José Rafael Herrera
19/10/2017
Bárbaro, para un griego del período clásico, era todo aquel que balbuceaba. De hecho, un “bárbaros” (βάρβαρος) era alguien que no hablaba correctamente el griego o el latín, o que simplemente no lo hablaba, y cuya lengua resonaba en los oídos helenos como un torpe y disonante balbuceo infantil, como un bar-bar –hoy se diría un bla-bla–, inadecuado en relación con la cosa nombrada y, por esa razón, como un modo de expresión incomprensible. Balbucear, en efecto, quiere decir hablar con dificultad, eliminando sonidos o cambiándolos de orden, tal como habitúan hacer los niños. Por eso mismo, la barbarie es una característica típicamente infantil. Decía Isócrates que un bárbaro no es un extranjero en el sentido de que pertenece a otra nación, sino alguien para quien la educación resulta ser extraña, ajena, por lo que carece de ella, con independencia de su lugar de origen. El bárbaro se encuentra, pues, en una condición infantil: entre lo salvaje y la civilización. Y, como todo infante, es, al decir de Freud, “perverso y polimorfo”. Perverso, por ser un transgresor –instintivo– de las determinaciones propias de su Ethos, de su civilidad, a causa de su ignorancia. Polimorfo, porque en él no hay aún una “pulsión dominante”, una clara y definida orientación de sus deseos o apetencias, capaz de proporcionarle el grado de satisfacción adecuado a un sano estado de madurez.
En la historia de la humanidad han existido, aún existen y sin duda alguna seguirán existiendo, pueblos perversos y polimorfos, pueblos, para decirlo de una vez, infantiles y, por ello, tendencialmente barbáricos. Pueblos de simbología infantil, afectos al balbuceo de quienes, garrote en mano y confundiendo la libertad con el libertinaje, ejercen la función de sus padres o representantes. Pueblos, en fin, de colores primarios y canciones de cuna, cuyos infantes rondan, polimórficamente, entre signos fálicos y marchas de cerrada –sospechosa– circularidad, siempre acompasados por el “eterno retorno”. Son pueblos en cuya experiencia de la conciencia figuran los Juan Primito, los Mujiquita, los Pernalete o los Lorenzo Barquero y los Balbino Paiba, frescos vivientes de un tiempo sin gracia, pleno de hambre y dolor, preñados de atropellos, violencia y fraude devenidos cosa “natural”. Es el bramido salvaje del toro amenazante, que no cesa de aturdir a la conciencia que, no sin paciencia, sigue aguardando la llegada del blanco vuelo de las garzas.
Todo depende del grado de desarrollo que pueda llegar a conquistar su formación cultural, su Bildung. El primer paso tiene que ser la definitiva superación del populismo. Porque el populismo se alimenta de la barbarie y, a su vez, alimenta la barbarie. De nuevo, se trata de una cuestión de simple circularidad, incesante, recurrente. En la medida en la cual una sociedad asume esta condición barbárica se hace fascista, dada la veneración del fascismo por la perversión y la polimorfia, términos que, por cierto, lo caracterizan. Se trata, esta vez, de una suerte de complejo de Peter Pan, con el que se intenta renegar la necesidad objetiva de crecer y desarrollarse, en función de conquistar la madurez. La ya trillada y ridícula caracterización del “joven rebelde” que sobrepasa los 50 años, y que ha llegado al desquicio de pretender idealizar la destrucción de bienes públicos, el asalto y la agresión en contra de ciudadanos como sus mayores aportes a la “lucha revolucionaria”, pone de relieve la pérdida de juicio de un país secuestrado por el crimen.
Entre 1803 y 1806, estando en Jena –una localidad asediada y a punto de ser invadida por el ejército napoleónico–, Hegel apuntó en un cuaderno de notas: “La libertad de la masa inculta deviene miseria y degradación. No porque estén vacías de fieles las iglesias, las calles de peregrinos, las tumbas de suplicantes. Es porque, con ella, hay un empeoramiento de las costumbres, una alegría maligna por el empobrecimiento de los envidiados ricos; difamación, ausencia de fidelidad y gratitud. La economía arruinada, el desenfreno de toda miseria, el más mezquino e indigente egoísmo. Con carencia de agricultura, con la ruina de los bosques, con el venirse a menos de la laboriosidad. Y, sin embargo, en medio del lujo”. Una educación –precisamente, una formación cultural– de mala calidad termina en un pueblo mal educado, y un pueblo mal educado termina en una “masa inculta”, presa de la barbarie, perversa y polimorfa. No se trata de haber ido a votar o no. Ni se trata de la cuenta de las actas de votación que “aún no nos han llegado”. Tampoco se trata del torpe bizantinismo de quien pretende diferenciar entre un plebiscito y una consulta popular, o entre un fraude y una trampa (¡!), o de quien encuentra en la abstención la causa primera de la derrota. El problema real, absolutamente concreto, no radica en los efectos sino en las causas: radica en la imperiosa necesidad de abocarse a la construcción de una sólida y madura sociedad civil, culta, con ideas y valores, lo suficientemente madura y capaz de superarse a sí misma, es decir, de salir de la pobreza espiritual, superando las infantiles trampas del facilismo populista.
La equidad sin calidad es, por definición, fraudulenta. Y es de ahí de donde se derivan, precisamente, los señalamientos hechos por Hegel. Una sociedad efectivamente equitativa no iguala a los ciudadanos “por abajo”. Más allá de los medios, el fin consiste en luchar por la conquista de un nivel superior, de una cada vez más exigente calidad de vida, capaz de propiciar la concreción de la civilidad frente a la barbarie, si es que se quiere conquistar una auténtica república de ciudadanos dignos y libres. La demagogia es, en sí misma, un estado de corrupción. Populismo y demagogia suelen alimentar falsas expectativas y crear ficciones que terminan en los peores desengaños. No importa la inclinación que se profese: hay una perversión y una polimorfia en toda forma posible de populismo y de demagogia. Bajo la apariencia de adultos, siguen siendo niños que le mienten a los niños y que terminan mintiéndose a sí mismos. Los niños que no crecen, que no hacen el esfuerzo inmanente de superarse a sí mismos, jamás podrán llegar a tiempo al banquete de la civilización, la libertad y el progreso. Es hora de romper el círculo vicioso, poner fin al bar-bar. Sin una auténtica política educativa y cultural, toda sociedad, por mayores riquezas naturales que pueda tener, seguirá siendo una sociedad de niños maleducados, de pequeños bárbaros, de potenciales tiranos.
En la historia de la humanidad han existido, aún existen y sin duda alguna seguirán existiendo, pueblos perversos y polimorfos, pueblos, para decirlo de una vez, infantiles y, por ello, tendencialmente barbáricos. Pueblos de simbología infantil, afectos al balbuceo de quienes, garrote en mano y confundiendo la libertad con el libertinaje, ejercen la función de sus padres o representantes. Pueblos, en fin, de colores primarios y canciones de cuna, cuyos infantes rondan, polimórficamente, entre signos fálicos y marchas de cerrada –sospechosa– circularidad, siempre acompasados por el “eterno retorno”. Son pueblos en cuya experiencia de la conciencia figuran los Juan Primito, los Mujiquita, los Pernalete o los Lorenzo Barquero y los Balbino Paiba, frescos vivientes de un tiempo sin gracia, pleno de hambre y dolor, preñados de atropellos, violencia y fraude devenidos cosa “natural”. Es el bramido salvaje del toro amenazante, que no cesa de aturdir a la conciencia que, no sin paciencia, sigue aguardando la llegada del blanco vuelo de las garzas.
Todo depende del grado de desarrollo que pueda llegar a conquistar su formación cultural, su Bildung. El primer paso tiene que ser la definitiva superación del populismo. Porque el populismo se alimenta de la barbarie y, a su vez, alimenta la barbarie. De nuevo, se trata de una cuestión de simple circularidad, incesante, recurrente. En la medida en la cual una sociedad asume esta condición barbárica se hace fascista, dada la veneración del fascismo por la perversión y la polimorfia, términos que, por cierto, lo caracterizan. Se trata, esta vez, de una suerte de complejo de Peter Pan, con el que se intenta renegar la necesidad objetiva de crecer y desarrollarse, en función de conquistar la madurez. La ya trillada y ridícula caracterización del “joven rebelde” que sobrepasa los 50 años, y que ha llegado al desquicio de pretender idealizar la destrucción de bienes públicos, el asalto y la agresión en contra de ciudadanos como sus mayores aportes a la “lucha revolucionaria”, pone de relieve la pérdida de juicio de un país secuestrado por el crimen.
Entre 1803 y 1806, estando en Jena –una localidad asediada y a punto de ser invadida por el ejército napoleónico–, Hegel apuntó en un cuaderno de notas: “La libertad de la masa inculta deviene miseria y degradación. No porque estén vacías de fieles las iglesias, las calles de peregrinos, las tumbas de suplicantes. Es porque, con ella, hay un empeoramiento de las costumbres, una alegría maligna por el empobrecimiento de los envidiados ricos; difamación, ausencia de fidelidad y gratitud. La economía arruinada, el desenfreno de toda miseria, el más mezquino e indigente egoísmo. Con carencia de agricultura, con la ruina de los bosques, con el venirse a menos de la laboriosidad. Y, sin embargo, en medio del lujo”. Una educación –precisamente, una formación cultural– de mala calidad termina en un pueblo mal educado, y un pueblo mal educado termina en una “masa inculta”, presa de la barbarie, perversa y polimorfa. No se trata de haber ido a votar o no. Ni se trata de la cuenta de las actas de votación que “aún no nos han llegado”. Tampoco se trata del torpe bizantinismo de quien pretende diferenciar entre un plebiscito y una consulta popular, o entre un fraude y una trampa (¡!), o de quien encuentra en la abstención la causa primera de la derrota. El problema real, absolutamente concreto, no radica en los efectos sino en las causas: radica en la imperiosa necesidad de abocarse a la construcción de una sólida y madura sociedad civil, culta, con ideas y valores, lo suficientemente madura y capaz de superarse a sí misma, es decir, de salir de la pobreza espiritual, superando las infantiles trampas del facilismo populista.
La equidad sin calidad es, por definición, fraudulenta. Y es de ahí de donde se derivan, precisamente, los señalamientos hechos por Hegel. Una sociedad efectivamente equitativa no iguala a los ciudadanos “por abajo”. Más allá de los medios, el fin consiste en luchar por la conquista de un nivel superior, de una cada vez más exigente calidad de vida, capaz de propiciar la concreción de la civilidad frente a la barbarie, si es que se quiere conquistar una auténtica república de ciudadanos dignos y libres. La demagogia es, en sí misma, un estado de corrupción. Populismo y demagogia suelen alimentar falsas expectativas y crear ficciones que terminan en los peores desengaños. No importa la inclinación que se profese: hay una perversión y una polimorfia en toda forma posible de populismo y de demagogia. Bajo la apariencia de adultos, siguen siendo niños que le mienten a los niños y que terminan mintiéndose a sí mismos. Los niños que no crecen, que no hacen el esfuerzo inmanente de superarse a sí mismos, jamás podrán llegar a tiempo al banquete de la civilización, la libertad y el progreso. Es hora de romper el círculo vicioso, poner fin al bar-bar. Sin una auténtica política educativa y cultural, toda sociedad, por mayores riquezas naturales que pueda tener, seguirá siendo una sociedad de niños maleducados, de pequeños bárbaros, de potenciales tiranos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario