Manuel Gil Antón
México, 08/10/2016
Al parecer, echando a perder se aprende. “Le toca ‘dar clases’ los lunes, miércoles y viernes en el salón 508 del edificio H. Aquí tiene el programa, un par de gises y el borrador. Que le vaya bien, colega. Suerte”.
Durante años, y no pocos, en realidad muchas décadas, el proceso de ingreso a un puesto como profesor universitario en nuestro país no ha tenido como requisito mostrar capacidad certificada para desempeñar la función docente. Basta con la tenencia de documentos que acrediten el nivel de estudios estipulado en la convocatoria. En algún tiempo con la licenciatura fue suficiente, y lo es todavía en ciertas áreas del conocimiento o instituciones. En otras, ya es indispensable haber realizado estudios de posgrado. La condición imprescindible y suficiente para acceder a la enseñanza, en este nivel del sistema educativo, es un diploma que da fe que quien lo obtiene, sabe.
Algunos procedimientos de ingreso solicitan a los candidatos que elaboren un programa de estudios: los temas de una asignatura y la bibliografía adecuada; en otros, se pide la representación de una clase ante un grupo, y los sinodales observan si es claro al exponer y domina el conocimiento del segmento seleccionado. Esta modalidad tiene como propósito calibrar el desempeño del aspirante al explicar el contenido y no pasa por averiguar si, luego del ejercicio, los estudiantes hicieron propio —aprendieron— lo enseñado.
Hay una ausencia clara: la constancia de haber estudiado y ser capaz de conducir un proceso en el que la pedagogía y el repertorio didáctico son inexcusables. Para ser contratado como académico con responsabilidades docentes en el futuro, al certificado de estudios se le debería acompañar con un documento, igualmente oficial, en que conste la destreza en la tarea de generar ambientes de aprendizaje. Esta certificación, obtenida en una institución de educación superior dedicada a esta formación de ninguna manera trivial —no por saber se sabe enseñar—, está ausente en los requisitos obligatorios para concursar por un puesto en que la tarea docente será central.
No hay, en síntesis, una preparación centrada en la capacidad pedagógica que, sin dejar de lado el dominio del contenido de una materia, como decía Andoni Garritz, mire con detenimiento si se cuenta con el dominio pedagógico del contenido a enseñar. Eso es lo que caracteriza a un maestro y lo distingue de un conocedor. Carecemos, pues, de un proceso de habilitación para la docencia como maestros, aunque la mayoría del tiempo, y la mayor cantidad de académicos en esta tarea concentren su trabajo.
Somos profesores improvisados. Así como los choferes de un micro aprendieron tantas veces a manejar con el vehículo repleto, los profesores universitarios aprendimos —es un decir— a “dar clases” con el salón lleno. Los primeros, al chocar, hacen ostensible su daño a la sociedad; los segundos afectan el talento de sus discípulos, sin duda, pero no se nota: si no repites lo que digo, repruebas. El pasajero del aula suele ser el responsable de los errores del mentor amateur.
Al pensar en un modelo educativo, sería crucial modificar tal proceder. Se puede organizar un proceso en el que al terminar sus estudios, o en paralelo, sea requisito asistir a una institución de educación superior especializada en el aprendizaje pedagógico: las normales. Una vez lograda la preparación debida, habría condiciones para ser candidato al trabajo en las universidades. La tarea de estas instituciones, de este modo, cobraría un sentido más profundo y relevante: ser el sistema que otorga la habilitación para la enseñanza en todos los niveles. No es una propuesta vacua. Es indispensable para profesionalizar la actividad docente, tan menospreciada: ¿cualquier egresado de una universidad puede enseñar? No. Es falso.
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