miércoles, 11 de marzo de 2020

Autonomía para debatir... incluso sobre autonomía

Víctor Rago A
09/03/2020

La mejor forma de socavar la autonomía universitaria es invocarla para sacralizar un estado de cosas, volviéndolo, como todo lo sagrado, inmutable. La universidad es autónoma, se nos dice. Por lo tanto, debe seguir siendo como siempre, haciéndolo todo como siempre, eligiendo a sus autoridades y representantes como siempre.

Pero esa declaración no es un ejercicio de autonomía sino de dogmatismo. Quien así se expresa equipara el principio autonómico a las Tablas de la Ley, cuya vigencia, se nos dice también, es eterna. La autonomía, sin embargo, no es un don providencial sino un producto del intelecto humano. Su verdadero sentido no es preservar lo bueno existente sino servir de garantía y de invitación para el advenimiento de lo mejor.

Cuando definimos a la autonomía universitaria como la capacidad inherente a la institución de determinarse a sí misma ponemos el acento sobre el aspecto instrumental del principio autonómico. Ahora bien, este no solo debe definirse por su valor factual, su utilidad de artefacto. En realidad el núcleo de su definición es su vocación de perfectibilidad. Esta noción, la perfectibilidad, entraña el cambio, el cambio constructivo: lo que es aceptablemente bueno puede ser bueno del todo, y lo que es bueno del todo puede ser aún mejor, en una sucesión de progreso ilimitado.

Quien se proclame autonomista y se oponga al cambio es a lo sumo un conservador. El conservadurismo es lo opuesto al ser universitario. Del conservadurismo al purismo tradicionalista hay apenas un paso. Las tradiciones son buenas cuando sirven de contrapeso a la propensión disgregativa, al otorgar sentido a la memoria del pasado. Dejan de serlo y se convierten en fidelidades inerciales y aun en fuerza regresiva al erigirse en escollos retrospectivos que estorban el cambio necesario.

¿Tendría que cambiar la universidad? No cabe duda. Un dispositivo institucional consagrado a la creación intelectual, al conocimiento científico, a la reflexión humanística, a la sensibilidad estética obedece a un dinamismo entrañable, a la energía de la pulsión innovadora, al vértigo del descubrimiento y la invención. No sorprenderá entonces que su voluntad cognoscente se proyecte con idéntica legitimidad hacia el mundo tanto como hacia sí misma.

Que sus facultades críticas y sus destrezas analíticas se apliquen al autoescrutinio responde a una exigencia intrínseca, no impuesta desde el exterior: la necesidad de renovarse íntimamente, de enriquecer sus medios de actuación, de prescindir de lo anticuado, de volver a negociar consigo misma el delicado compromiso entre identidad y transformación. La necesidad, en suma, de perfeccionarse y ser mejor. Pero, ¡cuidado! Los enemigos de la universidad también proclaman las bondades del cambio. Ya otras veces nos han abrumado con los preceptos rituales de la «transformación». ¿Cuáles cambios, para qué, hacia dónde? Los enemigos de la universidad quieren cambiarla no para que sea mejor sino para instituir su servidumbre, para transformarla en otra cosa, es decir, destruirla. De allí que propongan modificaciones de su estructura y sus prácticas incompatibles con el ser universitario como muestran inequívocamente las oprobiosas sentencias del TSJ. Convocan a la negación de la universidad, una especie de delito judicial de lesa ontología.

En las actuales circunstancias hablar de autonomía y reivindicar el estado de cosas que aquella consagra puede valer como primera línea de defensa de la institución. Frente al sorpresivo ataque que ordena comicios en condiciones que violan la Constitución, la Ley de Universidades y los reglamentos internos, es natural esgrimir el orden vigente y oponerlo diametralmente al abuso. Pero esta reacción preservadora no será suficiente porque reduce la estrategia defensiva a un antagonismo simplista. El enfoque dicotómico conduce a un pulso cuyo desenlace favorece al poder.

Frente a la agresión continua no le bastará a la universidad con desempolvar los viejos títulos. Es imperioso enarbolar nuevas razones basadas en una profunda evaluación de sí misma, una sincera introspección. Y para eso está allí la autonomía: para infundirle el aliento que la transforme sin negarla, que la confirme sin fosilizarla, que la haga fuerte y no pétrea.

Hay que oponerse firmemente a las modificaciones abusivas ordenadas por el gobierno. No ha de ser este el que disponga los cambios, sino la propia universidad si los considera necesarios. Para eso es el debate, la ocasión que a cada universitario se ofrece para expresar sus ideas y contribuir a consensuar un nuevo estado de cosas, un renovado modo de ser.

Sí, la universidad tiene que cambiar, entregarse sensata y reflexivamente a la jubilosa fatalidad del cambio.

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