues bien, creada la ANECA en su día por un simple acuerdo del Consejo de Ministros, comenzó inmediatamente el frenesí replicador en que se ha convertido tantas veces el proceso autonómico español. Ya se sabe: órgano que se crea, órgano que se replica como una suerte de mini-yo para uso territorial o local. Y el resultado es que tenemos ya siete o más “anequitas” que cumplen prácticamente las mismas funciones que la madre. Y no solo las hay —faltaría más— para preservar el depósito sacro de la cultura autóctona y orientar la ciencia y el saber hacia el histórico destino del pueblo; las tenemos también en Castilla y León, Andalucía y Aragón, pongamos por caso, sin depósito sacro ni pueblo alguno que lo demande, sino por el simple afán de replicar. Y, claro, aquí es donde viene el informe sobre reforma de las administraciones a proponer un organismo que intente que todo ese desbarajuste se “integre” y se racionalicen los medios al respecto.
Pero el problema de la ANECA no es ese. El problema es que, tal y como fue diseñada, la ANECA nunca debió existir. Replicarla fue ya ocioso, y transformarla ahora en “un organismo público” no supone dar un paso adelante, sino precipitarse en una sima aún más inconveniente y peligrosa. O las dos cosas a la vez: como en la invitación de aquel sabio mandatario latinoamericano: “El país está al borde del abismo, hay que dar un paso adelante”. ¿Por qué? Pues porque la ANECA, por su diseño mismo, no es una fundación de naturaleza académica, científica o técnica con un estatus independiente, sino una criatura política conformada por la voluntad de los Gobiernos.
Según sus estatutos está regida por un patronato, presidido por el Ministro de Educación, con siete altos cargos del Gobierno más: secretarios de Estado, subsecretarios y directores generales; además, tres responsables de educación de las comunidades autónomas, y siete personalidades “de reconocido prestigio” nombradas, eso sí, por el ministro (acabamos de ver en el Tribunal Constitucional lo laxo que puede ser eso del reconocido prestigio). El resto son tres rectores y tres estudiantes. Los pormenores del asunto se pueden encontrar en el artículo 9 de los mencionados estatutos, accesibles en la web de la fundación. Consecuencia: que cuando cambia el Gobierno cambia la ANECA, e indefectiblemente, cambia el director de la misma. Puede decirse sin exagerar que siempre que hay elecciones —algo que menudea entre nosotros— cambia siempre en algo el patronato de la fundación. Y ya me dirán ustedes qué tienen que ver las elecciones generales o autonómicas con la calidad y el desarrollo de la docencia universitaria. Mantener estas cosas al margen de los vaivenes de la política ha sido siempre una aspiración universitaria y un imperativo moral. Con la ANECA, olvidémonos de ambas cosas.
El que una fundación, organismo público o agencia así formada tenga la competencia para decidir quiénes tienen capacidad para ser profesores de universidad en cualquiera de sus grados (hasta el de catedrático) y qué planes de estudios son buenos o malos, adecuados o inadecuados, es algo tan preocupante que causa estupor allí donde se cuenta y constituye otra de las peculiaridades idiosincrásicas que aportan su granito de arena a las excelencias raciales de la llamada “marca España”. Nadie se lo puede explicar en la Unión Europea. Y ello sin mencionar siquiera los criterios y procedimientos de que se vale para realizar una tarea tan sensible.
Pero lo más sorprendente, sin embargo, no es eso. Lo peor, lo más negativo, lo que demanda una respuesta clara y terminante al respecto, es que algo que ignora algunos de los principios que han inspirado el desarrollo autónomo e independiente de la ciencia y la universidad en Europa haya sido y sea cotidianamente aceptado, obedecido y seguido en sus más disparatadas exigencias burocráticas y materiales por las universidades, escuelas y facultades españolas sin que se haya producido un plante serio y razonado. Y que ahora se vaya a convertir en “organismo público” lo exige todavía con más vehemencia. Las universidades españolas y los jóvenes profesores que quieren pertenecer a ellas parecen haber perdido el innato sentido crítico que los animaba no hace tanto tiempo, y realizan un día sí y otro también ejercicios estériles de burocracia para cumplir con unos criterios más que discutibles con la vista puesta en que la omnipotente ANECA les conceda la acreditación académica, cosa para la que en ningún país serio sería competente una agencia semejante, o les apruebe un plan de estudios, cosa que ninguna universidad del mundo aceptaría sin renunciar abochornada a su propia identidad académica. Pero las cosas son así entre nosotros, y poco a poco irán empeorando todavía más. Malos tiempos para la libertad universitaria.
*Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.
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