sábado, 30 de mayo de 2020

Cuarentena y actividad académica

Víctor Rago Albujas
Mayo 2020

Las autoridades universitarias y algunos profesores parecen estar especialmente preocupados por el cumplimiento de la actividad académica en las condiciones impuestas por la cuarentena. Se preguntan constantemente qué forma podría adoptar, sobre todo en el aspecto docente, y qué habría que hacer para impartir clases, ya sea con el propósito de reanudar los períodos lectivos inconclusos, ya para terminarlos si solo les faltaba la evaluación final o poco menos e incluso para iniciar nuevos semestres. Y lo que preocupa a las autoridades también se lo plantean al conjunto de los profesores, al menos allí donde se han creado grupos a través de las redes sociales que permiten cierto grado de comunicación.

Como parece lógico suponer, lo que pueda hacerse, sea lo que fuere, debe tener una calidad académica equivalente a lo que se hacía antes de la suspensión de actividades. Así que responder a aquella pregunta requiere como paso previo verificar la disponibilidad de medios para la eventual implementación de la opción sucedánea, es decir, la telemática. Es bueno recordar que las modalidades de enseñanza presencial y a distancia tienen sus propias lógicas y estándares de desempeño, por lo que no se trata de reducir la segunda a los parámetros de la primera. Por calidad equivalente entiendo que los resultados formativos alcanzados a través de una u otra de tales modalidades deben ser comparables y no diferir significativamente.

Un rápido vistazo a los recursos tecnológicos y las condiciones de trabajo hogareño permiten concluir que no aseguran la equivalencia a que me refiero, independientemente de cuál haya sido el nivel de calidad del régimen presencial (podemos presumirlo bastante alejado del ideal pedagógico y en galopante disminución a lo largo de los últimos años por causas consabidas). La pésima conectividad a la red, los constantes cortes de electricidad, el penoso estado de los servicios básicos, la depauperación salarial, las cortapisas de la cuarentena y el impacto anímico de la crisis nacional (agudizado a ritmo creciente por la incertidumbre y las sombrías expectativas del porvenir que transmiten los anuncios deliberadamente fragmentarios del gobierno nacional), todos ellos son factores que obligan a examinar con detenimiento el propósito de desarrollar una actividad académica alterna digna de tal nombre. Subrayo, por cierto, que con excepción de la cuarentena los factores mencionados condicionaban ya la existencia concreta de los profesores universitarios antes de la eclosión de la pandemia, que actúa como un empeorador eficaz.

¿No puede, entonces, hacerse nada en absoluto? ¿Habrá que resignarse a la inactividad hasta que en algún indefinido momento del futuro la situación recobre la

normalidad (a adquiera una nueva)? ¿O será por el contrario posible cumplir una actividad académica con garantía suficiente de calidad aun en condiciones de indigencia material e inestabilidad subjetiva como las actuales? Proponérsela a todo trance representa un voluntarismo ingenuo, tal vez estimulado por cierto sentimiento de culpa que nos conduce a recriminarnos (manía de autoflagelación frecuente en el medio académico) no estar haciendo lo suficiente por los alumnos, la institución, la sociedad...

Claro está, siempre resultará conveniente mantener la comunicación con los estudiantes de los cursos a nuestro cargo y con aquellos otros con los que tengamos algún vínculo institucional o personal. Será útil, pues, cultivar un contacto que sin perder de vista las circunstancias extraordinarias en que tiene lugar sirva para restablecer en alguna medida la relación docente abruptamente quebrantada. Se tratará por fuerza de una comunicación limitada y parcial a causa de los factores citados, pero que podría permitir a una escala variable según los casos tratar asuntos relativos a las asignaturas y otros aspectos del desenvolvimiento académico.

¿Cabría, no obstante, aspirar a algo de mayor alcance? Recientemente, en una rara demostración de sentido de la realidad y de repentino discernimiento de sus incumbencias, el Consejo Universitario aprobó (sesión del 29 de abril) una importante propuesta formulada por los consejos académicos del Sistema de Educación a Distancia (SEDUCV) y del Sistema de Actualización del Profesorado (SADPRO). Se trata de un conjunto de consideraciones y de recomendaciones, derivadas de una política institucional de alcance general -debida más a los esfuerzos emprendidos en aquellos espacios técnicos que al imperceptible impulso de la alta dirección universitaria- para encuadrar y prestarle fundamento a “la compleja tarea de concretar salidas que movilicen desde el ámbito de la EaD [educación a distancia] actividades académicas...” en las condiciones presentes (cito del documento que los promotores consignaron ante el Consejo Universitario). Esta propuesta ofrece mi opinión la importante ventaja de acotar un campo razonablemente claro en contraste con las vagas exhortaciones de las autoridades, alusivas a una especie de imperativo pedagógico algo incorpóreo y por lo mismo librado a la interpretación del altruismo docentista.

Si bien el objetivo estratégico de SEDUCV y SADPRO es el desarrollo de la educación a distancia para hacer de la UCV una institución «bimodal», las recomendaciones que contextualizan ese objetivo son meridianamente claras con relación a las posibilidades efectivamente existentes en las circunstancias del momento: por una parte, evaluación de la dotación tecnológica y las capacidades humanas en cada espacio académico y conciencia de la especificidad de cada uno, de lo cual dependerá la oferta de actividades posibles, y por la otra consenso de los participantes para evitar la vulneración de derechos, sobre todo en el caso de los alumnos.

Nada de esto desde luego puede tener carácter obligatorio y no supondría más beneficio que el inmediato obtenido de su realización. Como es previsible, no todos los alumnos podrán participar en la misma proporción e incluso algunos se verán privados de la oportunidad de estas interacciones sustitutivas, así como habrá también profesores que no estarán en condiciones de proponerlas. De allí que cuanto se emprenda no podría constituir requisito para la futura actividad académica «normalizada» ni tendría efectos administrativos, a no ser que algún espacio académico particular cuente con las condiciones óptimas, lo que en la contingencia en curso representaría una excepción no generalizable.

Fuera de lo apuntado – y destaco que dadas las circunstancias no es poca cosa- otro aspecto merecedor de atención se relaciona con la amplia y sistemática oferta de actividades de «alfabetización digital» impulsada desde SADPRO-SEDUCE. La respuesta que ha encontrado en el profesorado de la UCV (e incluso en el de otras universidades) pese a los múltiples obstáculos es un indicio inequívoco del interés extendido en el cuerpo académico por adquirir conocimientos y destrezas informáticas destinadas a ensanchar el horizonte didáctico. Tan necesario como atender a los alumnos resulta este estado de necesidad de un sector nada desdeñable del profesorado. La ratio institucional tendría que repartir su obligación gestora a partes iguales entre aquello y esto para que la iniciativa profesoral individual encontrara conveniente acomodo en su sintonía con ella.

Por último, hay otra tarea en mi criterio insoslayable planteada por la situación que el país confronta en esta hora problemática. Como miembros de una comunidad intelectual que se define por su propósito cognoscitivo y su vocación deliberativa, difícilmente podríamos encontrar justificación para eludir la obligación de reflexionar sobre el estado del país y la universidad, analizar las causas que lo han producido y debatir acerca de perspectivas y eventuales soluciones a cuyo diseño y ejecución tenemos que contribuir activamente. Tales cuestiones son también susceptibles de tratarse con los estudiantes en la forma limitada ya descrita, pero comprometen sobre todo la responsabilidad profesoral y deberían por lo tanto configurar una agenda concreta que otorgara sentido y dimensiones más o menos definidas a las preocupaciones de autoridades y sectores sensibilizados de la planta académica.

Cómo mantener el metabolismo basal de la universidad en una cuarentena de duración indeterminable (desde el ejecutivo nacional no dejan de reiterarlo aviesamente) ha de formar parte del interés de las autoridades. Pero sin monopolizarlo puesto que hay otros asuntos relevantes que también deberían merecer los desvelos del equipo rectoral y los decanos. Por ejemplo, ejercitarse aunque sea un poco en la prefiguración de las modalidades de inserción de la institución en el país sobreviviente de la cuarentena o durante las fases de su mitigación gradual. Semejante ejercicio, no es una veleidad futurológica, tampoco una distracción para sobrellevar el enclaustramiento, sino algo que guarda estrecha relación con la cada vez más necesaria y siempre postergada reflexión sobre la propia universidad.

¿Que las calamidades nacionales y su repercusión sobre la universidad hacen inoportuno el autoexamen y el debate sobre la naturaleza de la institución y su sentido real en el mundo contemporáneo? ¡Todo lo contrario! La oportunidad se insinúa propicia cuando con toda evidencia aquel proceso ha resultado impracticable en los largos y soñolientos períodos de «normalidad» institucional. Sin embargo, repito, no parece haber agenda alguna que recoja estos temas. Las autoridades no están formulando proposiciones constructivas. Ni siquiera están al menos reconociendo la dificultad de hacerlo dada la complejidad de los asuntos en juego. Tampoco están estimulando su discusión en los diferentes espacios universitarios en los que el profesorado y otros sectores de la comunidad ucevista pudieran practicar sus habilidades analíticas y contribuir así a la búsqueda de salidas que como mínimo habría que contraponer a la improvisación, la ineptitud y la duplicidad gubernamental, dispuesta por lo visto a prolongar el confinamiento sanitario mediante su transmutación en cuarentena política.

En lugar de atarearse obsesiva y convencionalmente por la continuidad de las rutinas institucionales (un reflejo más de la simulación de «normalidad» de que en el pasado han dado muestras), las autoridades tendrían que asumir su papel de actores fundamentales -cualidad, ay, inherente a todo cargo directivo- y contribuir a gestar una atmósfera acogedora para la movilización de las energías intelectuales de la institución. Por su parte los sectores más activos, comprometidos y conscientes del profesorado también deberían hacerlo, como iniciativa no necesitada de más aliento que el que le infunde la propia convicción. Sería sin duda una demostración de integridad y entereza en el seno de una institución que ofrece –con respetables pero escasas salvedades- cada vez menos signos de vitalidad.

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