Tomás Straka
El Nacional, 20/05/2014
Que por un momento hayamos olvidado nuestras diferencias para llorar la muerte de Jacinto Convit demuestra que nuestra sociedad aún es capaz de identificar -y de admirar- a un héroe cívico cuando lo tiene enfrente. A Convit le sobraban los méritos para ser considerado como tal. Trabajó todos los días hasta cumplidos los 100 años, lo que es ya un prodigio en sí mismo, para combatir la lepra, la leishmaniasis y el cáncer, entre otros flagelos de la humanidad. Es alentador que en Venezuela haya habido hombres como él y que la sociedad supiera reconocerlo. Sin embargo, cuando pensamos en lo que esa misma sociedad está en condiciones, o incluso en la disposición de hacer para que otros científicos puedan seguir un camino, el panorama ya no es tan esperanzador. Si queremos que la admiración por Jacinto Convit pase de la retórica a una acción firme y sistemática, debemos pensar en qué estamos haciendo para que los jóvenes que hoy estudian en las universidades y sueñan con hacer ciencia puedan perseguir sus sueños en el país. Es eso, y no las necrologías de ocasión, lo que debemos afrontar si en serio queremos hacerle honor a su memoria.
En efecto, la convicción de que “en Venezuela no se hace ciencia” está peligrosamente extendida. Y no solo “que no se hace”, sino que, además, “no se puede hacer”. En gran medida es otro ejemplo de la ignorancia, cuando no del menosprecio, que hay en torno a la academia dentro la sociedad venezolana (no todos los que lloran a Convit estarían dispuestos a permitir que sus hijos siguieran su ejemplo); pero también puede ser producto de una realidad que está haciendo que la investigación científica sea otra vez un trabajo heroico, como si volviéramos las agujas del reloj setenta u ochenta años atrás. En efecto, cuando en 1938 Convit se graduó de médico las cosas eran así. Había algunos profesores que reproducían lo que decían los manuales franceses o ingleses en sus cátedras de las escuelas de Medicina o de Ingeniería de Caracas y Mérida, pero con muy poca, por no decir ninguna, innovación propia. Cuando en 1929 se creó la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales sus integrantes eran, en casi todos los casos, autodidactas que se ganaban la vida en otra actividad, dejándole a la ciencia el tiempo libre (cosa que le da aún más valor a sus innumerables aportes). Fue, por lo tanto, todo un mérito del que debemos sentirnos orgullosos que desde entonces se haya avanzado enormemente en la profesionalización del quehacer científico, gracias, en buena medida, a hombres como Convit. Él no fue un científico solitario encerrado en su gabinete de Doctor Fausto, sino uno que fundó un respetado centro de investigación, el Instituto de Biomedicina del Hospital Vargas que ahora lleva su nombre.
El desarrollo de la ciencia venezolana ha estado concatenado con la modernización y la democratización que experimentó el país desde la década de los años treinta del siglo pasado. En el Instituto Pedagógico, que en 1936 comienza a ofrecer los profesorados en Biología y Química y en Matemática y Física, se marcó un hito en la profesionalización del científico que, con la Facultad de Ciencias de la Universidad Central de Venezuela (1947) y el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, cuyo antecedente es de 1955 pero que se relanza en términos mucho más amplios en 1959, adquirió pleno perfil. En las escuelas de Medicina, Ingeniería y ciencias sociales que desde mediados del siglo pasado se fundaron en muchas regiones del país, así como en los hospitales que dictan posgrados y en otras instituciones públicas y privadas se hizo otro tanto. Se financiaron investigaciones, se crearon centros de investigación, se otorgaron becas. La ciencia pasó a ser una posibilidad profesional. No para hacerse rico -pocas veces eso ocurre en el mundo- pero sí para vivir con cierta comodidad. En 2008, según el Ministerio de Ciencia y Tecnología, había 7.500 investigadores en Venezuela. Para entonces el Programa de Promoción al Investigador (PPI), del Ministerio de Ciencia y Tecnología, otorgaba subvenciones. Es decir, si Jacinto Convit pudo llevar adelante sus sueños no fue solo por su talento, mística y capacidad de trabajo, que naturalmente los tuvo, sino también porque contó con las posibilidades para hacerlo. Él, hay que insistir, parecía ser consciente de ello, y por eso creó un instituto y se empeñó en conseguir becas para que jóvenes de todo el mundo vinieran a formarse en él. Es decir, en crear las condiciones para que otros también pudieran investigar.
Lamentablemente, hoy muchos de esos avances están en peligro. Para inicios de la década de los ochenta, un profesor universitario venezolano ganaba alrededor de 3.000 dólares mensuales, un poco por encima del promedio en el mundo. Esto, más el clima de libertades que favoreció la democracia, hizo que llegaran investigadores de todas partes a potenciar la investigación en el país. En la actualidad el sueldo promedio está alrededor de los 200 dólares, si lo calculamos al cambio de Sicad I. Y esto sin contar el contexto de crisis política, en el que las universidades están en constante conflicto, el hecho de ser el país más violento de Latinoamérica y de padecer la inflación más alta del mundo. Seguir el camino de Convit resulta ahora casi tan cuesta arriba como podría parecerlo en 1938. Pero con una diferencia: entonces se estaba al inicio de una etapa de sostenido crecimiento económico y de democratización política, que no se detuvo hasta cincuenta años después; mientras en la actualidad parecemos hundirnos en una crisis cuyo fondo aún no podemos atisbar. La fuga de cerebros, de la que ya se hablaba con preocupación en la década de los ochenta cuando aún era un asunto puntual, se convirtió en un problema masivo: aunque no tenemos cifras exactas, según Francisco Kerdel Vegas, para 2011 se calculaba en 4.000 el número de médicos venezolanos que habían emigrado (http://www.bitacoramedica.com/?p=7288). Es una cifra que sin duda ha crecido en los últimos 3 años. Si entre esos médicos había uno con la vocación de Convit, habrá de realizar su obra en otra parte.
Si esta situación no se revierte, el futuro de la medicina venezolana es oscuro. El gobierno pareciera que tiene la intención de paliar esto con los médicos integrales comunitarios, inicialmente concebidos para atención preventiva y primaria, pero ahora incorporados a diversos posgrados en los hospitales. Su capacitación ha generado grandes dudas en diversos sectores, especialmente en la Academia Nacional de Medicina, que en 2012 hizo un detallado estudio de su formación y desempeño profesional (http://www.anm.org.ve/FTPANM/online/2014/Publicaciones/Reflexione_Educacion_Universitaria.pdf). Y si esto es así en las ciencias médicas, el panorama no es mejor en otras áreas de investigación. Aunque la fuga de cerebros es un problema global, todo indica que en Venezuela, las actuales circunstancias la hacen especialmente intensa. La combinación de escuelas universitarias que aún producen profesionales de alto nivel, como lo demuestra el éxito de sus egresados en el exterior, con las ofertas de trabajos muy tentadoras en otros países (como el Proyecto Prometeo en Ecuador o la política chilena para atraer médicos extranjeros), ponen todas las condiciones para que un joven profesional que quiera levantar una familia tome sus maletas y se marche.
¿Qué hacer? Como se ha demostrado en otros países de los que suelen emigrar muchos de sus talentos, como China o la India, la fuga de cerebros no tiene por qué ser, necesariamente, un desastre. Con las políticas adecuadas, los venezolanos en centros de altos estudios en todo el mundo pueden convertirse en aliados para sus alma máter criollas, para generar intercambios académicos, para desarrollar proyectos conjuntos de investigación. Incluso, cuando cambien las condiciones del país, pueden ser una especie de activo para la reconstrucción. Muchos podrían retornar para emplear su talento y conocimientos en el desarrollo, y otros al menos colaborarían desde donde están. De hecho, ya hay iniciativas en esa dirección. El profesor José Álvarez-Cornett lleva adelante el proyecto VES, siglas que alternativamente significan “Vinieron, educaron y sembraron” y “Viajaron, emigraron y surgieron”, en el que ha ido levantando la información de los científicos que inmigraron a Venezuela a lo largo del siglo XX, así como de los venezolanos que actualmente brillan en diversos centros de investigación en el mundo (para más información: http://www.scoop.it/t/proyecto-ves). Es un banco de datos que sin duda será útil en un futuro. Del mismo modo, Francisco Kerdel Vegas desde 1995 ha emprendido la construcción de la red “Talven” (Talento Venezolano), que tiene como objetivo contactar profesionales venezolanos que se desempeñan en el exterior para que vinieran al país a compartir sus conocimientos. Hasta donde sabemos, después de 1999 esto ya no fue posible, pero Kerdel Vegas sigue en su empeño de mantener en contacto a todo este potencial que está en la diáspora.
Son esfuerzos que hay que subrayar en momentos en los que tanto se ha hablado de Convit. Así como hay que apoyar, con lo que esté en nuestras manos, a aquellos que a pesar de las circunstancias insisten en hacer ciencia en Venezuela. Desde el profesor de bachillerato que se esfuerza por hacer verdaderas prácticas de laboratorio en su liceo, hasta el becario de un alto centro de investigación. Ellos son el mejor homenaje que podemos hacerle al maestro que acaba de morir; la forma de decirle que todo lo que hizo valió la pena, que vamos a seguir con la faena, que no lo vamos a dejar perder. Que en Venezuela sí se puede hacer ciencia y que la seguiremos haciendo por mucho tiempo más.
@thstraka
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