Elvira Lindo
18/11/2017
Pocas veces saco el nosotros a relucir. Por un lado, porque respeto tanto la experiencia ajena que no quiero apropiarme de ella, prefiero la antigua conexión con el prójimo de la solidaridad; por otro, tengo la impresión de que cada vez que se utiliza, nosotras o nosotros, es para dejarse a conciencia a alguien fuera. La primera persona del plural se ha convertido más que nunca en un pronombre excluyente, o al menos así lo percibo cuando la gente retroalimenta sus convicciones cada día, polémica tras polémica, moviéndose dentro de un grupo homogéneo, escribiendo para un público seguro, sin arriesgar, no saliéndose jamás de la ortodoxia del colectivo dentro del cual se siente segura. Me irrita incluso cuando se le da al nosotros un uso familiar, casi tribal, hablando de las peculiaridades y similitudes genéticas que nos distinguen de los otros. Prefiero pensar en singular, a pesar de que estos tiempos sean confusos y me vea a menudo incapaz de ordenar mis pensamientos.
De la voluntad de pensar en singular o entregarse a la primera persona del plural trata precisamente un artículo que leí esta semana, The New Campus Censors (Los nuevos censores del Campus), escrito por David Bromwich, profesor de la Universidad de Yale, en la revista The Chronicle of Higher Education. Reflexiona Bromwich sobre la poca capacidad de los universitarios para aceptar el libre discurso y de cómo los rectorados han contemporizado con esa intolerancia esgrimida en ocasiones por alumnos de apenas 18 años. Se supone que la esencia de la educación universitaria es enfrentarse con pensamientos incómodos, que nos repelen incluso, pero ante los que tenemos que ejercitar nuestra capacidad dialéctica. La cuestión es que las autoridades universitarias han aceptado que el estudiante es el cliente y que el cliente siempre tiene razón; si no la tiene, hay que buscar la manera, por muy retorcida que ésta sea, de concedérsela. El campus deja de ser un lugar de debate para convertirse en algo parecido a un hogar donde todo ha de procurarnos bienestar, hasta las opiniones ajenas, y si se diera el caso de que no nos gustan, en nombre de las grandes causas callamos la boca a un ponente o instamos a la dirección de una revista para que retire un artículo al no soportar que alguien escriba algo que va en contra de nuestros principios.
Leía el artículo e iba reconociendo tendencias colectivas en nuestro país de ese laboratorio de experiencias que es USA. No es extraño, cada vez estamos todos más cerca. Lo que cuenta el profesor Bromwich no solo afecta al portentoso mundo de los campus americanos; la intolerancia a confrontar las opiniones ha llegado hasta nosotros para quedarse, y mucho tiempo, me temo. Yo me eduqué en la creencia, directamente heredada de quienes habían sufrido la tijera franquista, de que la libertad de expresión era el primer mandamiento del acuerdo democrático. Probablemente, lo más reseñable de esa idealizada y denostada década de los ochenta fuera la capacidad de convivencia de tan diferentes tribus. Sé de lo que hablo porque pasé por ella trabajando en medios de comunicación públicos y creo que muchos de los que allí coincidimos tenemos ahora esa sensación: a pesar de la falta de sensibilidad que mostrábamos para ciertos asuntos (algo hemos aprendido), qué felicidad retrospectiva la de recordar que no había que medir tanto las palabras como ahora, que nuestra piel y la de quienes nos escuchaban era menos fina.
Atribuyen esta hipersensibilidad a la opinión ajena a una juventud no educada para enfrentar opiniones contrarias. No me convence la teoría. Mi sensación es que la sociedad ha experimentado, en general, un proceso de infantilización. Usted y yo también. Procuramos que nuestra visión del mundo se adapte a nuestro esquema moral, que a resultas de tan estrecho campo de miras se va haciendo cada vez más mezquino. Yo misma reacciono a menudo con soberbia ante algo que no me agrada y de momento me urge el deseo de gritarlo a los cuatro vientos, aunque hago un esfuerzo de contención y trato de rumiar un tiempo aquello que no me gusta. Por ver qué pasa. Como si comiera un alimento hacia el que presumo cierta intolerancia. Y es que la realidad y la reacción que ésta provoca suceden demasiado rápido para mí, confieso que mi mente no puede asimilarlas. Percibo que vamos en masa, arrastrados por la turbamulta, hacia el último suceso o la última noticia, sintiéndonos impelidos a opinar rápido y de manera significativa. A ver quién grita más alto, a ver quién se suma de la manera más grosera posible y menos matizada para no quedar atrás en los anhelos de nuestro colectivo. De esta manera, imbuidos en la primera persona del plural, protegidos por el grupo, acabamos silenciando las voces individuales, el discurso del que discrepa, que es, al fin, quien nos obliga a pensar y a no vivir, como dijo Henry Roth, a merced de una corriente salvaje. Por noble que sea nuestra causa, ¿somos más justos acallando la opinión del adversario?, ¿nos hace más felices?
De la voluntad de pensar en singular o entregarse a la primera persona del plural trata precisamente un artículo que leí esta semana, The New Campus Censors (Los nuevos censores del Campus), escrito por David Bromwich, profesor de la Universidad de Yale, en la revista The Chronicle of Higher Education. Reflexiona Bromwich sobre la poca capacidad de los universitarios para aceptar el libre discurso y de cómo los rectorados han contemporizado con esa intolerancia esgrimida en ocasiones por alumnos de apenas 18 años. Se supone que la esencia de la educación universitaria es enfrentarse con pensamientos incómodos, que nos repelen incluso, pero ante los que tenemos que ejercitar nuestra capacidad dialéctica. La cuestión es que las autoridades universitarias han aceptado que el estudiante es el cliente y que el cliente siempre tiene razón; si no la tiene, hay que buscar la manera, por muy retorcida que ésta sea, de concedérsela. El campus deja de ser un lugar de debate para convertirse en algo parecido a un hogar donde todo ha de procurarnos bienestar, hasta las opiniones ajenas, y si se diera el caso de que no nos gustan, en nombre de las grandes causas callamos la boca a un ponente o instamos a la dirección de una revista para que retire un artículo al no soportar que alguien escriba algo que va en contra de nuestros principios.
Leía el artículo e iba reconociendo tendencias colectivas en nuestro país de ese laboratorio de experiencias que es USA. No es extraño, cada vez estamos todos más cerca. Lo que cuenta el profesor Bromwich no solo afecta al portentoso mundo de los campus americanos; la intolerancia a confrontar las opiniones ha llegado hasta nosotros para quedarse, y mucho tiempo, me temo. Yo me eduqué en la creencia, directamente heredada de quienes habían sufrido la tijera franquista, de que la libertad de expresión era el primer mandamiento del acuerdo democrático. Probablemente, lo más reseñable de esa idealizada y denostada década de los ochenta fuera la capacidad de convivencia de tan diferentes tribus. Sé de lo que hablo porque pasé por ella trabajando en medios de comunicación públicos y creo que muchos de los que allí coincidimos tenemos ahora esa sensación: a pesar de la falta de sensibilidad que mostrábamos para ciertos asuntos (algo hemos aprendido), qué felicidad retrospectiva la de recordar que no había que medir tanto las palabras como ahora, que nuestra piel y la de quienes nos escuchaban era menos fina.
Atribuyen esta hipersensibilidad a la opinión ajena a una juventud no educada para enfrentar opiniones contrarias. No me convence la teoría. Mi sensación es que la sociedad ha experimentado, en general, un proceso de infantilización. Usted y yo también. Procuramos que nuestra visión del mundo se adapte a nuestro esquema moral, que a resultas de tan estrecho campo de miras se va haciendo cada vez más mezquino. Yo misma reacciono a menudo con soberbia ante algo que no me agrada y de momento me urge el deseo de gritarlo a los cuatro vientos, aunque hago un esfuerzo de contención y trato de rumiar un tiempo aquello que no me gusta. Por ver qué pasa. Como si comiera un alimento hacia el que presumo cierta intolerancia. Y es que la realidad y la reacción que ésta provoca suceden demasiado rápido para mí, confieso que mi mente no puede asimilarlas. Percibo que vamos en masa, arrastrados por la turbamulta, hacia el último suceso o la última noticia, sintiéndonos impelidos a opinar rápido y de manera significativa. A ver quién grita más alto, a ver quién se suma de la manera más grosera posible y menos matizada para no quedar atrás en los anhelos de nuestro colectivo. De esta manera, imbuidos en la primera persona del plural, protegidos por el grupo, acabamos silenciando las voces individuales, el discurso del que discrepa, que es, al fin, quien nos obliga a pensar y a no vivir, como dijo Henry Roth, a merced de una corriente salvaje. Por noble que sea nuestra causa, ¿somos más justos acallando la opinión del adversario?, ¿nos hace más felices?
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