Arnaldo Esté
El Nacional, 20/06/2015
No es un invento reciente. No es una curva caprichosa de la historia. La autonomía universitaria en Latinoamérica tiene un puesto bien ganado, vinculado a la democracia, los derechos humanos, la dignidad y la participación. Además de su misión más específica como productora de conocimiento y formadora de gente para la comprensión y construcción del país. Así lo establece el artículo 109 de la Constitución: “...Para beneficio espiritual y material de la nación. Las universidades autónomas se darán sus normas de gobierno, funcionamiento y la administración eficiente de su patrimonio bajo el control y vigilancia que a tales efectos establezca la ley. Se consagra la autonomía universitaria para planificar, organizar, elaborar y actualizar los programas de investigación, docencia y extensión. Se establece la inviolabilidad del recinto universitario...”.
Es difícil discutir, con esa ley en las manos, la importancia de esa autonomía pero a las universidades se las tiene –con razón– como críticas y cuestionadoras, así que resulta más fácil combatirlas por vías de hecho: reduciendo sus recursos, subordinando su papel político, acosándola judicialmente o, más recientemente, interfiriendo en sus decisiones sobre criterios de admisión.
Uno puede leer dos intenciones políticas en la actitud del gobierno: enfrentar a los aspirantes a ingresar en ellas con las propias universidades y descalificarlas y subordinarlas como actores sociales.
Los cupos en las universidades, como la permanencia en el sistema educativo, están subordinados a las características pedagógicas, metodológicas de la educación formal. Hay un permanente proceso de selección y exclusión, desde primer grado hasta los posgrados y doctorados. Permanecen en el sistema educativo aquellos más aptos y adecuados para asimilar la cultura, códigos y exigencias de ese sistema, cosas estas muy difíciles de cambiar. Son inherentes a su misma concepción como recintos del conocimiento organizado. Una revisión de esa concepción, cosa en la cual participo desde hace tiempo, requiere su cambio en la dirección de dejar de ser una educación informativa y memorística para pasar a ser formativa de valores y competencias. Esto, para todos los niveles y modalidades.
Esto supone que tendría que haber muchas maneras de aprender y satisfacer muchas vocaciones, aptitudes y necesidades sociales. Pero mientras esos cambios tan complejos se logren, hay que marchar con lo que existe: una inevitable selección y exclusión.
Se vinculan los estudios universitarios con una jerarquía social, cuando deben ser una vocación. No todo el mundo tiene que ser universitario para realizar un proyecto de vida. Se puede ser técnico, artesano, administrador, artista, vendedor, con alta calidad, desempeño e ingresos. Para ellos se debe abrir el abanico de opciones de estudios avanzados, no reducirlos a los universitarios forzando así su propia concepción. Ese ha sido el propósito cuando se han creado muchas instituciones de educación técnica o superior, pero no con el nivel ni especialidad de las universidades autónomas.
El ingreso a las universidades tiene que estar vinculado a ciertas vocaciones y aptitudes relativas a esa especialización para el uso y producción de ciertos tipos y niveles de conocimiento. Esto supone ciertos criterios de selección diferentes a los que el sistema educativo ya tiene. Esos criterios son inherentes a la autonomía universitaria, son ellas las que tienen que adoptarlos y emplearlos.
Así que con imponerles cuotas de estudiantes de aceptación obligatorias, como lo hace el gobierno, se viola esa autonomía.
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