Editorial
23/02/2018
En un encuentro celebrado recientemente en la Universidad Católica Andrés Bello para analizar los indicadores arrojados por la Encuesta de Condiciones de Vida 2017, realizada por esta casa de estudios conjuntamente con la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Simón Bolívar, se reveló que 12.700.000 personas asisten a los centros de enseñanza del país. Hasta ahí todo bien.
La alarma cundió cuando se supo que el acceso a las instituciones educativas de los jóvenes entre los 18 y los 24 años de edad se redujo en más de 10% respecto a 2016. Ello significa que se han potenciado los sueños rotos entre jóvenes que ansiaban servir a la sociedad ejerciendo la profesión con que se entusiasmaron cuando apenas aprendían a leer y escribir. Significa, asimismo, que el país ve disminuidas sus reservas de talento y que se agudiza un tipo de escasez, la de recursos humanos, que es nefasta para el progreso de una nación.
El dato revela que las aulas universitarias se están quedando vacías porque la educación superior es objeto de un boicot permanente por parte de un régimen que teme a la inteligencia, enfrenta abiertamente a la autonomía universitaria y cuestiona la libertad de cátedra.
Mengua la afluencia de estudiantes a las universidades porque ya no hay condiciones satisfactorias para aspirar a una formación de calidad. Y es que el gobierno mantiene a raya a las universidades democráticas ajustándoles cada vez más el cinturón presupuestario.
La soledad se hace sentir en los campus para mayor gloria y alegría del señor Maduro, que en su afán de controlarlo absolutamente todo no tolera la independencia administrativa e intelectual de las instituciones universitarias de alto nivel académico.
La lucha contra estos “centros elitistas en los que se forman los cuadros gerenciales y los líderes de la oligarquía” fue el desiderátum de las políticas de educación superior auspiciadas por el comandante para siempre.
De allí su afán de elevar al rango de universidad a cuarteles y escuelitas piratas y engolosinar con un miserable y clientelar subsidio a jóvenes semianalfabetas a los que hicieron creer que iban a doctorarse o licenciarse en tiempo récord. Lo que no se les dijo es que sus títulos solo tendrían validez para optar, si acaso, a un enchufe y canonjía en la administración pública.
Pero también esos centros de adoctrinamiento marxistoide se están quedando vacíos y entonces caemos en cuenta de que, en realidad, al socialismo del siglo XXI le sabe a soda la formación de la juventud y solo busca su incondicional adhesión a su modo de dominación.
¿No serán las dificultades que han incentivado la deserción universitaria parte de un plan para igualar por abajo a la población? Dado que no todos pueden estudiar, pues que no lo haga nadie. Así no habrá privilegiados y excluidos. Parece inverosímil, mas por eso mismo no es idea desechable. Téngase en cuenta que las universidades han sido eficientes motores de la movilización social.
Pero hay motivos de alegría: profesores y estudiantes de la casa que vence las sombras promueven un frente nacional contra el fraude electoral. Así de esperanzador es el mundo de azules boinas.
La alarma cundió cuando se supo que el acceso a las instituciones educativas de los jóvenes entre los 18 y los 24 años de edad se redujo en más de 10% respecto a 2016. Ello significa que se han potenciado los sueños rotos entre jóvenes que ansiaban servir a la sociedad ejerciendo la profesión con que se entusiasmaron cuando apenas aprendían a leer y escribir. Significa, asimismo, que el país ve disminuidas sus reservas de talento y que se agudiza un tipo de escasez, la de recursos humanos, que es nefasta para el progreso de una nación.
El dato revela que las aulas universitarias se están quedando vacías porque la educación superior es objeto de un boicot permanente por parte de un régimen que teme a la inteligencia, enfrenta abiertamente a la autonomía universitaria y cuestiona la libertad de cátedra.
Mengua la afluencia de estudiantes a las universidades porque ya no hay condiciones satisfactorias para aspirar a una formación de calidad. Y es que el gobierno mantiene a raya a las universidades democráticas ajustándoles cada vez más el cinturón presupuestario.
La soledad se hace sentir en los campus para mayor gloria y alegría del señor Maduro, que en su afán de controlarlo absolutamente todo no tolera la independencia administrativa e intelectual de las instituciones universitarias de alto nivel académico.
La lucha contra estos “centros elitistas en los que se forman los cuadros gerenciales y los líderes de la oligarquía” fue el desiderátum de las políticas de educación superior auspiciadas por el comandante para siempre.
De allí su afán de elevar al rango de universidad a cuarteles y escuelitas piratas y engolosinar con un miserable y clientelar subsidio a jóvenes semianalfabetas a los que hicieron creer que iban a doctorarse o licenciarse en tiempo récord. Lo que no se les dijo es que sus títulos solo tendrían validez para optar, si acaso, a un enchufe y canonjía en la administración pública.
Pero también esos centros de adoctrinamiento marxistoide se están quedando vacíos y entonces caemos en cuenta de que, en realidad, al socialismo del siglo XXI le sabe a soda la formación de la juventud y solo busca su incondicional adhesión a su modo de dominación.
¿No serán las dificultades que han incentivado la deserción universitaria parte de un plan para igualar por abajo a la población? Dado que no todos pueden estudiar, pues que no lo haga nadie. Así no habrá privilegiados y excluidos. Parece inverosímil, mas por eso mismo no es idea desechable. Téngase en cuenta que las universidades han sido eficientes motores de la movilización social.
Pero hay motivos de alegría: profesores y estudiantes de la casa que vence las sombras promueven un frente nacional contra el fraude electoral. Así de esperanzador es el mundo de azules boinas.
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