jueves, 7 de septiembre de 2017

De la dignidad

José Rafael Herrera
07/09/2017

Al maestro, Freddy Ríos

La brisa primaveral del espíritu de la libertad tarde o temprano posa sus pies ante las puertas del sombrío locus de sus esbirros para, poco después, penetrar e irrumpir hasta el fondo de la caverna, vestida de luz de razón y vientos de justicia. Los pies de quienes van a enterrarte ya están ante tu puerta, como dicen las Escrituras. A veces, lo que aparece dividido contiene la fuerza del elemento unitivo, propio de la verdad, y lo que aparece unido, por el contrario, pone de manifiesto la mayor de las divisiones. Quien desecha la diferencia no comprende el significado de la unidad. Lo fijo, lo estático, lo puesto por el entendimiento abstracto, es lo muerto. Los hombres, como dice Pico della Mirandola –muy a pesar de Inocencio VIII–, no han sido puestos en un punto fijo de la jerarquía de los seres, sino que han sido plasmados de manera tal que puedan asumir todas las figuras: desde la degeneración de las bestias hasta la elevación magnífica de los ángeles. Libertad y dignidad, bajo tales sustentos, devienen idénticas: “No te he dado a tí, Adán –escribe Pico–, una forma, ni una función específica. Por tal motivo, tendrás la forma y función que desees. No tendrás límites. Tú definirás tus propias limitaciones, de acuerdo con tu libre albedrío. Podrás transformarte a ti mismo en lo que desees”.


El hombre, afirma Hölderlin, “es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”. Es capaz de transformarse a sí mismo en lo que quiera ser. Y, precisamente por ello, puede descender hasta las formas más bajas y primitivas de la existencia –al estilo Trucutrú–, como las bestias, o puede renacer por encima del juicio de sus propias potencialidades, entre los más elevados espíritus, aquellos que son divinos, porque provienen del divinari. Inteligencia es Libertad y Libertad es Dignidad, con mayúsculas. Es evidente que, dependiendo del grado de preparación y autoconciencia que se logre conquistar, será posible elevarse –diría Mari Montes– incluso “muy por encima del promedio”. De ahí que, valiéndose de sus capacidades intelectivas, los hombres sean considerados por Pico como los artífices de su propio destino. Si se cultivan, no sin arduo esfuerzo sostenido, serán capaces de conquistar su propia dignidad y, a consecuencia de ello, su Libertad. Sin estudio y esfuerzo, pensando que siempre habrá “algo” o “alguien” que se ocupe, que resuelva, insistiendo en lo inútil, devendrá –dice Pico– una bestia o, peor aún, un ignorante vegetal, siempre presto a la esclavitud.

Esta –la De hominis dignitate–, en opinión de Pico, constituye “la gran cadena del ser”: “No te he hecho ni celeste, ni terrestre, ni mortal ni inmortal, a fin de que tú mismo, libremente, a la manera de un buen pintor, o de un hábil escultor, remates tu propia forma”. Es lo que un pueblo, sometido y humillado, arrastrado hasta las miserias del hambre y la opresión, debe tener presente para redimirse, para saber, más allá de las manipulaciones, los alcances de sus propias potencialidades e, incluso, muy por encima de la vana esperanza y –de su hermano gemelo– el temor, reconocerse en sí mismo y para sí mismo, como medio y fin de su cabe sí. La libertad es, desde los orígenes de los tiempos, la condición humana por excelencia. No ser libre, permanecer sometido por unos truhanes, por la canalla vil, es negar la propia condición humana. Condición, por cierto, no natural, sino histórica. Porque ser libre es, siempre, una conquista, un esfuerzo material y espiritual. Los hombres no nacen: se hacen. Y en eso consiste su más auténtica esencialidad.

Dignitas traduce excelencia, es decir, aquel valor que, precisamente, Pico le atribuye al ser humano por el hecho mismo de serlo, sobre la base de la actio mentis, virtud que todo individuo, en cuanto tal, está en capacidad racional de conquistar. No hay aquí esencias naturales preconcebidas. Como dice Sartre, los hombres están “condenados a ser libres”. No hay opción, toda vez que la condición humana, es decir, histórica, es la condición propia de la razón y de la libertad que, una y otra vez, actúa sin descanso en función de conquistar su propio reconocimiento. Es obvio que, en el tránsito, la educación –y conviene enfatizarlo: comprendida como formación cultural y no como mera instrucción– juega un papel determinante, dado que el ejercicio de la libertad exige la necesaria conformación de la inteligencia y de la voluntad, que son las facultades constitutivas del ser social y de su conciencia. A mayor acceso a la educación mayor acceso a la dignidad. Esa es la explicación de por qué los regímenes autocráticos, totalitarios, gansteriles, convierten los “centros de enseñanza” en auténticas fábricas de borregos, salchichas o churros, en los que no predominan las ideas sino las representaciones sobre las cuales se sustentan la dependencia y el temor.

Una sociedad mundial como la del presente, absorta en la debilidad del pensamiento y el culto por lo privado, no es garantía de superación de la humillación con la cual se pretende pisotear, de continuo y sistemáticamente, la dignidad humana. Ni existe la unidad sin diferencias ni existe la diferencia sin unidad. Unidad y diferencia, consideradas como abstracciones, como compartimientos estancos, no son más que formas vaciadas de contenido, cuya ausencia de pensamiento pone de manifiesto, una vez más, las debilidades de pensamiento. Todo pensamiento está atravesado por el recuerdo –Denken, Ge-danken, An-denken, Gedächtnis– y amerita del re-cuerdo. El re-cordar es el modo propicio de la unidad diferenciada, concreta. Una unidad sin diferencias, monolítica, “sellada” o “blindada” no solo no es unitaria: es la muerte misma de la unidad en manos de su contrapartida: el despotismo.

Decía Maquiavelo que los despotismos, vengan de donde vengan, llevan el sello de los Savonarola, quien pretendía dictarle al mundo, asistido por un moralismo extremo, enfermizo, cómo debía ser. En los moralismos radicales de los “caballeros andantes”, de armaduras relucientes, se ocultan los fascismos de toda ralea que tanto desprecio sienten por la dignidad humana. Ni el engaño ni la coartada hacen la diferencia. Los términos opuestos no se superan ni con mesianismos ni con elementos arrastrados del maniqueísmo. Mantener con firmeza la crítica de los extremos es cuestión de humana dignidad, sin la cual la lucha por la conquista de la libertad carece de todo sustento.

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