Rocío Montes
16/07/2016
La gratuidad universal de la educación superior fue uno de los debates esenciales de la campaña presidencial de 2013 y una de las promesas del programa de Gobierno con que Michelle Bachelet llegó al Palacio de La Moneda en marzo de 2014. De acuerdo con su hoja de ruta, el 70% más vulnerable de los alumnos podría estudiar sin pagar en 2018, al finalizar su Administración, y la gratuidad universal se conseguiría en 2020. Las altas expectativas, sin embargo, chocaron con la realidad. El Ejecutivo presentó el proyecto de educación superior al Congreso y la gratuidad sigue siendo uno de los aspectos controvertidos de la propuesta, que dependerá del crecimiento económico. El propio país, en el futuro, deberá definir si contará con los recursos para financiar la propuesta, que costaría 3.500 millones de dólares (un 1,5% del PIB).
El ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, explicó al iniciarse el trámite legislativo en el Congreso: “Si Chile tuviera esa plata —supongamos que tenemos la suerte de que el precio del cobre vuelve a tres dólares—, la pregunta siguiente que tendría que hacerse la sociedad, y que el proyecto de ley pone sobre la mesa, es: ‘¿Queremos usar toda esa plata en educación superior o hay otras necesidades que compiten con esta, como la salud o las pensiones?”.
El ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, explicó al iniciarse el trámite legislativo en el Congreso: “Si Chile tuviera esa plata —supongamos que tenemos la suerte de que el precio del cobre vuelve a tres dólares—, la pregunta siguiente que tendría que hacerse la sociedad, y que el proyecto de ley pone sobre la mesa, es: ‘¿Queremos usar toda esa plata en educación superior o hay otras necesidades que compiten con esta, como la salud o las pensiones?”.
Para los estudiantes, que no han dejado de movilizarse en diversas ciudades de Chile, el problema es evidente: “La gratuidad universal va a llegar cuando crezcamos como China o Japón”, ironizó uno de los portavoces de la Confederación de Estudiantes de Chile, Carlos Vergara. Para el diputado de Revolución Democrática Giorgio Jackson, exdirigente del movimiento estudiantil de 2011, “esta norma incumple el programa de Gobierno que la Nueva Mayoría [el oficialismo] prometió”.
El proyecto del Ejecutivo chileno —que entre otros asuntos propone la creación de una subsecretaría, una superintendencia y un consejo para la calidad del sector— ha generado un debate intenso. Pretende reformar un sistema de educación superior vigente desde comienzos de los ochenta, en la dictadura de Augusto Pinochet. El régimen despojó al Estado de su responsabilidad histórica en la entrega de un derecho social como la educación, asfixió a las universidades públicas y a instituciones emblemáticas en la formación de la nación —como la Universidad de Chile—, y permitió la instalación de un sistema de enseñanza privada desregulado. Con la llegada de la democracia en 1990 y el progresivo aumento del precio de la matrícula, el mecanismo no se reformuló.
“¿Por qué no se hizo nada en este tema? Claramente hay intereses para que aquí no pase nada”, indicó hace unos días el rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi, a Tele13 Radio. Sobre el proyecto del Gobierno, el rector señaló que “presiones debe haber habido muchas”. “Hay intereses de todo tipo: económicos, políticos, ideológicos y religiosos”.
De las más caras
Las universidades chilenas tienen uno de los aranceles más altos del mundo si se compara con el poder adquisitivo de la población. El principal canal de financiación es de origen privado, los niveles de endeudamiento son muy altos, la calidad de la educación no está garantizada y el sacrificio no se expresa en el mercado laboral. Las protestas estudiantiles que arrancaron en 2006 y que explotaron en 2011 fueron la expresión de la rabia y desazón contra un sistema que reproduce la desigualdad en uno de los países con mayor inequidad del planeta.
Para el Gobierno, la propuesta, de realizarse, sería la mayor reforma que se haya hecho en Chile en educación. Pero el Ejecutivo ha cristalizado lo que parecía ser una profecía de quienes pensaban que un país como Chile no puede permitirse la gratuidad para todos: el dinero no alcanza. La reforma tributaria que se realizó al comienzo de este segundo período de Bachelet, justamente para financiar los cambios en la educación, no fue suficiente. Ante las dificultades, la presidenta quiso regular la gratuidad: “Queremos que quede establecida por ley, que no haya vuelta atrás”.
Actualmente la educación es gratuita para el 50% más vulnerable de los jóvenes, lo que llegará al 60% en 2018. Para alcanzar al 100%, Chile debería esperar entre 30 y 50 años, según los cálculos de los economistas, a no ser que se realizara una nueva reforma tributaria. La actual Administración la descarta en este período.
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