domingo, 21 de agosto de 2016

La universidad digna

Ricardo Gil Otaiza
21/08/2016

Me levanté en un medio universitario, en que todo giraba alrededor de su máxima casa de estudios. Tan era así, que todos considerábamos al rector de la Universidad de Los Andes (ULA) un personaje de mayor categoría y rango que un gobernador de estado. Eran tiempos duros aquellos, de guerrilla, de droga y revolución continental, en los que nada de lo existente escapaba a la lupa escrutadora de la exégesis bajo cuya mirada la vida recobraba una nueva tonalidad; un nuevo brillo del intelecto. En esa década (de los sesenta) la universidad era un hervidero de ideas, una cantera de posibilidades académicas, científicas, culturales y, sobre todo, políticas. Lo que no se cocinaba en las aulas y pasillos del alma mater, sencillamente no era capital para el momento que se vivía, y no tenía mayores oportunidades de hacerse realidad. Fue una época de brutal represión policial y militar, de muerte de estudiantes universitarios (la ULA está sembrada de mártires), de sacrificios infames frente a un Estado que no entendía muy bien (hoy tampoco) lo que significaba la discusión de las ideas, la lucha por los ideales (de cualquier naturaleza); el anhelo de cambio que palpitaba por doquier. La cosa no cambió mucho en la década siguiente, en la que yo ingresé como estudiante. En los pasillos, en los patios, en los cafetines de las distintas facultades se construía el ideario de nación, se enarbolaban las banderas del hombre nuevo, se planteaba con mucha ingenuidad (debo confesarlo), pero con inmensa gallardía, las líneas maestras que debían signar nuestro derrotero político y social.

Sin percatarnos ¿Cuándo perdimos a la universidad? No lo tengo muy claro. Pero lo que sí puedo afirmar es que, en un proceso paulito e inaudito, de pocos años (quizás un par de décadas), los ideales se fueron desdibujando hasta volatilizarse en el ambiente. Sin percatarnos (o haciéndonos los locos), las aulas, pasillos y patios se fueron quedando solos, sin banderas, para dar paso a una abulia feroz, a una idiotez galopante. Los universitarios, sin pretenderlo (demos un resquicio para la duda), dejamos de ser la conciencia social y política de la nación, para erigirnos en la medida de cómo Venezuela se fue aletargando, apagándose, haciéndose mediocre, pulverizándose, cocinándose en su propia desidia. Si bien hubo oasis en medio de la utopía (es decir, de la nada) y en los años recientes se pudo atisbar intentos de resurrección del ideal universitario de un país mejor, muy pronto esos muchachos fueron lamentablemente fagocitados por el sistema, absorbidos sin piedad (y sin que ellos entendieran lo que acontecía) por el statu quo, hasta hacerse otros más del montón. Algunos hallaron lo que buscaban (curules, puestos burocráticos, cargos en el exterior) y hasta ahí les llegó su espíritu aventurero e iconoclasta. Muy pronto se extinguió la llama (tal vez no estaba en el corazón). 

Sin duda, las generaciones universitarias anteriores fueron mejores que las nuestras. Si bien interpretaban el espíritu de los tiempos, no se quedaban allí, sino que luchaban contra él en pos de un sueño por el que muchos ofrendaron sus vidas. Mientras que ellos leían a los grandes filósofos, escritores y poetas (Sartre, Camus, Hesse, Neruda, Ortega y Russell, entre otros), las nuestras, cuando leen, se conforman con las banalidades de los autores new age. No se trata aquí de incitar la lucha armada (en mi vida he tenido un fusil en mis manos); incito, eso sí, la lucha del intelecto, la dialógica que busque desentrañar en el conformismo que nos mata la raíz de nuestros propios ideales. Abogo por una universidad despierta, en la que la conversación de los pasillos no se quede entre quienes se cuentan las vicisitudes pasadas en las colas, o los detalles del aumento, sino la de la efervescencia de quienes tienen las armas del conocimiento y desean ir más allá de lo cotidiano, para internarse en la densa trama de la vida y de todas sus circunstancias. Anhelo el retorno de la universidad plural, batalladora, a la que regrese (es urgente) el relevo de sus autoridades. Una casa sin anquilosamientos, ni modorras ni determinismos. Una casa digna de sus mártires.
@GilOtaiza

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