José Rafael Herrera
El Nacional
21/05/2015
21/05/2015
En el campo de la filosofía práctica, la heteronomía indica la condición de un sujeto que ha sido sometido a un poder supremo, impuesto desde afuera, externo, ubicado por encima del ser social; un poder que, abstractamente, le dicta –al sujeto– normas o reglas que obligatoriamente tiene que cumplir y que le impiden desarrollarse como ser autónomo, libre, activo, racional, reduciéndolo a cosa, o en todo caso, a ser genérico, dependiente e indeterminado. Heteronomía es, pues, la condición sine qua non de la voluntad de uno –o de unos– sobre otros, no de la propia. El “yo quiero” dominado por un imperativo que le resulta ajeno y hostil. Como diría Marx: es la más nítida expresión del ser enajenado.
La justificación de la cual surge la heteronomía tiene su punto de partida en la presunción de que los individuos que componen todo posible cuerpo social, en general, no son lo suficientemente maduros para tomar decisiones por cuenta propia, por lo que deben necesariamente ser guiados, orientados y conducidos por quienes se autoconciben como los más capacitados, los más preparados, en fin, por quienes entienden más del discurrir moral, social o político que el resto de la población. Son ellos los más “maduros”, los bien formados, los guías materiales y espirituales de aquellos que se comportan como niños, carentes como son de adultez y, en consecuencia, de toda responsabilidad. Son ellos los auténticos pastores de este rebaño de ovejas descarriadas, los iluminados profetas, las muletas del inválido, los llamados a canalizar las desbordadas pasiones de los menos formados y más inconscientes, a objeto de que no desvíen el camino recto, el orden establecido y sus tradiciones; orden que no es otro que el que ellos mismos, los chamanes de la tribu, sabiamente han definido, colocando, además, los controles de rigor. De ahí que las sociedades donde impera la heteronomía sean, justamente, las sociedades en los que imperan todo tipo de controles.
Frente a aquella conocida expresión: “El cielo es el límite”, cuya sola idea exhorta al sujeto a llevar sus conquistas más allá de toda posibilidad, el promotor de la heteronomía responderá, no sin cierta –y siempre sentenciosa– solemnidad, que, más bien, “el límite es el único cielo permitido”. Cuestiones del poner, del fijar: una característica esencial de la mera “reflexión del entendimiento abstracto”, como la denominara Hegel. Los miembros de las sociedades heterónomas terminan así atribuyéndole su propia institucionalidad y ordenamiento social a una incuestionable autoridad, a un “taita” vivo o muerto, pero ubicado por encima del resto. No importa el nombre que reciba el “ser supremo”, tampoco el nombre que reciba, a lo largo de la historia, esa sociedad. Los resultados siempre son los mismos: autoritarismo, dependencia, manipulación, explotación, degradación, corrupción.
Las sociedades sometidas al imperio heterónomo son, pues, sociedades barbáricas. Los griegos empleaban la expresión “bárbaro” para definir a todo aquel que “balbucea” como un “menor de edad”, un niño “mal educado”. Decía Aristóteles que bárbaro es el que se encuentra gobernado por tiranías o despotismos en sentido estricto, lo que lo convierte en un esclavo. De hecho, según Aristóteles, el bárbaro erige a sus gobernantes con el fin de cubrir sus necesidades básicas, a diferencia de las sociedades constituidas por ciudadanos libres, cuya meta es la de vivir en y para la autonomía.
Es cuestión de vocación militarista la obsesiva promoción de la heteronomía. No hay un fenómeno más afín a los regímenes totalitarios o autocráticos que su institucionalización. “No razones: adiéstrate”. Pronto las sociedades se transforman en inmensos cuarteles o en gigantescos campos de concentración en los cuales se “administran” o “controlan” la alimentación, la salud, la educación y la cultura, la vivienda, las finanzas y la industria, pero, sobre todo, la violencia, por un lado, y los medios informativos y comunicacionales, por el otro. En fin, todo tiene que ser controlado, siempre en función de garantizar “el orden”, “la paz” y “el progreso”. La humillación llega, de este modo, al máximo. La objeción, la duda, el pensamiento en cuanto tal, el derecho a la diferencia o a la protesta, quedan fuera, están sancionados, y son concebidos como claras manifestaciones de alta traición a la patria y a los intereses del llamado “colectivo”, es decir, del cártel que sostiene los hilos del poder.
La consigna y la etiqueta sustituyen al pensamiento para dar paso al servilismo, al ser pasivo y resignado que espera pacientemente el crucial momento de la llegada de la leche, el papel higiénico o el aceite al centro debidamente “controlado” de suministros. La educación abandona los contenidos para dar paso a las formas vacías, a las búsquedas formales, a los “métodos” que trastocan la construcción de la verdad en banal instrumento de medición. La salud deviene ejemplo de la más indigna de las miserias humanas. La empresa no produce, porque lo importante no es producir –¡oh, contradicción!– sino obtener un ruin aumento salarial. Entre tanto, las calles se cubren de la más salvaje violencia, en manos de squadre o falanges o comités de defensa –es igual– de un “proceso” que ni lo es ni lo puede ser. El objetivo sigue siendo el mismo: mantenerse en el poder por el poder, única fuente posible para el triste y grotesco espectáculo del enriquecimiento ilícito. Entre tanto, la heteronomía se hace carne y sangre de las mayorías, pues “el modelo” comporta mecanismos para su reproducción continua: no se educa para la libertad y la autonomía, se “educa” para la vil sumisión.
Kant fue el primero de los filósofos modernos en advertir acerca de los perjuicios de una sociedad carente de autonomía: “Es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad, casi convertida ya en naturaleza suya. Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz de valerse por su propio intelecto, porque nunca se le ha dejado hacer dicho ensayo. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional –o más bien abuso– de sus dotes naturales, son los grilletes de una permanente minoría de edad”.
Para salir de la heteronomía Kant recomendaba tan solo una exigencia: la libertad de hacer siempre y en todo lugar uso público de la propia razón.
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