Adolfo Salgueiro
El Nacional, 30/05/2015
En estos días –obviamente relacionado con las venideras elecciones– está sobre el tapete el asunto de cómo se van a distribuir los cupos para el ingreso a las universidades públicas entre los bachilleres próximos a graduarse del ciclo secundario. Entre las distintas corrientes que existen acerca de cómo decidir este espinoso asunto hay un verdadero cisma ideológico subyacente que se traduce por una parte entre los que creen o sostienen (a lo mejor sin creerlo) que todo bachiller tiene derecho a la educación universitaria y los que entienden que todo bachiller debe tener acceso a iguales oportunidades para aspirar al ingreso, pero que solo pueden acceder a él quienes están mejor capacitados. Este opinador se decanta por la última postura.
En la actual discusión entre la OPSU (la oficina gubernamental de planificación del sector universitario) y la Averu (la asociación que agrupa a los rectores) hacen distintas argumentaciones jurídicas que pretenden sustentar en el plano del derecho cada una de las posiciones que los enfrentan. Como en Venezuela el derecho hace rato que desapareció como eje de la vida pública, parece ocioso explicar aquí los fundamentos jurídicos de cada punto de vista. De lo que se trata es de oponer en forma confrontacional el populismo irredento que quiere masificar lo inmasificable versus aquellos que –sin desconocer las realidades de la sociedad venezolana– creemos que la calidad (si no la de Harvard o Sorbona) debe ser uno de los parámetros de todo tipo de educación superior, o sea la universitaria.
Nadie niega que grandes contingentes de muchachos cursan la enseñanza secundaria pública en medio de notorias privaciones originadas casi siempre en factores socio-económicos del entorno del que provienen. Es un hecho evidente que quienes llegan a la universidad desde los mejores colegios privados arrancan con ventaja. Así lo afirmamos después de cuarenta años de docencia universitaria que invocamos como aval para decirlo.
También es evidente que la educación pública, tanto primaria como secundaria, es deficiente. Tal cosa no ocurría décadas atrás cuando las escuelas públicas de Caracas se medían de igual a igual con las privadas. Hoy día el descuido con los docentes, la masificación sesgada de los textos de estudio, la deficiencia de los planteles, la triste situación de muchachos que para acudir al centro de enseñanza deben atravesar “zonas de guerra”, la falta de docentes que obliga a la promoción automática en las asignaturas y etc. constituyen un filtro separador de quienes tienen mayores y quienes tienen menores oportunidades no solo de estudio sino en la vida.
El dilema aquí planteado puede abordarse de dos maneras: la primera –que desde el gobierno se pretende aplicar– es la populista: todo el mundo entra en la educación superior. En la segunda, la seria: entran quienes estén mejor capacitados y, por tanto, puedan aprovechar mejor los recursos públicos –insuficientes– que el presupuesto nacional asigna a la educación universitaria.
El gobierno pretende que el ingreso a la universidad arrope a todo bachiller, tanto más con los nuevos parámetros que ya no privilegian la nota previa en secundaria sino factores socio-económicos, de territorialidad y de “enchufamiento” (estos últimos también existentes antes).
Pero… existe una limitación casi imposible de remontar en este año y en los próximos, cual es el monto de los recursos presupuestarios y logísticos disponibles. ¿Cómo se puede triplicar la población estudiantil sin aumentar el nuúmero de docentes, aulas, laboratorios, reactivos químicos, servicios sociales, etc.? Si la OPSU publicara una solución viable a estos asuntos quien esto escribe cambiaría diametralmente su posición.
Además, existe un axioma (no muy simpático, pero realista): “No todo el mundo puede ser doctor”. En todas partes del mundo (y en los países comunistas más todavía) la pirámide de estudiantes se va reduciendo selectivamente, según su rendimiento, a medida que aumenta el nivel educativo. Hay menos estudiantes de bachillerato que de primaria y menos universitarios que en bachillerato. Hay más tenientes que capitanes, y más coroneles que generales. ¿Es que eso está mal? ¿Todo el que entra en la Academia Militar tiene a juro que llegar a general (o a presidente)?
La única (o quizá la mejor) manera de resolver esto es atacando el problema en los niveles básico y secundario de educación, porque es allí donde se capacita al candidato para acceder a la educación más sofisticada mientras al mismo tiempo se abren oportunidades u opciones laborales o de estudios de diferentes niveles. Sin embargo, una solución aparentemente tan simple choca con falta de docentes, falta de equipos didácticos, conflictos gremiales casi siempre justificados, etc.
Es obvio que en un artículo de opinión no se puede agotar un tema tan complejo, pero sí se puede afirmar con razonabilidad que un alumno con 19,5 de promedio, sea rico o pobre, chavista o no, o con preferencias sexuales normales o no convencionales tiene que entrar en las listas de admisión antes del que tenga 10 de promedio, porque ese parámetro refleja –al menos bastante aproximadamente– su capacidad de estudiar y aprender.
Le pregunto a usted, lector sabatino. Si llegara en emergencia a un hospital ¿le gustaría que lo atienda un médico venezolano graduado, formado y certificado con posgrado y suficiente práctica, o se conformaría con un “médico comunitario” graduado exprés con mayor formación ideológica que hipocrática? ¿Qué aprecia usted más para distinguir un médico: un estetoscopio o una franela del Che? De la respuesta que usted dé a esa pregunta sale clarito en cuál bando debe ubicarse. Quien esto escribió está claro y preparado ya para recibir la andanada de comentarios y tweets insultantes que suelen ser corolario de planteamientos razonables en una época de alienación colectiva.
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