Arturo Guillaumín Tostado
México, 24/10/2015
La estandarización de la educación
Algunos fines de semana me traslado a la ciudad de Veracruz a dar clases en un programa de posgrado en educación. Son seis horas en las que tengo estrecho contacto con estudiantes provenientes de diversas carreras, principalmente de pedagogía. Más de la mitad de ellos se desempeña como profesores y profesoras en escuelas primarias, secundarias y preparatorias, tanto urbanas como rurales. Si bien la mayoría son jóvenes, hay quienes tienen ya una larga experiencia docente y ven desde una perspectiva más amplia los cambios recientes en las políticas educativas. En ese espacio discutimos sobre el estado de la educación en nuestro país, al tiempo que aprenden a plantear sus problemas de investigación. Una queja recurrente es la que se refiere a las horas que tienen que invertir atendiendo los diversos instrumentos de control de la cada vez más estricta programación de las actividades escolares. También abordan el problema de los vaivenes de los mapas curriculares en los últimos años, en los que desaparecen y aparecen materias como por acto de magia, así como el hecho insoslayable de que niños y jóvenes abrevan de contenidos de los libros y de Wikipedia, pero desconocen los problemas que suceden a su alrededor (a excepción del de la inseguridad creciente).
Juntos hemos descubierto que la educación no sólo está en caída libre, sino que también es parte activa de los grandes problemas que vivimos (económicos, sociales, medioambientales). Al reproducir las mismas actitudes y una visión economicista de la vida (liderazgo, éxito, competitividad), la educación constituye uno de los factores más dinámicos de la crisis global. Si de manera rápida caracterizáramos lo que ha venido ocurriendo en los últimos 25 años en la mayoría de los países a causa de las reformas educativas, lo sintetizaríamos así: a) una creciente pérdida de autonomía para decidir el rumbo de nuestra propia educación; y 2) la privatización progresiva de la educación pública. Hace no muchos años, por ejemplo, los profesores se reunían al final de cada ciclo escolar para evaluar los cursos que impartían y su desempeño como docentes. De esta manera, podían decidir qué cambios eran necesarios para mejorar los resultados y los procesos de enseñanza-aprendizaje. Hoy, en cambio, los docentes tienen que apegarse a una programación muy estricta y a un conjunto de mecanismos de control que aseguren que hacen lo que deben hacer. Las universidades, por otra parte, necesitan de comités externos, constituidos por “expertos”, para que nos digan qué debemos hacer y cómo hacerlo. Y esto es apenas la punta del iceberg.
En años recientes, se ha consolidado un formidable aparato de alcance global cuyo propósito es la estandarización de la educación. De lo que se trata es de adaptarla a las necesidades y requerimientos de la “sociedad del conocimiento”, un concepto que, por más que se trate de dulcificar, significa lo siguiente: “la sociedad que se necesita para competir y tener éxito frente a los cambios económicos y políticos del mundo moderno […] sociedad que está bien educada y que se basa en el conocimiento de sus ciudadanos para impulsar la innovación, el espíritu empresarial y el dinamismo de su economía” [énfasis nuestro] (Organización de los Estados Americanos, 2014: 1). Se trata de conocimientos y habilidades para mantener el crecimiento económico y de los beneficios de las empresas. Para este propósito se han puesto en marcha un conjunto de instrumentos normalizadores: acreditación y certificación de programas; evaluaciones externas; exámenes estandarizados a escala nacional (que suelen ser jugosos negocios); programas y criterios de productividad académica; modelos por competencias; etc. Toda esta parafernalia normativa nos viene desde las organizaciones internacionales, como el Banco Mundial, el Banco Interamericano del Desarrollo, la Organización Internacional para el Trabajo y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.
Ante esta situación, la investigadora catalana Virginia Ferrer afirma que los profesores necesitan inventar y crear “nuevas posibilidades en la vida del aula, en la vida escolar y universitaria” (Ferrer, 2006: 96) para darle nuevos sentidos a la educación como un encuentro de vivencias de aprendizaje y de descubrimiento. Para ello, nos dice, es preciso desaprender formas de relación, hábitos mentales y prácticas burocráticas “para volver a empezar y abrirse a otras posibilidades más ricas y felices de enseñar y aprender con el alumnado” (96). La denuncia de Ferrer es que hoy la educación sigue al pie de la letra las reformas educativas impuestas desde arriba, y que los alumnos y profesores están apegados a las prescripciones curriculares y a las exigencias de la administración educativa. Para ello se pregunta si quedan espacios y tiempos para que se planteen otros objetivos y contenidos emergentes que sean de mayor valor situacional y contextual para los estudiantes. Nosotros creemos que sí.
Descubrimos que la educación con significado para la vida de las personas en sus lugares ha perdido relevancia. En cambio se ha dado paso a la formación masificada para los mercados de trabajo y para el mundo de las profesiones. Se han perdido los fundamentos filosóficos que caracterizaban a la educación, así como su propósito de formar personas con pensamiento crítico. No se estimula el interés por saber quiénes somos y dónde estamos. La escuela, en muchos sentidos, le ha dado la espalda al entorno de las comunidades para circunscribirse a la transmisión de contenidos abstractos y generales. La problemática enunciada por Freire hace cuarenta años no ha perdido su vigencia, aún cuando los escenarios políticos son distintos. La mayoría de los docentes presentan discursos e ideas que responden a preguntas que los estudiantes no han formulado. De esta manera, se plantean como expectativas “ser lo que uno no es” y “tener lo que uno no tiene”: los sinsentidos que ha promovido la racionalidad económica y del desarrollo (Leonard, 2011; Rifkin y Howard, 1980; Pigem, 2013). De acuerdo a Freire, la alfabetización no consiste en aprender a repetir palabras, sino en decir la propia palabra. La educación actual, en cambio, se erige sobre discursos que nos hacen pensar que el mundo está predeterminado y que descansa en una sola idea de progreso y de desarrollo humano como destino común. Sin quererlo y sin saberlo, la educación se ha convertido en uno de los principales promotores de esta idea.
La educación basada en lo local
Los estudiantes se quejan también de que el gobierno no tiene la capacidad de comprender la crisis global y para actuar en consecuencia. Más bien se limita a seguir las pautas generadas por las organizaciones internacionales en materia de economía y medio ambiente. Las instituciones de la sociedad moderna no están preparadas para responder a las situaciones urgentes, sobre todo si implican un cambio radical de las anquilosadas formas de actuar (Hopkins, 2008). Sabemos de antemano que los líderes políticos y corporativos, reunidos en cumbres mundiales, no van a responder ni oportuna ni eficazmente a la actual crisis planetaria, simplemente porque defienden los privilegios e intereses que les proporciona la economía global. En otras palabras, no hay razón alguna para esperar que las soluciones vengan de arriba. ¿Qué se puede hacer? Un número creciente de personas, entre ellos muchos científicos, afirman que la respuesta es simple: actuar localmente (Hopkins, 2008). Sin embargo, para ello es necesario liberarnos de la lógica que ha impuesto el desarrollo y que ha subordinado a regiones y comunidades a las necesidades de la economía. En este sentido, la educación puede ser un medio poderoso.
En unas de esas sesiones con mis estudiantes y en la que surgen más preguntas que respuestas, una chica preguntó al grupo qué podemos hacer para que nuestros alumnos se interesen no sólo en lo que les rodea, sino que también puedan contribuir a resolver los problemas locales, como el del medio ambiente. Agregaba que ya está visto que los líderes políticos y corporativos, reunidos en cumbres mundiales, no nos van a sacar de la crisis global. Fue entonces cuando planteé la posibilidad de indagar acerca de la educación basada en lo local, una interesante vertiente educativa que surgió hace unos 25 años en los Estados Unidos, y que hoy se ha extendido con interesantes propuestas en diversas partes del planeta. ¿De qué se trata?
En términos generales, la educación basada en lo local (EBL) consiste en una estrategia de replanteamiento de la narrativa habitual del salón de clases, mediante la cual los estudiantes responden creativamente con historias de su experiencia, en las que se sitúan dentro de un continuum entre cultura y naturaleza. Es decir, se descubren como parte de una comunidad que no sólo es humana, sino que está integrada por miembros de otras especies: plantas, animales, bacterias, hongos, etc. Suena interesante, ¿no? La EBL es una pedagogía de la comunidad, en un esfuerzo de reintegración del individuo a su lugar, y de restauración de los vínculos entre las personas y su entorno. Es preciso no dejarnos engañar por la palabra “comunidad”, pues su aplicación puede responder tanto al medio rural como urbano. Esta educación es una manera de integrar el curriculum alrededor del estudio del lugar, pero también un medio para inspirar el cuidado del territorio y promover la revitalización de la ciudadanía. Es un enfoque que articula lo teórico con una dimensión práctica y transformadora de la realidad.
La educación basada en lo local responde a la necesidad de ver la educación ambiental como una parte fundamental de las vidas de las personas en sus lugares. También responde a la necesidad de conocer científicamente el territorio mediante proyectos de investigación sobre problemas identificados por los propios niños y jóvenes dentro de lo que se conoce como investigación-acción, una metodología muy útil (Hart, 1997). Los estudiantes pasan de ser espectadores pasivos para convertirse en estudiantes que utilizan la teoría no para pasar los exámenes, sino para comprender fenómenos complejos y para transformar el hábitat que les rodea. Se vinculan así las relaciones entre abstracto-concreto, teoría-práctica y cuerpo-mente. Una maestra que trabaja en una pequeña comunidad de Los Tuxtlas nos recuerda a todos que todo esto se parece a algunas cosas que había dicho John Dewey hace muchos años. Efectivamente, hace más de 100 años dijo lo siguiente (y hoy sigue estando vigente):
Desde el punto de vista del niño, el gran desperdicio en la escuela proviene de su inhabilidad para utilizar las experiencias que obtiene fuera de la escuela de manera libre y completa. Mientra que, por otra parte, no puede aplicar en su vida cotidiana lo que está aprendiendo en la escuela. En eso consiste el autismo de la escuela: su separación de la vida. Cuando el niño entra al salón de clases, tiene que dejar afuera sus ideas, intereses y actividades que predominan en su casa y en su vecindario. (Dewey, 2011: 46)
Esta es la brecha que cierra la educación basada en lo local. Las experiencias e intereses de los niños y jóvenes son parte de un curriculum dinámico y emergente, en el que se aprende de uno mismo y, al mismo tiempo, de lo que rodea a uno. La escuela se desprograma y el aula se abre al territorio. La educación se acerca así a la maravillosa definición que Carlos Calvo nos da de ella: educación es el proceso de relaciones posibles (Calvo, 2009). De esta manera, podríamos favorecer la emergencia de lo nuevo a través de la experiencia, la curiosidad y el descubrimiento, y no por medio de la repetición de conceptos y contenidos programados.
El grupo se pregunta cómo dar cabida a la educación basada en lo local. Se abre una discusión interesante en la que cada quien aporta sus ideas. Comienzan a surgir propuestas un tanto conspirativas de cómo comenzar a crear tiempos y espacios educativos que escapen a la lógica actual de la educación y que recuperen no sólo la libertad de cátedra, sino también el derecho de los estudiantes a expresar sus propias preguntas e intereses. Pequeñas acciones que logren abrir pequeñas fisuras en una educación que debe ser radicalmente transformada.
Nota: las fotografías que acompañan este texto provienen de la Green School en Bali, Indonesia, (www.greenschool.org), fundada por el canadiense John Hardy. La escuela recibe a niños de todo el mundo, aunque siempre mantiene una mayoría local. Su curriculum “mueve el piso” a sus estudiantes física, intelectual, emocional y espiritualmente y su misión es formar generaciones de ciudadanos que tengan los conocimientos y habilidades necesarios para promover estilo de vidas sustentables. Sus espacios educativos construidos con bambú muestran una extraordinaria simbiosis entre diseño moderno y las técnicas tradicionales. El campus, de ocho hectáreas, está completamente alimentado por energía solar. Las fotos son reproducidas con la aprobación de la Green School Bali, por medio de su jefe de comunicación, Ben Macrory.
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