Jessica Márquez Gaspar
Tal Cual, 30/09/11
La universidad ha sido siempre el gran espacio de discusión. Todas las corrientes ideológicas y religiones, la diversidad y la diferencia, encontraron siempre en los templos de la generación y transmisión del conocimiento un espacio donde no sólo eran aceptadas, sino promovidas e invitadas al diálogo y al debate. Hoy parece que hemos olvidado este espíritu.
Mientras en Chile y en Brasil los estudiantes, como los miles que poblamos las ciudades universitarias de Venezuela, marchan pidiendo educación gratuita, la generación en la que me incluyo recibió como herencia histórica numerosas universidades públicas a las que se han sumado otras durante los últimos diez años. Las más antiguas, UCV y ULA, las del interior como la UC, la UCLA y la UDO, y las más nuevas como la USB, la Unexpo y la UBV, constituyen tan sólo algunas de ellas.
Nuestra lucha no es la de aquellos jóvenes latinoamericanos. La tarea que nos ocupa es otra.
Es la de recuperar ese espíritu para abocarnos a repensar la universidad venezolana. La casi aprobación a principios de año de una Ley de Universidades inconsulta (no me adentraré en el debate de si es "buena" ó "mala"), debió haber sido la oportunidad perfecta para revisar (nos) como miembros de un colectivo, la "Universidad", y sus estructuras. Pero no lo hicimos.
En un clásico efecto "Alka-seltzer", "efervescimos" pero no consumimos, y el debate se detuvo. La lucha diaria por mantener la universidad, en el sentido más estricto de tener aulas donde profesores dictaran clases a los estudiantes, y hubiera un personal administrativo y obrero que soportara la infraestructura circundante, pareció sobrepasarnos.
Es imposible obviar que los bajos sueldos, los jóvenes que estudian y trabajan para sacar las carreras, y la falta de recursos no abonan el terreno para abocarse a la discusión, pero es necesario retomarla. Todos los días la lucha es también contra la obsolescencia de las estructuras altamente burocráticas, hasta el punto de convertir a estudiantes y profesores en personajes kafkianos que atraviesan "un proceso" y caen en grietas irresolubles como Tom Hanks en La Terminal.
Surgen además preguntas fundamentales: ¿Está la universidad aún vinculada con el país? ¿Son los esfuerzo de investigación, desarrollo y de servicios públicos que éstas proporcionan dados a conocer? ¿Qué clase de profesionales estamos formando? ¿Estamos en consonancia con las propuestas teóricas del resto del continente, del resto del mundo? Ha pasado el tiempo desde la Renovación. Hoy es momento de otro cambio profundo, de fondo, de recuperar ese espíritu: el Ágora Universitaria, y construir, no tal vez la democracia de los griegos, sino respuestas consensuadas para estas preguntas y, así, lograr la universidad pública que queremos y necesitamos.
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Mientras en Chile y en Brasil los estudiantes, como los miles que poblamos las ciudades universitarias de Venezuela, marchan pidiendo educación gratuita, la generación en la que me incluyo recibió como herencia histórica numerosas universidades públicas a las que se han sumado otras durante los últimos diez años. Las más antiguas, UCV y ULA, las del interior como la UC, la UCLA y la UDO, y las más nuevas como la USB, la Unexpo y la UBV, constituyen tan sólo algunas de ellas.
Nuestra lucha no es la de aquellos jóvenes latinoamericanos. La tarea que nos ocupa es otra.
Es la de recuperar ese espíritu para abocarnos a repensar la universidad venezolana. La casi aprobación a principios de año de una Ley de Universidades inconsulta (no me adentraré en el debate de si es "buena" ó "mala"), debió haber sido la oportunidad perfecta para revisar (nos) como miembros de un colectivo, la "Universidad", y sus estructuras. Pero no lo hicimos.
En un clásico efecto "Alka-seltzer", "efervescimos" pero no consumimos, y el debate se detuvo. La lucha diaria por mantener la universidad, en el sentido más estricto de tener aulas donde profesores dictaran clases a los estudiantes, y hubiera un personal administrativo y obrero que soportara la infraestructura circundante, pareció sobrepasarnos.
Es imposible obviar que los bajos sueldos, los jóvenes que estudian y trabajan para sacar las carreras, y la falta de recursos no abonan el terreno para abocarse a la discusión, pero es necesario retomarla. Todos los días la lucha es también contra la obsolescencia de las estructuras altamente burocráticas, hasta el punto de convertir a estudiantes y profesores en personajes kafkianos que atraviesan "un proceso" y caen en grietas irresolubles como Tom Hanks en La Terminal.
Surgen además preguntas fundamentales: ¿Está la universidad aún vinculada con el país? ¿Son los esfuerzo de investigación, desarrollo y de servicios públicos que éstas proporcionan dados a conocer? ¿Qué clase de profesionales estamos formando? ¿Estamos en consonancia con las propuestas teóricas del resto del continente, del resto del mundo? Ha pasado el tiempo desde la Renovación. Hoy es momento de otro cambio profundo, de fondo, de recuperar ese espíritu: el Ágora Universitaria, y construir, no tal vez la democracia de los griegos, sino respuestas consensuadas para estas preguntas y, así, lograr la universidad pública que queremos y necesitamos.
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