Tatiana Coll*
LAISUM, México, 02/07/2015
Mucho se ha escrito sobre la calidad educativa y cuanto más se escribe menos se precisa. Hugo Aboites, Díaz Barriga, Hugo Casanova, Pablo Gentili, Adriana Puigross, Jurjo Torres, entre muchos otros, hemos sustentado que el concepto de calidad, normalmente utilizado en procesos fabriles materializados en objetos tangibles, en términos de lo educativo se diluye en decenas de factores sociales, pedagógicos, lingüísticos, económicos, políticos, regionales y/o nacionales que condicionan los procesos educativos y que, si no son tomados en cuenta, para darle un contenido específico a la calidad, producen el efecto de desmaterializar al concepto.
De por sí la esencia del proceso educativo es simbólica, se requiere que los estudiantes de cualquier nivel interioricen los diversos códigos cognitivos y simbólicos con los que pensamos, hablamos y decidimos, en una realidad que debemos de desentrañar y no adoptar mecánicamente. Aunque los matemáticos estén en desacuerdo, para que los niños entiendan que 2x5 son 10, frecuentemente son útiles las manzanas o las peras. Sin embargo, no todo se puede materializar y los aprendizajes se complejizan, hasta volverse impalpables, se deben tocar con el razonamiento. Los maestros que enfrentan esta compleja tarea deben desplegar muchas iniciativas, imaginación, tácticas diferentes con cada alumno, tener una sensibilidad para cada niño, tienen que conocer la circunstancia de sus vidas, pero también deben mantener al grupo entero trabajando consistentemente. ¿Cómo se puede decir que estos procesos son medibles certeramente a través de una pregunta de opción múltiple reducida a un estándar?
Otros que también escriben y demandan la calidad educativa, inspirados en documentos del Banco Mundial o de la OCDE, como Empresarios Primero, numerosos funcionarios, y ahora se añaden los jueces, sostienen que la calidad se remite directamente a resultados: si no hay resultados tangibles no hay educación válida y hay que eliminar a ese maestro incompetente. Para ellos todo es medible, su mundo se basa en la medición de costos y ganancias. ¡Por qué no va a ser medible eso tan sencillo como el conocimiento! ¡Pobre Sócrates que vivió dudando de todo! La mayéutica no tiene ciertamente cabida en el cruento mundo empresarial. Para ellos la evaluación, es decir, exámenes de bolitas, es equivalente al Santo Grial, que llevará automáticamente a todos los niños mexicanos a cumplir sus sueños de vida, sin que nadie tenga que invertir más que en cubrir los gastos de la evaluación.
Esta nueva forma de evaluación se acompaña de un floreciente contingente de categorías que invaden el lenguaje académico y el político. Evaluación-calidad, preside siempre; después vienen objetividad, eficiencia, competitividad, transparencia y algunos más. Lo interesante es la relación que estos conceptos guardan entre sí, cómo se interrelacionan e interdefinen. Cada uno es al otro tan indispensable como funcional. Este círculo perverso establece que la única forma de definir calidad es mediante la evaluación; la única forma de concebir la evaluación es mediante la objetividad, la eficiencia y la competitividad, cuyos resultados permitirán una rendición de cuentas y transparencia que, sin lugar a dudas, certificará la calidad. El paradigma radica en que la calidad sólo existe si es evaluable, la evaluación sólo se puede realizar si hay indicadores medibles, sólo hay indicadores medibles en función de parámetros o estándares de conocimiento construidos expresamente para evaluarse, sólo podrá haber estándares curriculares si se reducen a habilidades cognitivas los procesos de enseñanza-aprendizaje. Así, se determina la facultad de medir y dar cuenta de la calidad. Así se vuelve materialmente tangible lo intangible.
En realidad todo este procedimiento es una tautología autocontenida, con cierto grado de complejidad técnica. Este círculo que conforma la evaluación determina que las complejas prácticas docentes y procesos de construcción del conocimiento se limiten a procesos medibles, memorizados y reproducidos. Tienen delimitado el camino certero de respuesta única que simplifica la tarea de llevar a los estudiantes a construir el conocimiento como un proceso de apropiación de estructuras y significados simbólicos interactuantes. Un buen maestro no es el que memoriza las supuestas acciones correctas a desplegar en el aula. Un buen maestro no es el que ha leído algunos textos de pedagogía, los programas y guías de la SEP y los mecaniza. Un buen maestro solamente se conoce en la práctica, en su entorno específico, en su día a día junto con sus educandos.
Con una evaluación arbitraria y reduccionista se pretende sanear las filas de un supuesto magisterio corrupto, que ha venido engañando y aprovechándose de la nación impunemente. Con un constante linchamiento a todas luces desproporcionado y despótico, sin el menor conocimiento ni preocupación por los principios educativos, se busca justificar y asegurar su sentido constitucional, ahora la Suprema Corte niega incluso el elemental derecho a que el sindicato, aún el espurio SNTE que deberá responder antes sus bases, tenga la facultad de intervenir en caso de un despido. A los maestros acosados mediáticamente, cercados constitucionalmente, se les priva de derechos básicos. ¿Así pretenden lograr maestros de calidad? Con esto la calidad se torna más intangible que nunca.
(*) Profesora de la Universidad Pedagógica Nacional. Autora de El INEE
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