martes, 7 de julio de 2015

Universidades: entre la espada y la admisión

Gisela Kozak Rovero
Prodavinci, 06/07/2015

El enfrentamiento entre el gobierno y las universidades nacionales por el tema del cupo responde a una coyuntura específica: puede que haya vacantes en el sistema educativo superior para gran parte de los aspirantes, pero resulta que los bachilleres prefieren unas carreras y unas instituciones por sobre otras. Cómo escoger es el punto a debatir. Pongamos por caso: si se ofrecen mil cupos en una institución y existen cinco mil aspirantes, cuáles criterios deben privar para que unos sean admitidos en lugar de otros. Por supuesto, habría que debatir si es necesario que todo bachiller sea egresado universitario, además del sentido de la educación superior en los días que corren, mas son temas que exceden lo que propone el título. Al respecto recomiendo los excelentes artículos de Antonio Pasquali (“De las universidades”, El Nacional, 21 de junio de 2015); de Rafael Palacios Bustamante (“Mensaje para la ‘izquierda’: inclusión no es multitud”, El Nacional, 9 de junio de 2015); y de Antonio Machado Allison, disponibles en línea.

Ante todo, habrá que enfrentar el dilema francamente absurdo en que ha colocado el gobierno a las universidades este año: ¿se inscribirán estudiantes escogidos por las prueba internas, por el CNU o todos? Cualquiera de las respuestas es negativa para la instituciones porque produce divisiones en el estudiantado o, simplemente, engrosa la matrícula universitaria sin cambiar las condiciones de infraestructura, personal docente, laboratorios, bibliotecas y TICS. Pareciera que luego de agotar las vías legales para combatir la violación de la autonomía universitaria perpetrada desde el ejecutivo, solamente quedase enfrentar la situación: qué haremos frente a la muy probable avalancha estudiantil, tal vez (no es seguro) favorable al gobierno.

El que la vida universitaria esté tan ligada a coyunturas electorales y sobresaltos políticos dice mucho del naufragio civilizatorio en el que vive Venezuela. En otras instituciones académicas del mundo sería impensable semejante análisis, pero entre nosotros es inevitable. En fin, dentro de esta línea el peor escenario a futuro son las constituyentes universitarias, con la correspondiente purga de profesores y estudiantes opositores amén de la destrucción final de lo que queda de vida académica. La debilidad del gobierno en medio de la crisis económica generalizada contradice esta posibilidad (no descartable si la revolución tuviese un resonante triunfo electoral en diciembre). Es poco lo que podríamos hacer en este caso con un profesorado vapuleado por la crisis, en algunos casos en franca desbandada. La otra opción es enfrentar el reto, entendiendo que no es nada fácil ganarse para la causa del conocimiento a un estudiantado dividido de antemano por el enfrentamiento y la mutua desconfianza. Haría falta una gigantesca voluntad de acción, una movilización de profesores y alumnos que pusieran sus energías y saberes en pro de construir un espacio de convivencia y entendimiento, sin mayores aspiraciones académicas, pues se trata, simplemente, de no entregar las universidades al caos revolucionario, nada más. Esta situación se vería muy favorecida si el resultado electoral fuese adverso para la revolución pero, de todos modos, es cuesta arriba exigir este esfuerzo en las condiciones actuales; me temo que la actitud podría ser la de “dejar pasar” y hacer como si no pasara nada: la esperanza de los pasivos y resignados tiene éxito entre nosotros. El tercer escenario es que haya un cambio de gobierno que permita discutir un sistema de admisión sensato para el año 2016, pero no me extenderé al respecto porque es muy improbable.

Hasta el momento, las universidades nacionales dan la pelea, aunque tengo grandes reservas con palabras que se han esgrimido como “excelencia”, “mérito”, “inteligencia”, “competencias”. Mis reservas no tienen que ver con que efectivamente son puntos claves en la vida académica sino en que no deberían plantearse como verdades reveladas, al estilo religioso del gobierno con términos como inclusión y neoliberalismo, sino como objeto permanente de debate, sobre todo en un mundo como el que nos toca vivir que obliga a pensar la universidad de cara no sólo a su tradición milenaria sino a sus objetivos en el marco de la democracia y el desarrollo sostenible y, por sobre todo, en referencia al pensamiento, la ciencia, la tecnología y la cultura. Me temo que nuestras vapuleadas universidades nacionales no pueden verse como modelos de excelencia académica que privilegian el mérito, sino como apenas las instituciones donde el pensar, la investigación, el conocimiento, la formación, siguen formando parte del horizonte aunque la realidad sea tan hostil y se hayan convertido en centro de certificaciones laborales. Soy profesora de pregrado y postgrado de la Universidad Central de Venezuela, con un número sustantivamente alto de estudiantes sin tiempo para estudiar, con dificultades de todo tipo, dependientes de los materiales suministrados por el docente, con graves fallas formativas amén de limitaciones para culminar exitosamente los estudios. El esfuerzo es humanamente encomiable, mas desde el punto de vista académico es otra cosa. Cuando la educación básica y diversificada es deficiente, es mentira que la universidad venezolana puede asumir la tarea de corregir: sólo puede sobrellevar porque no tiene condiciones para nada mejor. Por supuesto, semejante situación favorece a quienes tienen ventajas por haber estudiado en otros países, contar con padres profesionales o poseer una de esas raras inteligencias fuera de serie que sobreviven a lo que sea. ¿Es esta minoría el objetivo de la educación superior pública? Supongo que no o por lo menos no exclusivamente.

El sentimentalismo de izquierda (llamarlo en este caso pensamiento es excesivo) chantajea con palabras como “inclusión”, “justicia”, “equidad” y acusa de “neoliberal” o “clasista” a quien hable de sistema de admisión. Desde trincheras distintas se echa mano a la casuística: Einstein era considerado lerdo; fulano, escritor laureado, tuvo once de promedio en bachillerato; sutano tardó diez años en graduarse de ingeniero pero se hizo millonario con una patente. Otros discuten que las calificaciones o las pruebas de admisión solo privilegian cierto tipo de formación escolar o la inteligencia racional que requiere de condiciones sociales y económicas determinadas para su florecimiento. Perfecto, está muy bien, pero esto no responde a nuestra interrogante de inicio: si hay mil cupos para cinco mil aspirantes que podemos hacer en vista de que no hay dinero para invertir en el aumento de la cobertura ni se puede cubrir la demanda incluso racionalizando al máximo los recursos existentes (así sea dando clases de madrugada o violando la cláusula que indica que un profesor tiene que dedicarse también a la investigación y a la extensión por lo que solo puede dar máximo doce horas de clase a la semana). La respuesta, si se pudiera superar sin traumas mayores el impasse con el gobierno, se inclina por combinar los métodos conocidos hasta el momento: calificaciones, pruebas de administración y discriminación positiva (programas Pío, de la USB, y Samuel Robinson, UCV). Puede que sean discutibles pero la alternativa es dejar que todos los aspirantes entren —lo cual es hasta físicamente imposible—, experimentar con métodos alternativos (cuáles) o incurrir en la farsa despreciable del gobierno que convierte la pobreza en una cualidad en lugar de considerarla una condición.

Por ahora, este es el panorama. A futuro, las consideraciones tocan a los fundamentos, existencia y objetivos de la educación superior, cuyo proceso de destrucción habrá que superar.

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