sábado, 18 de julio de 2015

Transformación educativa

Arnaldo Esté
El Nacional, 18/07/2015

No es cosa original de Venezuela; en casi todos los países los sistemas educativos están agotados. Los gobiernos y las instituciones internacionales lo saben y están en proceso importantes cambios en los diseños curriculares.

En el país la cosa no es menos grave: solo uno de cada 24 muchachos que ingresan al primer grado egresa de la universidad. Solo uno de cada 10 estudiantes que ingresan a la universidad termina sus estudios. No hay evaluaciones imparciales, pero los profesores universitarios se quejan de que los nuevos no saben leer ni escribir, ni son competentes en las operaciones matemáticas fundamentales ni en el razonamiento lógico: no saben usar ni entender argumentos ni seguir discusiones. Pocos tienen un proyecto de vida.

Así que la frustración es común, el fracaso agobiante y muchos de los excluidos y extraviados aparecen en las páginas rojas de los medios.

En estas semanas he estado asistiendo a unas reuniones en el Instituto Pedagógico de Caracas, con profesores de diferentes universidades con carrera educativa, en las que, a solicitud del Ministerio de Educación, se discute una propuesta sobre las características que debería alcanzar el alumno de Educación, el futuro maestro. En esas discusiones he encontrado un honesto y calificado compromiso. Hay conciencia de las graves deficiencias y de la necesidad de adelantar transformaciones.

Se trata de pasar de una educación informativa para la memorización enciclopédica y descontextualizada a una educación formativa y que para ello hace falta docentes muy bien formados, animados para propiciar cambios fundamentales.

Se discute ese concepto, el de formación, como un proceso de construcción social y se le relaciona con el establecimiento en el estudiante de valores y competencias. Competencias como el conjunto de saberes, habilidades, destrezas y actitudes para el desempeño en un contexto de vida y trabajo necesarios, y valores como los grandes referentes imprescindibles para la toma de decisiones, el propio proyecto de vida y el ejercicio de esas competencias.

Esto supone un papel diferente del docente: desde una función predicativa, “leccionaria”, informativa muy apoyada en los textos, debe pasar a ser un verdadero pedagogo, un “problematizador”, un acompañante del proceso de aprendizaje que solo interviene cuando es necesario y que hace evidentes las relaciones de los trabajo de los estudiantes, a propósito de problemas y proyectos, con las exigencias de los planes de estudio.

Más que cualquier manejo político o económico genial, esa formación, en valores y competencias, en calidad humana es el eje de la construcción del país.

Es complejo ese cambio, como compleja es la pedagogía, tal vez la más compleja de todas las profesiones. Su tema es la persona, la gente en el difícil proceso de crecer e incorporarse productivamente a las comunidades, al país y al favor de su familia.

En esa complejidad está la resistencia al cambio. Implícita o explícitamente se le posterga, se le teme o se resume a medidas, a cantidades. Los profesores, los gremios, las instituciones resultan apresadas en esos temores y se inventan mil cosas para obviarlo.

En escritos pasados me he referido a esto adelantando dos grandes requisitos: los sueldos y el necesario compromiso de toda la nación.

Es muy difícil que las cosas mejoren, que los maestros se dediquen y concentren más en su vocación y trabajo con sueldos de sobrevivientes.

Es imposible adelantar los cambios sin un acuerdo de todos, de todos los sectores o parcialidades políticas y hay que proyectar a largo plazo.

Si la educación es la mejor y más necesaria inversión social, esa transformación hay que asumirla con una gran coalición, con un abnegado compromiso.

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