Mibelis Acevedo Donís
El Universal, 25/05/2015
Siempre se agradecerá el asalto de valentía que a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, supuso la irrupción de la iluminación en la larga noche del oscurantismo. Con vigorosa aplanadora de dogmas, los filósofos unidos bajo la consigna del "Sapere aude" ("Atrévete a pensar", frase de Horacio que Kant enarbola, y que alude originalmente a los retos que Ulises afrontó en su retorno a Itaca desde Troya) deciden desafiar al poder y la amenaza de muerte que imponía al conocimiento, seguros de que sólo la libertad de pensamiento podía garantizar progreso a la sociedad.
Llegaba la hora de superar la "minoría de edad", esa incapacidad de usar la propia razón, según Kant. Gracias a la ilustración y su revolucionario llamado a "pensar por ti mismo" (el tránsito de la mentalidad del vasallo a la del ciudadano) también las universidades o universitas ejecutan flamante salto hacia su transformación. Mientras a través de ellas la élite religiosa-feudal retuvo el monopolio del conocimiento en la Edad Media, el Siglo de las Luces las consagra como centros del saber independiente y secular, de la discusión amplia, de la polémica entre "ciencia vieja" y "ciencia nueva", de la concurrencia de las nacientes ideas desmantelando los más rígidos paradigmas. Las universidades, templos del libre intercambio intelectual, del pensamiento crítico, plural y autónomo, del desarrollo del "conocimiento por el conocimiento" asumen desde entonces activo liderazgo como impulsoras del avance científico y el cambio cultural, tarea que alimenta y se retroalimenta, claro está, del espíritu democrático emergente. Así, la premisa del ejercicio de la razón como vía de alcance de la libertad, la tesis de que "una sociedad culta es una sociedad mejor" invocada por Diderot, surgen como oponentes naturales al absolutismo y la tiranía.
Fácil se ve, por tanto, el por qué hoy los regímenes de restricción de libertades terminan combatiendo con tal saña a las universidades, lacerando en toda forma posible a su cuerpo de profesores y estudiantes, su infraestructura y filosofía. Esta nueva bruja hostigada por nueva inquisición encarna un estorbo para el objetivo de domeñar a la sociedad a partir de la ignorancia y la imposición del pensamiento único, tan adverso al espíritu de la academia. Vale recordar, por ejemplo, el caso de Argentina durante la dictadura de Videla: el gobierno militar, convencido de que a través de la educación se difundía el "virus subversivo" que desfloraba todos los ámbitos sociales, dispuso que las universidades pasaran a manos del Ejecutivo. El "Proyecto de Transformación Universitaria" supuso entre otras cosas el estricto control político e ideológico, el redimensionamiento del sistema, la redistribución de la matrícula, la modificación de casi todos los planes de estudio y la canalización de actividades de investigación científica hacia ámbitos extrauniversitarios. Eventos similares abundaron en Venezuela: en 1951, basado en "los desórdenes políticos que impedían el funcionamiento normal de la institución", el gobierno de la junta militar encabezada por Suárez Flamerich ("especie de mascarón sin poder", rememora Francisco De Venanzi) impuso a través de un consejo de reforma al doctor García Álvarez como nuevo rector de la UCV. El rechazo de los ucevistas no se hizo esperar, al denunciar una reputación precedida de un historial antidemocrático, "que le hacen atentatorio contra la dignidad universitaria y contra los ideales civilistas": ecos del tenaz forcejeo de la luz contra la sombra, Eros empujando fuera de sus alquerías a un Tánatos bárbaro e invasivo. Era previsible que el régimen de Pérez Jiménez intensificara luego el acecho, que tuvo como corolario la supresión de la autonomía universitaria y la clausura del recinto.
El de hoy revive ese tenso trato entre las universidades y un gobierno al que parecen picarle cada vez más los refajos democráticos. Las tácticas de la ofensiva, eso sí, han mutado, desde la desabrigada acción directa a la oblicua asfixia: la indiferencia ante el atentado a espacios y símbolos, la reducción inclemente del presupuesto, los sueldos de hambre para docentes y empleados, encierro y humillación para estudiantes y, más recientemente, los bombardeos al prestigio y el anuncio de aplicación de un nuevo sistema nacional de ingreso que amén de monopolizar el proceso en manos del Estado, reduce el peso del índice académico (única variable comprobable) a 50%, e incorpora la "participación ciudadana" (¿eufemismo que alude a la adhesión ideológica?) con 5%. Y "si alguna universidad se opone...". Bueno. Ya ustedes imaginan el resto.
Pero la universidad sigue alerta, y en pie. La historia demuestra que por más que se intente, no se han podido aniquilar las ideas. Y atreverse a pensar, a seguirlo haciendo a contrapelo de cualquier odisea, de todo ataque o imposición, ofrece poderosos motivos para resistir.
¡Sapere aude
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