martes, 3 de noviembre de 2015

Educación y democracia

Antonio Pérez Esclarín
El Universal, 03/11/2015

Si queremos que la educación contribuya a formar auténticos ciudadanos y a robustecer la democracia, los centros educativos deben transformarse en verdaderas comunidades democráticas, donde se experimente cotidianamente el ejercicio del diálogo, la participación y el respeto a la diversidad y las diferencias. Se trata de vivir en la cotidianidad del centro educativo los valores democráticos que buscamos, desterrando las actitudes autoritarias, el acaparamiento de la palabra y el poder por parte del docente o directivo, de modo que efectivamente se desarrolle el diálogo, la participación, y las relaciones interpersonales efectivas. El reto consiste en convertir al centro educativo en un microcosmo de la sociedad que buscamos y queremos. 

El modo de ejercer la autoridad y el poder como servicio; el respeto a la diversidad y las diferencias; la responsabilidad y compromiso con que cada uno asume sus tareas y obligaciones; la defensa de los derechos de todos y, en especial, de los más débiles; la manera como se enfrentan los conflictos y problemas; los modos de producción y celebración..., deben en cierta forma expresar el modo de vida y de organización de la sociedad que pretendemos. Sociedad que permita una vida digna a todos, que respete las diferencias individuales, de género, culturales, raciales, políticas, sociales y religiosas, que posibilite y promueva la participación en la toma de decisiones y en la vida cívica y política cotidiana. 

Conocimiento y verdad

Todo esto plantea la necesidad de reeducar al educador, para que adquiera la cultura del diálogo, y asuma al otro como sujeto de conocimientos y de verdad. El diálogo pide humildad, pide comprensión, ponerse en los zapatos del otro. Exige sinceridad, respeto, bases para el entendimiento. Nadie es dueño de la verdad. El diálogo que reconcilia exige generosidad y apertura al cambio. Los generosos y solidarios unen; los que dominan, separan. Para dialogar se necesita tolerancia, virtud que nos enseña a convivir con lo diferente, a respetar el pensamiento contrario al mío y al sujeto que lo piensa. Ser tolerante no significa negar el conflicto o huir de él. Al contrario, el tolerante será tanto más auténtico cuanto mejor defienda su posición si está convencido de que es justa, sin ofender ni descalificar al que tiene ideas distintas, y dispuesto a aceptar la validez de los argumentos del otro diferente. 

Sin tolerancia, no hay democracia. La genuina educación se orienta a motivar la autonomía, no la sumisión. Utilizar la educación para inculcar una determinada ideología es acabar con la educación. Educar para la democracia implica educar para la incertidumbre. Sólo las dictaduras y autoritarismos están llenos de certezas. El genuino educador, más que inculcar respuestas e imponer la repetición de conceptos, orienta a los alumnos hacia la creación y el descubrimiento, que surgen de interrogar la realidad de cada día y de interrogarse permanentemente. 

La coherencia de la crítica supone la autocrítica. Negar al otro la crítica no es destruir al otro, sino destruirse a sí mismo como crítico. El autoritario no sólo niega la libertad de los demás, sino la suya propia al transformarla en el derecho inmoral de aplastar otras libertades. En este sentido, resultan iluminadoras las palabras del poeta y maestro cubano José Martí: "Como la libertad vive del respeto y la razón se nutre de lo contrario, edúquese a los jóvenes en la viril y salvadora práctica de decir sin miedo lo que piensan y oír sin ira ni mala sospecha lo que piensan otros". 


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