lunes, 2 de julio de 2018

La hora crítica de la universidad

Reinaldo Rojas
02/07/2018

En sus orígenes, la universidad nació como un espacio de aprendizaje entre un maestro y sus alumnos. Solo el conocimiento era lo importante y para cultivarlo y protegerlo de las presiones de los poderes establecidos de reyes, pontífices o potentados la universidad poco a poco se fue transformando en un espacio para la enseñanza, donde la relación pedagógica se hizo asimétrica porque la motivación a aprender los oficios del pensamiento y a descubrir lo desconocido dio paso a un nuevo poder de enseñar. La universidad se fue “escolarizando” y como institución reconocida por el Estado moderno se transformó en una fábrica de títulos profesionales levantada sobre un modelo pedagógico que para el sociólogo inglés Basil Bernstein estaría constituido por tres sistemas de mensajes: el currículum, la pedagogía y la evaluación.

Mientras la universidad mantuvo el monopolio de la generación de conocimientos y logró mantener bajo su dominio los espacios de aprendizaje, su poder intelectual fue indiscutible. Pero cuando las tres revoluciones que han atravesado el siglo XX, la revolución cuántica, la revolución biológica y la revolución informática, sobrepasaron los muros de la universidad para asentarse en diversos espacios de la sociedad, aquel monopolio se vino abajo. Este es el gran desafío que enfrenta la universidad de nuestro tiempo. Pero este es un desafío universal.

En este contexto global, la universidad venezolana enfrenta este desafío conceptual y organizativo en las peores condiciones de vida académica y desarrollo institucional. El sistema universitario organizado bajo la normativa de la vigente Ley de Universidades de 1970 ha entrado en colapso. A la política de aislamiento de la Universidad autónoma, con la creación del sistema universitario Alma Máter en 2009, han seguido los efectos de la actual crisis social que está vaciando las aulas de todas las universidades.

 ¿Qué está pasando?

Fundada en la década de los años 60 del siglo XX bajo los principios de la educación de masas y una abultada renta petrolera, nuestra universidad se transformó de una institución de minorías –que no es lo mismo que de elites– en una institución de masas, con una importante base material en becas, transporte y comedores estudiantiles que hizo de nuestra universidad un espacio de prestigio y un escalafón de ascenso social. En esa universidad, con sus excepciones, los temas de la enseñanza, de los aprendizajes, de las nuevas profesiones, de la investigación, la innovación y el emprendimiento eran tratados de manera escolástica, como conocimiento libresco. No como algo práctico y necesario. Ahora, dividida entre universidades bolivarianas y el resto, sin becas, sin transportes, sin comedores y con las mismas ofertas profesionales, la universidad ya no es atractiva para la juventud de un país que necesita afrontar la crisis económica y social que recorre todos los hogares.

Hoy la universidad venezolana vive una hora crítica que la obliga a levantarse. Si hay que mirar el pasado es para comprender el porqué de esta situación. Es para analizar causas, abrir espacios para la conversación y el debate y construir alternativas a la universidad que necesitamos y que no es la que tenemos. De un lado está la Ley de Universidades y del otro la Ley Orgánica de Educación, que lejos de acoplarse se contradicen. Por un lado, la universidad autónoma y experimental y, por el otro, un conglomerado de nuevas universidades formadas con la Misión Alma Máter en 2009, creadas como una “nueva institucionalidad” alineada con el Proyecto Nacional Simón Bolívar.

¿Un traje a la medida?

Al desafío que le impone la sociedad del conocimiento a la universidad, hay que agregar, en consecuencia, los problemas de continuidad y sobrevivencia a los que hoy se enfrentan todas las comunidades universitarias del país. Es una dura realidad que se aprecia en la caída estrepitosa de los salarios, el deterioro físico de las edificaciones, la inseguridad, el colapso de los servicios estudiantiles y lo más grave: una juventud que no ve futuro en el estudio, que no ve motivos en su país para seguir adelante y que, por ello, decide emigrar, dejando su hogar y su futuro en manos de la incertidumbre.

La universidad está llamada a responder con sentido crítico las inquietudes que recorren el país. ¿No hay esperanzas? Claro que sí las hay. Pero asumiendo todos una conducta proactiva que debe partir de preguntarnos qué ha pasado en el país y porqué estamos en estas condiciones de empobrecimiento acelerado, desarticulación familiar y desintegración nacional. Rescatemos la universidad como centro de pensamiento. Hagamos de la autonomía una conquista en el quehacer diario. El país del futuro lo reclama.

enfoques14@gmail.com

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