Guillermo Busutil
Noviembre 2015
Entrevista a Victoria Camps
Victoria Camps (Barcelona, 1941) es una de las grandes filósofas españolas del presente. Ha sido catedrática de Ética de la Universidad Autónoma de Barcelona. En su extensa obra destacan La imaginación ética, Virtudes públicas, Los valores de la educación y El gobierno de las emociones, títulos por los que ha obtenido el Premio Espasa de Ensayo 1990 o el Premio Nacional de Ensayo en 2012.
—¿Es necesaria una crisis como la que vivimos para despertar el compromiso con los valores que usted promulga en sus libros?
—No hemos encontrado la forma de educar moralmente a las personas en una sociedad liberal y laica. Se dice que la mejor manera es el ejemplo pero hoy día el ejemplo político, el de las personalidades que aparecen en los medios de comunicación y el de los controladores de la economía, no ayudan a fomentar los valores contrarios al egoísmo, al hedonismo, a las diferentes formas de agresión. Lo que debería ser la ética propia de la ciudadanía sólo se produce con un revulsivo como la crisis que abre los ojos a la gente frente a lo que se hace mal, y pone la atención en la necesidad de un rearme moral.
—El progresivo desarme de la educación no ha contribuido a esa construcción ética que defiende. “La ética no nos resuelve un conflicto concreto, pero nos da grandes criterios como los principios fundamentales, derechos humanos, virtudes”—El problema de la enseñanza de la ética es que no es sólo teórica sino práctica, como ya advirtieron los griegos. Para que realmente haya una transmisión de valores éticos no sólo hay que pensar en introducir una asignatura en la escuela, también es necesario cambiar las costumbres y los hábitos. Se echa mucho de menos la ética de las virtudes, la manera de ser de las personas dispuestas a cooperar con el bien común. La ética no nos resuelve un conflicto concreto, pero nos da grandes criterios como los principios fundamentales, derechos humanos, virtudes. Al hablar de esto pensamos en la escuela y también en la familia, pero si estos dos agentes educativos tienen que ir siempre a contracorriente, porque los inputs que llegan de la sociedad son contrarios, se hace muy difícil que los valores arraiguen en las personas. La educación hay que entenderla como una paideia, una transmisión de conocimientos integrados en una cultura y en una dimensión ética a través de la política, de los medios de comunicación, de todo aquello que contribuye a formar el carácter y a promover un mundo más civilizado.
—Pero al poder no suele interesarle promover individuos pensantes.
—La educación fomenta el espíritu crítico, la duda, la posibilidad de poner en cuestión el poder establecido. Este pensamiento incordia y estorba. Es evidente que para el poder es mejor que la gente sea borrega. Debemos encontrar el núcleo de la moralidad en eso que llamamos civismo y que consiste en cumplir unas normas que deberían ser el mínimo común ético para cualquier persona que quiera vivir como ciudadano en una democracia. Nadie nace siendo cívico, hay que enseñar a serlo.
—¿Ese espíritu crítico es fruto de que educar es ir siempre a contracorriente, como decía usted antes?
—Si fuese correcto dejarse llevar por las corrientes dominantes no haría falta la educación. Educar es reprimir algunas cosas que uno hace porque lo desea, porque le va mejor. Se trata de orientar y extraer de la persona lo mejor que lleva dentro, convencerla de que lo enseñado es efectivo. Esta labor requiere paciencia y un importante apoyo y reconocimiento de la sociedad en lugar de lo contrario. Educar es hacer seres autónomos, formar espíritus críticos y morales. Sin embargo el poco entusiasmo por la lectura en muchas culturas actuales imposibilita que se conozcan la Historia, los valores éticos universales, y en consecuencia la educación se convierte en un reflejo de la sociedad dominada por la economía y la técnica en la que continuarán los conflictos sociales.
—El individualismo, tan característico de la Modernidad, también tiene su parte de culpa en todo esto. “Debemos encontrar el núcleo de la moralidad en eso que llamamos civismo y que consiste en cumplir unas normas que deberían ser el mínimo común ético para cualquier persona”—El valor de la libertad ha sido fundamental desde la Modernidad y cada vez tenemos más ámbitos de libertad, pero también se ha cometido el error de entenderla como la mera capacidad de elegir sin ponderar el valor y el sentido de lo que se elige. Esto ha menoscabado el significado moral de la libertad, entendida sólo como un derecho que no incluye obligación de ningún tipo. El individualismo ha hecho perder de vista que las personas nos necesitamos unas a otras, lo que ha dado lugar a sociedades atomizadas donde cada uno va a lo suyo. Y esa no es la mejor base para construir demos, el punto de partida de las democracias. La libertad debe ir acompañada de responsabilidad y también de unos límites que son nuestros propios juicios de valor, los que se nos transmiten a través de la educación y que nos enseñan a no aceptar que todo vale. La falta de responsabilidad en la utilización que hacemos de la libertad es uno de los mayores defectos que tenemos.
—¿Cuál es la virtud que más se ha perdido?
—El respeto. En esta sociedad tan marcada por la competitividad y el individualismo todo lo que no sea el interés propio se convierte en una molestia. Por otra parte la moda de los tuits y del resto de las redes sociales facilita que todo el mundo se atreva a decir cualquier cosa, a descalificar, a crearse adversarios, sin tener en cuenta al otro. El respeto sólo puede cultivarse y difundirse a través de las personas que lo reconocen como un valor. El respeto se aprende y las faltas de respeto se contagian.
—¿Hay más principios éticos de los que estamos dispuestos a cumplir?
—El problema de la ética reside en que se convierta en una práctica. Hace falta lo que los griegos llamaban ethos, una manera de ser colectiva que nos lleva a reconocer lo bueno y a aplaudirlo. Y a rechazar lo que consideramos malo de verdad. Ese ethos no se cultiva. En las sociedades heterogéneas, sin una doctrina religiosa clara, es más difícil construir un ethos colectivo de valores cívicos que estemos decididos a cumplir en nuestra vida diaria.
—Usted también aborda que somos morales no tanto por nuestro raciocinio como por las emociones que debemos aprender a gobernar.
—La moralidad no es sólo una cuestión de raciocinio, necesita también la pasión. Y si esa pasión se basa en una idea, se vuelve un sentimiento que discierne. Gobernar esa pasión, cualquiera de las emociones, implica considerar la función de los sentimientos en la acción moral y no reprimirlos por sistema. Es importante reconocer la función de la razón en cuanto permite la capacidad de discernir entre las emociones adecuadas e inadecuadas. No cualquier sentimiento es adecuado para la convivencia, que es lo que exige de nosotros la ética o la democracia. Todas las emociones y los sentimientos son ambivalentes. El miedo es un sentimiento negativo que nos conduce a huir de la realidad, pero si se trata de un miedo a los fanatismos se vuelve positivo. Lo mismo ocurre con la indignación cuando es una respuesta a lo que estimamos como un abuso del mal. Todas las emociones pueden ser positivas o negativas según el fin bueno o malo al que se adhieran.
—¿Esa ambigüedad se da también en la solidaridad, ahora que vivimos el problema de las corrientes migratorias? “Todas las emociones y los sentimientos son ambivalentes. El miedo es un sentimiento negativo que nos conduce a huir de la realidad, pero si se trata de un miedo a los fanatismos se vuelve positivo”—La solidaridad tiene una base en la compasión. Los neurocientíficos dicen que ya está incorporada en el cerebro humano cuando nacemos. Lo que ocurre es que ese sentimiento no siempre lo dirigimos hacia los que más merecen la compasión. La razón es la que debe determinar que no sólo la merecen los que están más lejos o llegan desprotegidos, porque a veces nos olvidamos de los que están cerca. Debemos reflexionar sobre si responder al aguijón de la compasión con unos euros o comprando leche para los bancos de alimentos es una forma de acallar la conciencia y creer que el problema está resuelto. El problema se resuelve de verdad cuando se actúa contra las causas y eso solo puede hacerse desde la política, aunque nosotros podemos exigir que se haga.
—En el caso del escritor, ¿su compromiso ético ha de estar vinculado a su obra o a su faceta privada de ciudadano?
—Me cuesta mucho distinguir al ciudadano de lo que hace en su vida profesional. Creo que la ciudadanía se ejerce siempre de alguna forma. Cuando se vota, cuando se pagan impuestos, cuando se realiza la profesión y uno hace aquello que ha decidido hacer de la mejor manera posible. Esto contribuye al bien común. Con la escritura es más difícil determinar el ejercicio responsable de la ciudadanía, pero en cualquier caso la libertad debe ser lo más absoluta posible. Me parece bastante difícil que un escritor no tenga un compromiso con la sociedad que no se refleje en lo que hace. La confusión reside a veces en si un escritor escribe con una clara inmersión política o social o no.
—¿Cree que el desencanto pesará más que el compromiso con los ideales políticos?
—A lo largo de la vida y de la historia de un país, se pasa por épocas de desencanto y por otras en las que volvemos a armarnos políticamente. Hay momentos en los que pensamos que la democracia se deteriora, que la corrupción está generalizada, que la realidad política se aleja de la ciudadanía y actúa contra ella, en lugar de ser un estímulo para su construcción. Estas sensaciones de hartazgo provocan que el desencanto y la indiferencia desaparezcan y sintamos la necesidad de salir a la calle, de unirnos, de defender causas múltiples. La democracia puede producir modorra, como decía Felipe González, porque todo cuadra y transcurre en su cauce, pero cuando algo se rompe uno tiene que volver a encantarse con algo y tiene que moverse para conseguirlo. Siempre hay que luchar contra la tendencia a la apatía.
—¿Puede generar la crisis un nuevo humanismo o una economía social, como defendía Sampedro?
—Sería bueno. Me gusta mucho la idea de la economía del bien común que propone Christian Felber. Creo que es una fórmula no a favor del antisistema, pero sí de ir transformando el capitalismo en algo más cooperativo. Debemos intentar evitar las grandes desigualdades que se producen cuando la transferencia de riqueza está desregularizada y todo se acumula en las manos de unos pocos. Hay que corregir el neoliberalismo evitando las grandes especulaciones financieras que han provocado la crisis, eliminando los paraísos fiscales, y hay que proponérselo desde muy arriba con decisiones políticas.
—¿Qué opina del conflicto nacionalista que vivimos?
—Es preocupante porque la sociedad se ha partido en dos mitades. El nacionalismo es endogámico, sólo mira para adentro, busca una unidad que no es abierta. Prefiero la postura federal que es lo contrario, que busca unir lo que es diverso, emprender un trayecto común. Esto no se ha conseguido con los estatutos de las Autonomías, por eso es importante una reforma de la Constitución.
—Vivimos rodeados de ruidos de toda índole, ¿por eso reivindica usted la calma del silencio?
—El silencio es necesario para introducir el pensamiento en la vida. Enseña a aprender a estar uno solo consigo mismo, porque eso es pensar. A distanciarse, como decía Hannah Arendt, porque eso es tener juicio. Y todo esto exige tiempo, calma, silencio.
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