Otto Granados
08/02/2019
Desde hace años, con la irrupción la cuarta revolución industrial, es decir, el papel de las nuevas tecnologías digitales, la inteligencia artificial, la robótica o el big data en los procesos económicos, industriales y sociales, muchos se preguntan si ha llegado el fin de las universidades o, por lo menos, del modelo de provisión de educación superior con que han operado por siglos. Quizá, diría Mark Twain, esos rumores son meras exageraciones, pero no así las disfunciones que dicho modelo exhibe en distintas partes del mundo.
Recientemente, por ejemplo, la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), presentó un robusto informe: un llamado a la acción común, que puede resumirse de la siguiente forma. En promedio, la tasa bruta de matrícula entre la población en edad universitaria (18-22/23 años) en América Latina y el Caribe creció del 17% en 1991 al 42% en 2017 (Banco Mundial, 2017), solo dos puntos porcentuales abajo del promedio OCDE; de continuar estas tendencias, según la evidencia de Martin Trow, todavía habría espacio para llegar al 50%, a partir del cual se considera la práctica universalización de este nivel educativo. Buenas noticias.
Sin embargo, esa notable expansión solo podrá aprovecharse a cabalidad si la educación proporcionada es capaz de adaptarse a las exigencias de una sociedad y una economía mucho más sofisticadas y complejas, en las que la calidad, la reputación institucional, la flexibilidad y la excelencia de los programas académicos, entre otras cosas, sean de tal pertinencia que, como dice la OEI, permita a los egresados integrarse en un mercado de trabajo que “requiere una alta cualificación y la adquisición de competencias transversales como el dominio de nuevas tecnologías, la capacidad de innovación y la capacidad de adaptación a esas innovaciones”. Ese es el desafío crucial que las universidades deberán afrontar, pensando fuera de la caja y tomando decisiones audaces, si quieren ser competitivas en el siglo XXI.
Véanse por ejemplo algunas de las disfunciones del sistema de educación superior de México, el más grande y complejo de Iberoamérica, pero relativamente similares en toda la región. En lo que va del siglo, México pasó de dos millones de estudiantes en 2001 a 4,5 millones en 2018. Esto quiere decir que la cobertura de educación superior creció del 32% al 38,4% y, con cifras preliminares, podría llegar al 39,4% en 2019. A pesar de ello, existe una profunda desconexión entre la composición de la oferta de educación superior y la naturaleza de lo que demanda, en un sentido integral, el desarrollo de este país, derivada en parte de que la modernización de la economía mexicana transformó su estructura manufacturera, urbana y de servicios, hasta convertirla en la más diversificada de América Latina. Más aún, algunos indicadores sobre empleabilidad de egresados, retornos financieros de la educación y capacidades base, muestran brechas que sugieren que la sola obtención de un título universitario ya no garantiza automáticamente movilidad económica y social relevante. Las razones son varias.
En primer lugar, el aumento en la esperanza de vida, cercana ya a los 77 años promedio en el país. Esto supone que la edad de retiro de las personas que trabajan se extenderá unos años más, lo que, junto con otros factores, como la automatización de ciertos procesos productivos o la crisis de las pensiones, reduciría la creación de nuevos empleos. En segundo, el crecimiento sostenido de las clases medias. El INEGI, la autoridad de estadística mexicana, calcula que en lo que va del siglo la población de clase media creció 33,8 por ciento, esto es, el número de familias que se sumaron a este segmento pasó de 11,8 a 15,8 millones, lo que aumentó la demanda de educación y, naturalmente, la presión del egreso por los empleos. Una tercera tendencia es que la generación, transmisión y adquisición de conocimiento dejaron de ser lentas, escasas y estables: hasta 1900 el conocimiento humano se duplicaba aproximadamente cada siglo; hoy sucede al menos cada 13 meses, lo que introducirá enorme presión en el diseño y la estructura curricular de carreras y especialidades universitarias, pues el conocimiento se volverá rápidamente obsoleto. Y finalmente hay una transición del empleo que hace que, según la OCDE, ocho de cada 10 nuevos puestos se estén creando en campos con un componente importante de innovación y de mediano y alto valor agregado, los cuales no necesariamente están siendo proveídos por las universidades tradicionales.
La evidencia es más preocupante cuando se observan la tasa de desocupación de los egresados, la ineficiencia en el financiamiento destinado a la educación superior o las tasas de retorno. Por ejemplo, conforme a la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del INEGI del tercer trimestre de 2018, la tasa de desocupación desagregada por nivel de instrucción, muestra que el 29% de los desempleados cuenta con estudios superiores, mientras que en el mismo trimestre de 2000 era 17%. La explicación a este fenómeno no es sencilla. Por un lado, es posible que el incremento acelerado en la oferta de egresados de disciplinas no demandadas por el mercado laboral o la baja calidad de sus competencias base estén dificultando su inserción eficiente a los empleos relacionados con su carrera y, si lo hacen, el salario de entrada es poco competitivo, en torno a 270 dólares mensuales según una encuesta reciente.
Pero por otro, como han propuesto Levy y López Calva, “los retornos a la educación han caído debido a que la demanda de trabajadores más educados se ha rezagado”, sobre todo entre empresas y sectores económicos de bajo valor agregado o baja productividad. Si bien la prima salarial es aún alta en Latinoamérica si se tiene educación superior, se ha ido estrechando. Siguiendo la ecuación de Mincer, la diferencia salarial entre los poseedores de educación superior versus lo que solo tienen primaria completa ha decrecido de entre 97% y 115% en 1996-2000 a alrededor del 70% en 2016 (Levy, 2018). Cualquiera que sea la mejor hipótesis, y es probable que ambas lo sean dependiendo de los mercados laborales y económicos de que se traten, el resultado es que la desconexión entre oferta y demanda está afectando el futuro laboral de los egresados. Por tanto, de continuar la precarización del empleo será mayor el costo que el beneficio de haber estudiado una carrera, al menos desde el punto de vista salarial, y la productividad del país seguirá siendo baja. Y en segundo lugar, el problema del financiamiento. México tiene un nivel relevante de gasto en educación, pero lo ejerce de manera ineficiente. Cuando se contrasta el crecimiento, el ingreso de las personas, la productividad laboral, y, en general, la competitividad del país, hay poca evidencia de que la mayor aplicación de recursos a la educación superior haya tenido un efecto significativamente alto.
Por último, a pesar del aumento de la oferta y los campos de formación, México (y de hecho América Latina) no sobresalen en actividades de investigación aplicada y de calidad, innovación y desarrollo. Este hecho quizá explique el insuficiente posicionamiento de sus instituciones educativas en las clasificaciones internacionales que evalúan capacidades de investigación. En un ranking global reciente (Times Higher Education), que incluye 1250 instituciones, las universidades latinoamericanas mejor situadas, con excepción de seis, lo están en la posición 601 en adelante; en cambio, las 10 mejores asiáticas se ubican entre las posiciones 22 y 95 a escala global.
En ese horizonte, el desarrollo de talento de muy alto nivel seguirá siendo el factor crítico para toda Iberoamérica, y llevará a una disrupción en el modelo de la educación superior y a reinventar universidades y centros de investigación para alcanzar la educación pertinente y de extraordinaria calidad que se necesita.
Otto Granados es presidente del Consejo Asesor de la OEI. Previamente fue secretario de Educación Pública de México.
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