José Rafael Herrera
21/07/2016
La barbarie, ese fatídico e impetuoso instinto que plagia y tiñe de muerte al Espíritu, termina imperando cuando se le atribuyen connotaciones de “verdad” a las pasiones tristes, vale decir, a aquellos afectos o afecciones que –Spinoza dixit– tienen su origen en el temor y la esperanza: el uno y la otra, inducidos por la fe ciega y el poder omnímodo. Se trata de la (falsa) humildad, la soberbia, el odio, la envidia, la venganza, la ambición. Se trata, pues, de la impotencia para llegar a ser, para dar cumplimiento al deseo reprimido. Se trata, en suma, de la pérdida de la capacidad de amar. Quizá resulte difícil dar una mejor definición de lo que ha llegado a ser, a lo largo de estos dieciocho años de pleno Estado de Naturaleza, el así llamado “chavismo”, al cual, sin duda, Spinoza –siguiendo a Cicerón– no dudaría en calificar como “la tumoración del dictador”. Por cierto que, en esa suerte de escalinata hacia el abismo que van formando las pasiones tristes, se puede reconocer, no sin asombro, la biografía completa, peldaño a peldaño, del responsable directo del presente lodazal.
Citando de memoria los Discorsi de Maquiavelo, Spinoza caracteriza la viscosa situación de pathos causada por la barbarie y el despotismo del siguiente modo: “al Estado, como al cuerpo humano, se le agrega diariamente algo -una nueva enfermedad- que necesita curación; de ahí que sea necesario que alguna vez ocurra algo que haga volver al Estado a sus orígenes. Pero si esto no se produce a su debido tiempo, los vicios se acrecentarán hasta el punto de que no podrán ser erradicados sino con la erradicación del Estado mismo”. El problema de la ideología no es, como se cree, su propia existencia. Ella no es, en sí misma, ni un error ni una perversión. No hay saberes puros e impuros. La ideología como tal es parte inherente de una particular formación cultural e histórica. Ella, hija legítima de su tiempo, es expresión del ser social. Es más, deja de serlo “tan pronto como nos formamos de ella una idea clara y distinta”. Hay, pues, en ella, siempre, 'algo' de verdad. Para muestra basta un Navarro o un Alcalá.
Dice Gramsci que, para la cabal comprensión de los problemas históricos, no conviene concebir la discusión ideológica como si se tratara de un proceso tribunalicio en el que el hay un inquisidor que debe intentar mostrar, valiéndose de argucias y manipulaciones, que su acusado es culpable y que debe ser encarcelado, eliminado o sacado de circulación. Muy por el contrario -insiste el pensador italiano-, cuando se trata de conformar un conocimiento objetivo del problema, situado muy por encima del desbordamiento de las pasiones, sólo vale la búsqueda de la verdad. Y, muchas veces, resulta necesario 'ponerse en los zapatos' del acusado –o, si se quiere, del adversario político–, a fin de incorporar, en el propio diagnóstico, elementos de su punto de vista, por más limitado que sea, pues dichos elementos bien podrían contribuir con la correcta comprensión de la verdad que se pretende alcanzar. En síntesis, el argumento gramsciano sugiere la necesidad de comprender y valorar en sus justas dimensiones realistas las “razones” o “verdades a medias” del adversario, porque sólo de ese modo es posible liberarse de “la prisión de las ideologías”, entendidas como un ciego fanatismo, y elevarse a la fecunda condición del saber.
La ideología, ese universo abstracto de inclinaciones enceguecedoras y pasiones desbordadas, esa percepción o conjunto de representaciones “por oídas o por experiencia”, se hace efectivamente mórbida cuando se le presenta vestida con los ropajes de la “verdad absoluta”, como un dogma universal, sin espacio ni tiempo. Y es justo ahí cuando se inicia su tiranía, generadora de temores y de (vanas) esperanzas. Ahí comienza su alejamiento –su extrañamiento– de la realidad y, por ello, del proceso constitutivo de la verdad. Pero la maniquea distinción entre “ciencia” e “ideología”, entre “verdadero” y “falso” es, en el peor de los sentidos, ideológica, es decir, una descontextualización, una abstracción, de la verdad, pues, como bien advierte Spinoza, “la verdad es norma de sí misma y de lo falso”. Y es por esa razón que Hegel, lector de Spinoza, sostiene que las pasiones contienen, por un lado, la determinación de los sentimientos, pero, por el otro, la naturaleza racional del espíritu. Son, ciertamente, afecciones, accidentes, pero son la materia prima de una -necesaria- superior elaboración. De ahí que Hegel concluya: “Nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión. Es una moralidad muerta, muchas veces hipócrita, aquella que censura la forma de la pasión como tal”.
Tal vez, las anteriores consideraciones contribuyan a comprender el difícil momento actual que le ha tocado padecer a la Venezuela del presente. Atrapados en el universo cerrado del discurso de ideologías que se “venden” como verdades “científicas” -en realidad, mesiánicas y de corte perentorio-, de un lado, un “socialismo” analfabeta y corrupto en y para sí mismo; del otro, el discurso propio de la techné, la ratio instrumental y el pragmatismo, que pretende prescindir de las ideas sin detenerse a pensar cuán hondo pudiesen haber calado los prejuicios de el otro en él mismo. Hay, bajo la superficie, un peligroso anti-chavismo-chavista, tan mórbido, tan pleno de bajas pasiones, como su otro yo. Por su parte, el régimen insiste en imponer su desgastada colcha de retazos, carente de toda vigencia histórica, para terminar secuestrado por el peor de los militarismos cuarteleros; y no muy lejos, desde “la montaña mágica”, se divisa la malandritud que tan afanosamente se dedicó a promover. En una expresión, el régimen trata de apartarse de Escila, para caer en los brazos de Caribdis. En el medio están las interminables colas por hacerse de un pan, de un paquete de harina precocida o de “lo que haya”. En medio está la mayor de las inflaciones de la historia, que ha convertido en una casa de muñecas a “La jaula de King-Kong”. En medio están la inseguridad, la crisis hospitalaria, la progresiva conversión de las universidades en roídas y enmohecidas morgues y cementerios; el deterioro de todos los “servicios públicos”. En medio está el discurso encendido y su traducción a la realidad inmediata: las perversiones de la corrupción metastásica, de cuerpo y alma. La cuenta es larga: la labor de superar el desastre pasa por conservar el recuerdo de lo que todo esto ha significado para un país que merece llevar adelante sus mejores sueños: una vida en paz y libertad, digna y próspera.
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