Francisco José Virtuoso
03/08/2016
La universidad está quedando cada vez más excluida como palanca para el desarrollo cultural, social y económico del país, impidiendo el avance de sus estándares de calidad y de su aporte a los problemas del país.
Se desconoce su autonomía a través de la imposición de diversas políticas que restan competencias consagradas legalmente a los órganos internos de cogobierno universitario. A las universidades de gestión privada se les ha limitado su crecimiento y desarrollo desde hace varios años al no permitirles la creación de nuevos programas de formación en pregrado y postgrado y la apertura de nuevas sedes. Crece la inseguridad en los recintos universitarios y las restricciones a libertades de expresión, asociación, reunión y manifestación pacífica de los estudiantes y docentes.
El punto de quiebre este año para las universidades públicas autónomas y las universidades de gestión privada ha sido el grave déficit de su financiamiento. Generalmente, las universidades autónomas públicas reciben entre 30% a 50% del presupuesto que solicitan anualmente, debiendo esperar por créditos adicionales de los que finalmente se obtiene entre 5% a 10%. Las decisiones respecto del presupuesto y compras están centralizadas y las cuotas llegan con severos retrasos. Además, se establecen limitaciones a las solicitudes para gastos que no sean de funcionamiento o personal, afectando las inversiones en infraestructura y servicios; adicionalmente, los costos deben ser calculados según un sistema de control de precios irreales, que no permite cubrir las dotaciones de los comedores, laboratorios, oficinas y transporte.
Las universidades de gestión privada dependen casi exclusivamente del ingreso proveniente del costo asignado a la matrícula. No se cuenta con ningún tipo de financiamiento directo o indirecto por parte del Estado y, dada la crisis económica del país, de otras formas alternativas de financiamiento proveniente de particulares. La consecuencia ha sido que estas universidades han tenido que sortear el reto de mantener al mismo tiempo las exigencias de equilibrio e inclusión, pagando el costo de un deterioro importante de las condiciones de vida de sus docentes y sus trabajadores, así como de algunas de las capacidades de su infraestructura y servicios que resultan claves para garantizar una educación de calidad.
El ahogo financiero ha supuesto para todas las universidades un deterioro progresivo de sus estándares de calidad y, de manera especial, la migración progresiva de sus docentes e investigadores a otros espacios de mejor remuneración dentro y fuera del país. Para quien no puede migrar la consecuencia ha sido el hambre.
En la Universidad Católica Andrés Bello intentamos hacer frente a estos desafíos. Creemos que hoy más que nunca hay que promover el compromiso de toda la comunidad universitaria para asumir los problemas que la crisis económica del país nos plantea como institución universitaria, lo que supone resistir creativamente, radicalizando nuestras buenas prácticas para hacerle frente a la crisis. Desde esta voluntad emprendedora hay que seguir dando lo mejor de nosotros mismos para continuar siendo una universidad que lucha por transformar este país en un espacio de oportunidad para todos, dando lo mejor de nosotros mismos en la formación integral de nuestros estudiantes, creando aportes desde la investigación y construyendo junto a las comunidades.
Soy de los que creo que es hora de que la sociedad debe reivindicar el carácter estratégico de la universidad en esta crisis que padecemos y exigir que se respete su institucionalidad, acompañándola en sus luchas y reivindicaciones.
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