jueves, 20 de febrero de 2020

Dilemas de la universidad pública autónoma


La universidad latinoamericana pública autónoma nace con los ideales ilustrados de la razón puesta al servicio de una mejor existencia humana. La autonomía iba a constituir la garantía de las libertades académicas de cara a la Iglesia, el Estado y los sectores adinerados. Nació politizada, en pugna con los poderes fácticos, lo cual es la raíz de sus cualidades y defectos. Ha defendido los caminos libres del conocimiento y su ethos democratizador, por lo tanto profesores y estudiantes son custodios de valores como la libertad de expresión, creación y pensamiento. Por ella han pasado distintos sectores sociales aunque nunca pueda garantizarse la equidad absoluta en el ingreso porque la universidad no está en capacidad de solucionar problemas estructurales no originados en su seno. Lo más esencial: ha hecho aportes importantísimos para la construcción de la cultura, la ciencia, el pensamiento y la civilidad.

Por desgracia, sus defectos no son pocos. Atienden tanto a la relación con el Estado como a la toma de decisiones internas; asimismo involucran el asunto de la gratuidad. La hegemonía de la izquierda (marxista, postmoderna, poscolonial) en detrimento de otras corrientes, amén de las características particulares de las protestas y de la defensa a ultranza de la autonomía expresada en el campus –visto como límite territorial inexpugnable–, son aspectos a considerar. Por último, existe siempre un enfrentamiento sordo entre profesores y alumnos, herencia de la rebelión estudiantil francesa conocida como “Mayo del 68”, que supone que la autoridad profesoral es en el fondo arbitraria y está provista de un gran poder (nada más irreal). Por todo lo anterior, la universidad pública autónoma parece una réplica a escala de una república que debe combatir vecinos hostiles y lidiar con conflictos internos.

Es indispensable mantener la universidad pública autónoma en el siglo XXI en un momento en que el conocimiento es vital para la organización democrática y eficiente de la sociedad. Pero debemos hacerlo de cara al presente. No se trata de una república sino de un centro de conocimiento y docencia en el que la democracia se relaciona con las libertades de pensamiento, expresión y cátedra, mucho más que con elegir a las autoridades rectorales. La lucha por la participación estudiantil en las decisiones de las instituciones, vía de la escogencia de equipos rectorales y decanales a través del voto, ha sido permanente. Siempre y cuando se entienda que el profesorado debe privar, dada su relación de permanencia con la universidad, y que quienes ocupan rectorías y decanatos no son políticos que deben complacer al electorado. El problema son las perversiones; en estas pequeñas repúblicas puede ocurrir que los empleados administrativos pretendan elegir ellos mismos a las autoridades rectorales y decanales, en igualdad de condiciones con estudiantes y profesores, como está ocurriendo en mi país, Venezuela.

Es un lugar común indicar que el financiamiento debe provenir no solo del Estado sino de las propias potencialidades económicas de la universidad y de la relación con la sociedad civil. No es tan fácil: palabras rituales como “neoliberalismo” pueden surgir con mucha facilidad, sobre todo porque efectivamente ha habido recortes y se ha precarizado la labor profesoral. Claro, nunca como en Venezuela, donde los docentes de mayor categoría ganan alrededor de 20 dólares al mes, pero sin duda es un problema a examinar. De cualquier manera tiene que prevalecer la sensatez. Mientras en Silicon Valley se están discutiendo las formas de la razón en la inteligencia artificial desde la epistemología y la filosofía política, humanistas y científicos sociales en América Latina nos entretenemos con clichés, ajenos precisamente a la razón, a la hora de debatir sobre cómo sostener la universidad pública autónoma. Fui testigo de ello en Venezuela hasta que nuestras casas de estudios perdieron la autonomía y se convirtieron en sombras de sí mismas.

Si efectivamente queremos, por una parte, salvaguardar nuestras instituciones de un mercado que les exige cuadros calificados y de las politiquerías de cualquier signo ideológico y, por otra, colocarla como un gran nodo de creatividad de cara al mundo globalizado, es indispensable deshacerse de la naftalina ideológica del siglo XX. En otras palabras, la razón y los consensos con la sociedad y el Estado son las vías para que la antes mencionada pugna de nacimiento con los poderes fácticos, necesaria para la preservación de las libertades académicas, no se convierta en una guerra que solo favorece a los amantes de la privatización de la educación superior, además de a los políticos dados a manejos electoreros del cupo universitario y a prometer la apertura de más universidades y la suspensión de los exámenes de admisión. Desde luego, la democracia es el mejor sistema para lograr tales consensos, lo cual nos coloca ante el sempiterno problema de América Latina: la debilidad de la institucionalidad estatal.

Ante esta, la universidad ha de propiciar el consenso interno, pero es difícil no solamente por las diferencias políticas entre docentes sino por la persistencia de la vieja tradición de los años sesenta que mantiene a estudiantes y profesorado en tensión. Suele estallar periódicamente como ha sucedido en la UNAM hace unos días. Once facultades se involucraron en un paro en contra de la violencia de género que significó la suspensión de las clases. Se desactiva la condición efectiva de estudiante para lograr una reivindicación, contrasentido explicable porque esa es la tradición desde hace décadas; los profesores también obedecemos a esta tradición y nos comportamos igual cuando éramos jóvenes.

Las protestas pueden tener eco en grupos vandálicos que dañan las instalaciones; tal fue el caso hace días de la rectoría de la UNAM, institución Patrimonio Cultural de la Humanidad. Los vándalos, nihilistas que se empoderan con buenas causas como la violencia de género, exigen ser absueltos. Si los gobiernos son “de derecha” el Estado es el exterior amenazante y no se puede entregar a un miembro de la “república” al enemigo o expulsarlo (por esta razón tampoco se puede poner fin al tráfico de drogas y la delincuencia común ni desalojar el Auditorio Justo Sierra). Pero si el gobierno es de izquierda la situación se complica. Se baraja la muy grave hipótesis respecto a que los responsables de los daños recientes en la UNAM pudiesen ser partidarios del gobierno en ejercicio.

Los vándalos pueden llegar al poder, como ocurrió con unos cuantos encapuchados de los años ochenta y noventa que han sido ministros, diputados y gobernadores de la revolución bolivariana, padrinos y madrinas de la muerte de la autonomía en Venezuela, a pesar de la batalla –con muerte, cárcel, tortura y exilio incluidos– que dimos tanto el profesorado como el estudiantado. Pero hay otras opciones: la razón ilustrada, los consensos y los frontales límites a la politiquería. Puede que las mediciones de calidad sean objeto de controversia, pero no es sensato simplemente descartarlas. Ninguna universidad de América Latina, ni siquiera la extraordinaria UNAM, la mejor del subcontinente, está entre las cien primeras del mundo. Esta debería ser la meta, sin abandonar los principios autonómicos y la gratuidad, de cara al futuro.

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