Luis Porter
México, 21/11/2015
Parte de la felicidad que proviene de concebir la vida académica como un proyecto que se inicia, rebasa y regresa a la institución a la que uno pertenece, es la de poder dar un paso (o dos) hacia atrás, y observar la estela que dejamos a lo largo del camino andado. Como decía Pablo Latapí: -Hay una edad en que miramos al pasado porque allí quedaron las marcas de nuestra vida entera… es un ejercicio necesario para valorar el presente y recibir con agradecimiento lo que todavía espera- . Los que hemos dedicado la vida a la academia, por las razones que hayan sido, (mercado, vocación, crisis u oportunidad) nos detenemos de vez en cuando para reflexionar y reencontrarnos. Es una forma natural de preservación de nuestra salud, imprescindible si aspiramos a un final feliz. Los períodos sabáticos juegan ese papel, porque nos ayudan a situarnos en el tiempo. Entre sabático y sabático también es necesario crear espacios para meditar sobre lo que nos pasa, como quien desde un mirador situado en lo alto observa el paisaje que dejó allá abajo.
Sentarse a escribir, es el espacio común y natural del amigo del lenguaje, la vía por la que podemos comunicarnos con ese amigo desconocido que se toma la molestia de leernos. Después de todo, no es a otro a quien uno le escribe. En esta ocasión, y aunque nadie escarmienta en cabeza ajena (la experiencia ajena no es suficiente para desengañarnos), quiero comenzar refiriéndome a la importancia de no constreñir nuestra carrera académica al tiempo dedicado a la docencia y a la investigación, es decir, no conformarnos con lo meramente institucional. Es más que inteligente ubicar el “otro” tiempo (ese tiempo que algunos consideran “restante”) como parte de un proyecto personal alternativo, que aunque siempre estará ligado al institucional, involucrará a otros círculos sociales-culturales que constituyen un eje alternativo de estímulo y motivación vital (lo que los sajones llaman: “to have a life” - tener una vida -).
El que se limita a cumplir con sus actividades académicas, y después se siente con derecho a disfrutar del “tiempo libre” en donde sea: el hogar, el entretenimiento o la lectura, como rutinas aleatorias que no forman parte de un plan, estará limitando su potencial y alcance personal al contrato laboral que alguna vez firmó. Esta decisión, muy común, convierte al que la toma en un soldado raso deambulando por el campo de batalla de la maquinaria académica, como ignorando su abrumador poder letal. Pronto intuirá que su única defensa es lograr los más altos niveles en las evaluaciones (internas y externas) o marginarse en los intersticios y fracturas del organigrama, ejerciendo su autonomía relativa en la laxitud de una institución que no reconoce jefes, aunque si jerarquías. Es así como muchos colegas se diluyen en el mismo instante que se funden en el delgado aire de la atmósfera institucional. En otras palabras, para detener el paulatino proceso destructivo y alienante que inevitablemente ejerce el contexto académico (el clima organizacional, como se le llama), no basta con recluirse en un salón de clases o encerrarse en la, de todos modos, vulnerable oficina, se requiere, o bien del reconocimiento incuestionable del sistema al que uno está adscrito, o esconderse. Hay, sin embargo, otra solución mas ingeniosa y divertida, que aquí queremos señalar: la de crear un proyecto mayor de vida que rebase las orillas institucionales y le de sentido y contenido a cada paso de nuestra trayectoria.
Este es el momento de aclarar el peligro de otra trampa que forma parte de la naturaleza perversa de la institución educativa, la fantasía de querer suplir el estatus dado por las evaluaciones (cuyo máximo exponente es el SNI-3) con una carrera política exitosa. Hay que ser contundentes en este aspecto, señalando que en nuestra cultura política, no existe la posibilidad de hacer una carrera política exitosa. Ni siquiera si toma la forma de la rectoría o incluso de una subsecretaría de estado, siempre prevalecerá la vulgaridad de los materiales con que se construye, su carácter efímero y el bien ganado estigma de estar ubicada fuera del ámbito intelectual. Estas condiciones, la falta de vida académica institucional y el exceso de enjuegos políticos, lleva a que el académico estándar, o bien confunde su labor con la producción de puntos, o peor aún, renuncia a construir y consolidar su propio prestigio. Esta situación, no por esquemática, menos verdadera, confirma la importancia de dedicar parte de cada día a hacer cosas que no tengan, necesariamente, un valor de cambio. Para eso hay que concebir a la institución, incluyendo sus intersticios, como plataforma de despegue, o puerto de salida y llegada.
Siguiendo esta lógica, surge la pregunta, ¿si no es prestigio y si no son puntos, qué otra cosa puede producir un académico? Y la respuesta, cuya elaboración tendrá siempre visos filosóficos, se resume en una corta expresión: un académico también puede producir placer. Si bien la academia esta reñida con la risa, puesto que cree firmemente en la seriedad y se define con inconsciente orgullo como “seria”, cabe recordar que además de inteligente, es posible que nuestro trabajo provoque placer. Placer que puede ser estético, intelectual, o si leemos a Aristóteles (Ética a Nicómano), como goce propio de la felicidad humana, entendida como aquella actividad donde la razón sensible permite reconocer las cosas bellas (y por tanto divinas). El conocimiento además de permitirnos dar clase o escribir artículos, también nos prepara para poder apreciar y por lo tanto disfrutar el arte, esa obra que el artista creó para el público que lee, escucha o contempla. Entonces, aquel académico que se relaciona con el arte para vivir una vida artística, entendida ésta como procurar la belleza y el disfrute de los sentidos, llegará cada mañana a su institución educativa como quien arriba de un ancho mar, para desembarcar en esa isla que es la institución educativa y en lugar de pensar en puntos o diluirse en el aire, amarrará su barca para nutrir y nutrirse de lo que trae y de lo que le espera. Con esta metáfora, dejamos este primer punto a su consideración.
El segundo punto está dedicado a reflexionar sobre la conducta de los que se dicen “comprometidos con el conocimiento” (tanto el adquirido, representado por grados y diplomas, como el producido, representado por ponencias y publicaciones). Esta producción, en nuestras reglas de juego académicas (Conacyt, SEP, etc.), es la que se refleja en el llamado curriculum vitae único (CVU). Reducir nuestra carrera a un curriculum o a cumplir con los criterios jerárquicos, es una deformación burocrática, si consideramos que crecer y eventualmente, acercarnos a la sabiduría, no es una cuestión de diplomas, libros, viajes o ponencias ordenadas cronológicamente. Si bien el lenguaje juega un papel principal en la vida del que educa y se educa, no todo se reduce a la palabra escrita. Ser sabio es poseer una visión amplia basada en un criterio agudo, y no un itinerario enciclopédico a lo largo de un escalafón alineado por rubros. El conocimiento es infinito y rebasa cualquier currículum. Comprometerse con el saber requiere de encontrar un equilibrio, porque a la postre, la verdad se encuentra siempre en el justo medio. Por ejemplo, el balance entre la razón lógica y la sensibilidad humana, sin dejar fuera las cualidades de nuestro cuerpo; el uso de la razón sin inhibir el papel de los sentidos y de las emociones en el proceso de conocer. Regresando a Aristóteles: la felicidad humana se logra por medio de aquella razón que incluye la irracionalidad (homo sapiens y homo demens, virtudes dianoéticas (intelectuales) y virtudes éticas (afectivas).
Los extremos son viciosos, y para lograr el justo medio hay que repetir hasta que la costumbre se haga destreza: lo que Donald Schön entendía como “reflexión en la acción” (error, reflexión, acción). Ir hacia lo justo y correcto es una costumbre que se adquiere. Lograr el equilibrio nos obliga a reconocer y respetar el conocimiento científico como la forma válida de conocer, y la capacidad artística y creativa como parte de la ciencia, ambos complementarios, insustituibles y necesarios. Una relación con el saber de este tipo no es individual, y por lo tanto no cabe en un CVU individual, porque se logra en la relación con el otro, con los demás, lo que obliga a ir hacia un nuevo concepto de curriculum vitae colectivo (CVC). El problema de inclusión se complica en una academia plagada de inquinas, odios, rivalidades, ambiciones, simulación, trampa, maldad y más etcéteras, ambiente que nos brinda muy pocos amigos. Eso obliga a reconocerlos, vernos en ellos y aprender a cuidar todas las relaciones humanas que forman parte de nuestro proyecto mayor, ese que se sale de la escuela para navegar por la vida, que entendemos como el ancho mar. Ellos (y ellas), constituyen una riqueza que se ubicará en nuestras diarias visitas a la isla, entre el par de instantes luminosos que significa arribar (amarrar) e irnos (zarpar).
Tercer punto. Sobre la necesidad de nunca perder la curiosidad que es base de la motivación. Sin importar la edad, en el caso fortuito de no haber logrado, o buscado el máximo nivel de evaluación externa veremos que el proyecto mayor es de inmensa ayuda para haber renunciado, o no aceptado, dichas reglas de juego. Alejarse de las evaluaciones externas es una decisión emancipadora que puede compensar las frustraciones cotidianas propias de la academia. Nuestra plaza definitiva y una vida frugal nos encontrarán deambulando por la isla, seguros de que nadie puede quitarnos nuestra curiosidad y la motivación que nos lleva a desarrollar con amplitud nuestra inteligencia general. Ya se ha comprobado que los estímulos al desempeño no llegan desde fuera, porque nada sustituye nuestra “curiosidad”, que implica el interés profundo por las cosas, el deseo de ver y explicarnos lo que vemos. La curiosidad nos obliga a mantener en marcha nuestra imaginación y hacer uso de ella porque está íntimamente relacionada con la “duda” que surge de la indagación crítica ante algo que nos llama la atención. Cuando tratamos de explicarnos un problema relevante, lo primero que hacemos es dudar, y es la duda la que nos lleva al uso de la lógica, de la deducción, de la inducción, ayudándonos, una vez que llegamos a conclusiones, a generar convicciones, y por consecuencia a saber argumentar, defender y discutir. La duda entonces se convierte en certeza. La curiosidad en incentivo. Mantener estas cualidades corresponde al perfil de esos personajes que año tras año, no importa cuántos, no envejecen. Evitemos tratar a nuestra inteligencia como la fuente de una colección de objetos desechables o de libros hundiéndose en el pantano de nuestra biblioteca. Mejor coleccionemos infinitas habilidades mentales que combinen todos nuestros sentidos (el olfato, el tacto, el oído… incluyendo nuestra libido); mejor demos prioridad y espacio a la sagacidad, la previsión, la ductilidad de espíritu, la maña, la atención vigilante, el sentido de la oportunidad.
Mejor hagamos caso a todo aquello que la ciencia aun no explica, sabiendo que algún día lo hará, y hagamos honor a la inglesa palabra “serendipity”, el arte que nace de la casualidad, del azar, o de la “chiripada”. Es importante mantener las antenas altas porque ello nos lleva a transformar detalles aparentemente azarosos, insignificantes, o simplemente casuales, en referentes, índices, señales, que nos permiten reconstruir desde un signo, por ejemplo, una carta de Tarot (como nos enseñó Italo Calvino en su libro “El castillo de los destinos cruzados”) un animal-símbolo (como los de la mitología de la escultura antigua que tan bien ha estudiado Marius Schneider en su libro “El origen musical de los animales-símbolos en la mitología y la escultura antiguas”) en una historia completa. La curiosidad, la duda y la reconstrucción, obliga a la capacidad de integrar, de ver el todo en el conjunto, como parte importante del desarrollo de la inteligencia general (que es la que nos permite amar y vivir), lo que como estudiosos nos convierte en arqueólogos, paleontólogos, historiadores, detectives, escritores de misterios que terminan encontrando al culpable, y quedar listos para el próximo misterio.
Cuarto punto. Sobre la importancia de construir una visión totalizadora, (holística, sistémica, compleja) que nos permita observar un paisaje amplio en su conjunto, sin fragmentaciones. Ser un académico que acude a la isla, porque el mar le enseñó que la carrera a la que se inscribió para dar sus primeros pasos escolares, no es suficiente para un destino imposible de pre-determinar. Nada nos determina, ni la licenciatura, ni el origen o estado socio-económico, ni ninguna de esas variables propias del lenguaje de los sociólogos y los economistas. No, él (o ella), va a ir más allá (e incluso más acá) de aquel plan decidido por otros, que sigue repitiendo la oferta de esa isla que no ha logrado desprenderse de la única palmera que la adorna, limitando al estudiante a un sólo y lineal programa de estudios, concebido quién sabe por quien y cuando, siguiendo cánones que no han visto la necesidad de ser actualizados, aunque hace demasiado tiempo hayan sido superados en la inmensidad del océano circundante. Traspasó el programa de estudios y ahora es un docente, un académico contratado que atiende a los que son como el (o ella) alguna vez fue. Sabe, porque ha leído, ha meditado, que no importa la formación inicial como tampoco su familia, origen, poblado, árbol genealógico, etnia, o cualquiera de las combinaciones totalmente azarosas que preceden su vida como la de cualquier otra persona. No importa si es un académico en la división de diseño, o en la de ciencias, tampoco importa si cree en las materias que alguna vez se llamaron “duras” o en las que algunos siguen considerando “blandas”. De todos modos se verá en la situación de tener que enfrentar y entender la naturaleza intrínsecamente problemática de lo que su curiosidad lo lleva a observar por esa particular y única ventana, solo suya, desde la que se asoma al mundo (su marco teórico personal). Ventana que existe porque se construyó siguiendo un orden cósmico aun no explicado, pero que sin duda tiene una lógica esperando ser resuelta por la ciencia. Si su naturaleza, es decir, el alma de este individuo, se inclina a lo sensible, descubrirá que mientras en el arte hay infinitas soluciones a un problema estético, visual, formal, musical, espacial, en las ciencias exactas existe una sola solución a un problema específico, y que también allí en ese campo del conocimiento las verdades esperan, y se mueven paso a paso, de solución en solución.
Las maneras de enfrentar nuestra capacidad creativa requieren tanto de nuestra razón lógica como de nuestra sensibilidad intuitiva. Mientras que en las ciencias exactas el cálculo es un instrumento de razonamiento que se ejerce sobre el método de “planteamientos de problemas” y de “solución de problemas”, en arte y en diseño como en las ciencias sociales, el conocimiento se aborda partiendo de una realidad donde dicho problema se presenta de infinitas formas y por lo tanto tiene infinitas soluciones. Mario Bunge , ese extraordinario joven de 96 años, se ha preocupado del problema que implica, en el campo de las artes y las humanidades, intentar educar inspirado en el método racional y científico de la “solución de problemas” en la medida en que las demostraciones finales no se encuentran en el laboratorio donde el método científico sirve de guía. En arte, las leyes cambian todos los días, no hay fórmulas aplicables, de la misma manera que las situaciones que presenta la vida son flexibles e inapresables en el ámbito de un teorema. Sin embargo no por ello hay que caer en el new age, la auto-ayuda o el discurso incomprensible y a-la-moda derivado del oscurantismo charlatán de los filósofos postmodernistas franceses. Esto nos obliga a revisar o entender con cuidado a la hermenéutica cuando invoca actos mágicos, de comprensión intuitiva más allá de la razón, a poner en su sitio la subjetividad y no dar por hecho que es una fuente de conocimiento. No hay que confundir señales con certezas, y por sobre todo, huir, escapar, rechazar, los sinsentidos lingüisticos de aquellos que aprendieron a hablar “en difícil”. Las modas, los autores que hay que citar, la invasión de las pseudo ciencias, con sus pretensiones científicas y su epistemología puramente fenomenista (que no tiene existencia en si misma) son trampas en el camino del académico. Tanto en la ciencia como en el arte es necesario aplicar el criterio sabio del que duda y busca (prueba y error), como la lógica implacable que va tras una ley universal. De todos modos siempre nos enfrentaremos a vacíos por desconocimiento, dudas o interrogantes de alto desafío en todos los campos incluyendo el pensamiento matemático que empuja el desarrollo de la ciencia, donde también existen límites en la formalización y en la cuantificación. Con esto concluimos que en uno u otro caso, artes y ciencias, no hay fórmulas y leyes que nos lleven a soluciones definitivas. Siempre estaremos obligados a problematizar, y continuaremos avanzando paso a paso, tratando de dilucidar la verdad o una solución definitiva y terminal.
Punto cinco y último por hoy: sobre la importancia de reflexionar (sin por ello dejar de remar) como requisito invariable. Navegar pensando nos lleva a la filosofía que tiene la capacidad de contribuir al desarrollo de este espíritu problematizador. Filosofar es una actividad inevitable si queremos aportar al conocimiento reflexivo e interrogativo que cuestiona tanto los conocimientos científicos como la literatura, la poesía, y el arte en general, para nutrirse de ellos. Conocer entonces, es ser capaces de traducir, interpretar y reconstruir señales, signos o símbolos. Un ejercicio que destinamos a los estudiantes de arte es que encuentren símbolos expresados en lenguajes familiares de su entorno mientras deambulan por la ciudad. Un ejercicio para una o un amante de la matemática es que traduzca sus vivencias y sus nuevas experiencias en forma de representaciones, teorías, discursos, cuentos, poemas o simples ideas. Esto confirma nuestra anterior afirmación acerca de la importancia de ser un generalista, capaz de profundizar, porque conocer, estudiar algo, requiere ir de lo macro a lo micro, requiere dividirlo, separarlo, desmenuzarlo, para después volverlo a unir. Es un proceso que tiene una forma circular: diseca, fragmenta (para poder analizar), luego une e integra (para lograr la síntesis), de esta síntesis regresa al análisis, lo que obliga a volver a ver por partes ese todo y así continua su camino circular, de lo grande a lo chico y de lo chico a lo grande. Esto contradice la tendencia que prefiere separar antes que unir o poner el foco en la parte antes que en el todo. Mucho hablamos de interinstitucionalidad e interdisciplina, pero nos mantenemos aferrados a nuestras disciplinas, a nuestros lenguajes, a nuestros territorios. Tarde o temprano entenderemos que interdisciplina es no-disciplina. Para lograrlo necesitamos una universidad tan nueva como diferente. Una universidad que reciba a las nuevas generaciones, formadas por profesores (y también profesoras) poseedoras de un proyecto mayor, que rebase las orillas de la institución, misma que no los anclará en plazas definitivas, no los medirá por puntos, ni intentará vanamente de inmortalizarlos como “eméritos”.
Universidad continente, ya no isla, cuya existencia enriquecerá nuestro prestigio, prestigio que a su vez la enriquecerá. Vivimos en una época donde impera la razón, y se privilegia el análisis en detrimento de la síntesis, cuando es en la síntesis donde se da el instante del conocimiento en contexto, y por ende de la creación. Una institución paquidérmica porque ha olvidado incluir en su inmenso bosque jurídico, como en su cultura cotidiana, los aspectos organizativos y sociales que nos vinculen a unos con otros. Recordemos siempre que existe en México, en el mexicano, una frescura, una informalidad, una sensibilidad artística, de la que carecen o ha sido descartada en la educación de muchos de esos países que en la OECD aparecen por encima nuestro. La capacidad de disfrute, de placer del mexicano ha prevalecido por encima de las constantes e inmensas desgracias que la clase gobernante ha sistemáticamente provocado. Es el material del que estamos hechos y debemos valorar y aprovechar. Seguimos siendo un país de múltiples regiones, de diversidad de lenguajes y culturas. Aprendamos a reconocer la unidad dentro de esta diversidad y lo diverso dentro de la unidad necesaria. La salvación de la educación está en sus estudiantes, que provienen de ese mar que es escuela de vida, cuya riqueza está debajo de la superficie, en sus raíces. Hagamos nuestra labor agrícola y ayudemos a que niños y jóvenes florezcan. Contextualicemos y totalicemos los saberes, pensando que al hacerlo estamos cumpliendo con un punto clave en la educación, buscar en los temas que compartimos con los estudiantes, el Aleph del conocimiento, ese punto en el que todo converge y nos permite visualizar el universo entero de una sola mirada. Como buenos sembradores, hundamos nuestro azadón escarbando hondo en la tierra, como buenos navegantes, partamos de la orilla, mar adentro.
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