18/06/2016
María Arias puso sus cuadernos en su mochila, tomó una banana para compartir con su hermano y su hermana y se encaminó hacia su escuela secundaria a través de calles estrechas y tan violentas que los taxis no se aventuran por este barrio, no importa lo que les paguen. Esperaba que al menos uno de sus profesores fuese a clase.
Pero la clase de Arte de las 7 de la mañana fue suspendida luego de que el profesor se reportase enfermo. La de Historia había sido cancelada. No hubo clase de Gimnasia porque el profesor fue asesinado a tiros pocos días antes. Por la tarde, el profesor de Español recogió las tareas que había asignado y envió a los chicos a sus casas para acatar un toque de queda impuesto por las pandillas.
“Te sientes atrapada”, dijo la niña de 14 años, con los labios pintados de rosado, sentada a la sombra de un mango en la entrada de la escuela. “Tú esperas, y esperas y esperas para horas. Pero hay que venir para salir de aquí”.
La creciente crisis económica y los altos índices de delincuencia que sufre Venezuela están haciendo añicos el otrora respetado sistema educativo del país, privando a estudiantes como María de su única posibilidad de aspirar a una vida mejor. Oficialmente, Venezuela ha cancelado 16 días escolares desde diciembre, incluidas las clases de los viernes, por la crisis energética.
En realidad, sin embargo, los niños venezolanos se pierden un 40% de las clases, según calcula un grupo de padres, y aproximadamente una tercera parte de los maestros no van a trabajar un día a la semana para hacer fila en los supermercados en busca de comida.
En la escuela de María tantos alumnos se han desmayado de hambre que los directores les dicen a los padres que los dejen en sus casas si no han comido. Y si bien las escuelas cierran con llave sus puertas todas las mañanas, ladrones armados, a menudo adolescentes, se las ingenian para ingresar y robar a los alumnos en los recreos.
“Este país ha abandonado a sus niños. Las consecuencias van a ser gravísimas. No se verá inmediatamente, sino a futuro, y esto no es recuperable”, afirmó la portavoz del Movimiento de Padres Organizados Adelba Taffin.
Venezuela es un país joven. Más de una tercera parte de la población es menor de 15 años y hasta hace poco las escuelas eran de las mejores de América del Sur. El finado presidente Hugo Chávez hizo de la educación una de las piedras fundamentales de su revolución socialista y usó la riqueza derivada a un boom petrolero para capacitar maestros y distribuir computadoras portátiles gratis. Incluso renovó la escuela de María, que da clases a 1.700 estudiantes, e instaló una nueva cafetería.
En pocos años, todo ese progreso quedó en la nada. Una caída de los precios del petróleo combinada con años de mal manejo de la economía ha causado estragos. La tasa de deserción escolar se duplicó, más de una cuarta parte de los adolescentes no está matriculada y no hay suficientes maestros, pues muchos se han ido del país.
La escuela de María se encuentra entre un barrio marginal y lo que supo ser un barrio de clase media de Caracas. Afuera de la capital, dondelas escuelas cierran a veces por semanas, hay todavía menos alimentos, agua y electricidad
Conversadora y tan estudiosa que sus compañeras le dicen “Wikipedia”, María empezó el año soñando recibirse de contadora y vivir en París. Sus padres ahorraron para comprarle 12 cuadernos nuevos, uno para cada materia. Nueve meses después, muchas páginas siguen en blanco.
María tiene dos horas libres pues se canceló la clase de inglés. Su hermana no recibe clases de matemáticas.
Su profesora de contabilidad se ausentó hace poco una semana y media. Al regresar una tarde, Betty Cubillán se limitó a corregir tareas. María usó el teléfono de una compañera como calculadora para tratar de averiguar por qué sus respuestas tenían tantos ceros, mientras sus compañeras posaban sus cabezas en sus escritorios.
Cubillán dice que va a clases lo más que puede al tiempo que trata de salir adelante con el equivalente a 30 dólares al mes.
“Si no hago la cola, no tengo para comer”, preguntó la profesora.
Hasta un 40% de los profesores se ausentan periódicamente para hacer colas para comprar alimentos, de acuerdo con la Federación de Maestros de Venezuela. La directora de la escuela solicitó a los supermercados de la zona que les permitan a los profesores no hacer la cola. Y ha castigado a profesores por dar buenas notas a cambio de cosas como leche y harina.
En un país que figura entre los más violentos y caóticos del mundo, apelar al orgullo de los profesores no sirve de mucho.
María dice que camino a la escuela ha visto robos, saqueos y linchamientos. Un día contuvo la respiración en un autobús cuando un hombre le puso un revólver en el cuello a una mujer a su lado y le robó el anillo de bodas. Otra vez, salió corriendo hacia la escuela cuando un grupo de vigilantes hostigaba a un supuesto ladrón que yacía ensangrentado en el suelo.
El portón de metal de la única entrada de la escuela hace que parezca que está en una prisión. Pero los estudiantes parecen satisfechos de la medida de protección. Una tarde reciente decenas de chicos esperaron pacientemente que un empleado de la escuela encontrase la llave de la puerta.
Los ladrones, no obstante, consiguen entrar de algún modo y los estudiantes se delatan entre ellos mismos, señalando hacia quienes tienen cosas valiosas para que los dejen a ellos tranquilos. María fue asaltada una vez por un chico tan joven que pensó que era un compañero de clase de su hermana de 15 años. Le puso un revólver en las costillas a su hermana y le pidió que le diese su teléfono.
Los propios compañeros pueden representar un peligro. Un día un muchacho roció un aula con gasolina, con la intención de incendiar el edificio. El olor era tan fuerte que María se mareó.
“Tengo el corazón en la boca”, afirmó. “Esto tenía que ser seguro porque es una escuela, y no lo es”.
La escuela de María se parece más a una terminal de autobuses que un centro educativo: Mugrienta, huele a orina y está llena de gente esperando por algo que tal vez no llegue.
Las aulas con charcos son usadas como baños de emergencia porque no hay agua en los baños. Los alumnos juegan a los dados en el patio e intercambian insultos y fajos de billetes. El patio funcionaba como gimnasio hasta que el profesor murió al quedar en un fuego cruzado mientras trabajaba como barbero para redondear ingresos. Varios maestros han sido asesinados en la capital este año.
A los padres de María les preocupan los muchachos, pues Venezuela tiene la tasa de adolescentes embarazadas más alta de América del Sur. El sitio preferido para los encuentros es detrás de una pila de 30.000 libros que no han sido usados en el auditorio. El gobierno entregó los libros al principio del año, pero los profesores decidieron que contenían demasiada propaganda socialista y los descartaron.
Los materiales que realmente quieren no están disponibles. En la clase de química los estudiantes no pueden hacer experimentos porque no tienen los elementos necesarios. La nueva cafetería jamás llegó a funcionar porque no había comida y gas para cocinar, de modo que María y sus amigas beben agua que trajeron de la casa en lugar de comer el almuerzo.
“Cuando iba a la escuela, nos daban delantales y experimentábamos con ratas”, comentó la coordinadora Rosa Ramírez. “Y nos daban dos comidas diarias”.
A medida que aumenta la escasez de alimentos, las escuelas denuncian decenas de robos en las cafeterías. Este mes, ladrones mataron a golpes a un guardia de una escuela para llevarse la comida de la cafetería.
De este modo, los chicos no tienen qué comer en sus casas ni en la escuela. Una cuarta parte de los niños venezolanos no fueron a clases este año porque no tenían qué comer, según la Fundación Bengoa, que estudia este fenómeno.
“Tengo un estudiante que se perdió todo el año”, relata la profesora de ciencias Berli Jaspe. “Lo vamos a aprobar de todos modos. Este chico no tiene la culpa de que el país se desmorone”.
Otros estudiantes se quedan en casa porque no tienen agua corriente para lavar sus uniformes. La madre de María hizo un esfuerzo económico enorme el mes pasado para llevar la ropa de sus hijos a una lavandería.
María trata de ayudar en lo que pueda. Rara vez va a la escuela los jueves, el día en que ella puede hacer compras, según disposición del gobierno. Una mañana reciente su madre le pidió que se ausentase de la clase porque había un mercado en el otro extremo de la ciudad que vendía harina.
Para cuando llegó María, ya no quedaba harina. Se apresuró a volver a la escuela para unos exámenes de matemáticas que tenía por la tarde, pero cuando llegó, comprobó que el profesor no había ido. Era su día de compras también.
Esa noche, María dijo que un boleto de metro es lo más barato que se puede comprar en Caracas. Puedes comprar uno y tirarte debajo del tren, que se acaban todos tus problemas.
Los padres dicen que les cuesta orientar a sus hijos adolescentes en torno a situaciones que para ellos mismos son difíciles de aceptar.
Una compañera de clase de María, Roberly Bernal, quiso dejar de estudiar porque un grupo de alumnos amenazó con apuñalarla. Su padre decidió acompañarla a la escuela todas las mañanas para protegerla. Hasta que en abril fue asesinado por una turba que lo acusó de robarse cinco dólares.
Ahora Roberly se siente perdida. Su madre querría que viese a un terapeuta, pero los dos consejeros de la escuela se jubilaron el año pasado.
Aracelis, la madre de María, sabe que las calificaciones de sus hijos bajaron este año, pero no sabe bien cuánto. La escuela no tiene los implementos necesarios para emitir los tradicionales boletines de notas.
“Dejé de estudiar en el primer año”, dice la mujer. “María va casi todos los días, pero no sé si le va mucho mejor. Venezuela debe haber hecho algo muy malo para recibir este castigo”.
Al cierre de la jornada escolar, María se quedó con algunas amigas. Un compañero le mostró un gorrioncito que había encontrado en un árbol del patio. “Deberíamos comérnoslo”, dijo el muchacho.
Las niñas se acercaron y examinaron el pajarito. María se alegró mucho cuando abrió las alas. Fue la primera vez que río en todo el día.
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