José Rafael Herrera
30/03/2017
La historia de la cultura occidental es el resultado de una dolorosa –aunque necesaria y determinante– escisión. Solo de ella, de la escisión, surge lo múltiple, lo diverso, lo opuesto. La idea misma de democracia pudo surgir en Occidente porque en ella –en la idea de demos-kratós– se condensan la paciencia, el esfuerzo y la dilatación inherentes a los dolores de parto de su alumbramiento. Por eso mismo, hablar de democracia es hablar de Occidente, ya que hablar de Occidente es hablar de escisión. En efecto, Occidente porta en su seno “el privilegio del dolor”. De ahí que lo que no es diverso, lo uniforme y monolítico, el mundo de la “pura” unidad, de la unidad abstractamente entendida, le sea ajeno a Occidente desde su propio nacimiento. Este es el nervio central del Parménides de Platón: la cultura occidental sabe que no puede haber unidad de verdad si en dicha unidad no se comprehende lo múltiple. Una unidad vacía, indeterminada, sin la presencia de lo diverso, de la multiplicidad en su seno, no es una unidad sino una parte que ha decidido asumirse, por medio del dogma y de la fuerza, como “la” unidad. Esa abstracción, esa forma ficticia de la unidad, es, además, el “secreto” que oculta la llamada “dialéctica” del “polo” y del “no-polo”.