David Books
El País, 03/06/2015
Cada generación tiene su oportunidad de cambiar el mundo. Hoy, en los campus universitarios de todo Estados Unidos está extendiéndose un movimiento ético que trata de poner remedio a siglos de errores históricos.
A la cabeza de ese movimiento se encuentran muchas estudiantes que se han visto obligadas a vivir con el legado del sexismo, con la amenaza —y a veces la experiencia— de la agresión sexual, junto a muchos otros estudiantes cuyas vidas están coartadas por culpa del racismo y la intolerancia y personas que desean garantizar la igualdad de derechos para gais, lesbianas y otros grupos históricamente marginados.
Lo que mueve a estos jóvenes es el noble impulso de querer hacer justicia y sacar a la luz la opresión existente. Y no solo quieren acabar con la explotación y la discriminación, sino también erradicar la atmósfera cultural que consiente ese tipo de cosas. Pretenden controlar las normas sociales para que deje de haber permisividad ante los comentarios hirientes y apoyo tácito al fanatismo. En cierto sentido, por supuesto, tienen razón. Las afirmaciones crueles que se hacen dentro de un contexto de normalidad pueden derivar en conductas hostiles en los sectores marginales. Por eso no consentimos que se niegue la existencia del Holocausto.
Sin embargo, cuando uno observa cómo se está desarrollando este movimiento en las universidades es inevitable ver que en ocasiones se ha convertido en una forma de extremismo. Si leen la página web del grupo FIRE, que defiende la libertad de expresión en los campus universitarios, si leen el libro de Kirsten Powers The Silencing [El efecto silenciador], si leen el ensayo de Judith Shulevitz In College and Hiding From Scary Ideas [En la universidad, a salvo de las ideas que dan miedo], publicado en el suplemento Sunday Review de The New York Times el 22 de marzo, se encontrarán con historias de profesores cuyas vidas han quedado arruinadas porque hicieron unos comentarios inocentes; con códigos de lenguaje que reprimen la libertad de expresión; con reputaciones injustamente destruidas por acusaciones sin base de racismo y sexismo.
La raíz del problema está en que los activistas universitarios poseen el fervor ético necesario, pero no siempre cuentan con unas filosofías establecidas que les permitan contener su pasión y sus emociones. Las filosofías establecidas pretenden inculcar (aunque está claro que no siempre lo hacen) un sentido de la humildad que sirva de freno, cierta deferencia ante la complejidad y el carácter polifacético de la realidad. Sin embargo, muchos de los activistas actuales no pueden basar sus acciones más que en una teoría social relativamente simple.
De acuerdo con esa teoría, las líneas divisorias entre el bien y el mal están absolutamente claras. El conflicto esencial es el que se produce entre la pureza traumatizada de la víctima y la violencia verbal del opresor.
Su combate es noble, pero los activistas cargan también contra el pensamiento incorrecto
Y de acuerdo con esa teoría, la autoridad suprema no emana de ninguna verdad difícil de entender. Emana de los sentimientos personales de cada individuo. En cuanto una persona percibe que algo le ha causado dolor, o que no están de acuerdo con ella, o se siente “insegura”, se ha cometido una infracción. En el ensayo de Shulevitz, una alumna de Brown abandona un debate en la universidad y se resguarda en una habitación aislada porque “se sentía bombardeada por una avalancha de puntos de vista que iban verdaderamente en contra” de sus firmes y adoradas convicciones.
Los activistas universitarios de hoy en día no luchan solo contra verdaderos actos de discriminación, un combate que es admirable. También luchan contra el pensamiento incorrecto, contra la irreverencia y la blasfemia. Persiguen a muchas personas solo porque, en su opinión, no muestran la deferencia ni el respeto suficientes hacia las normas que ellos juzgan más valiosas. A veces mezclan las ideas con los actos, y consideran que las ideas controvertidas son formas de violencia.
Algunas de las personas que han sido objeto de sus ataques se han mostrado deliberadamente irreverentes. Laura Kipnis es una feminista y profesora de cine en Northwestern University, autora de un provocador ensayo sobre las costumbres sexuales en el campus que se publicó en febrero. Las autoridades universitarias la acusaron de haber infringido el Título IX (una disposición que prohíbe la discriminación por razón de sexo en los programas educativos y actividades que reciben financiación federal), con el argumento, no probado, de que sus palabras podrían tener “consecuencias escalofriantes” para una persona que tuviera necesidad de denunciar una agresión sexual.
Otros blancos de esta cruzada, en cambio, lo han sido sin tener ni idea del lío en el que se estaban metiendo. Un estudiante de George Washington University escribió un ensayo sobre la historia de la esvástica antes de que la adoptaran los nazis. Un profesor de Brandeis mencionó un insulto histórico contra los hispanos para proceder a continuación a criticarlo. La investigadora Wendy Kaminer utilizó la palabra nigger en un acto de antiguos alumnos de Smith College durante un debate que no tenía nada de racista sobre los eufemismos y la libertad de expresión.
Para alcanzar la sabiduría hay que tolerar las diferencias y afrontar verdades incómodas
Todas esas personas fueron objetos de purgas por el simple hecho de atreverse a emplear unas palabras inaceptables en público. Según cuenta Powers en The Silencing, a Kaminer la acusaron de violencia racial e incitación al odio. Al rector de la universidad le pusieron en la picota por haber consentido un ambiente que se había vuelto “hostil” e “inseguro”.
Nos encontramos en una situación en la que los estudiantes, los profesores y los colegas a los que critican han perdido la capacidad de diálogo. Los estudiantes, porque creen que otros no comprenden el trauma al que han sobrevivido; los profesores, porque se sienten víctimas de una moderna caza de brujas al estilo de Salem. Todo el mundo anda de puntillas.
En las universidades siempre habrá pasión y fervor moral. Hoy, quienes estructuran ese fervor buscan ante todo la pureza moral de la víctima vulnerable. Pero es posible propagar otro fervor ético, más maduro, construido de acuerdo con el ideal clásico del filósofo experimentado, con el deseo de no escondernos de lo que nos inspira miedo sino hacerle frente, y de saber que en ocasiones, para alcanzar la sabiduría, es necesario aceptar los sentimientos heridos, tolerar las diferencias y afrontar verdades incómodas.
David Brooks es periodista
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