lunes, 9 de abril de 2012

Las humanidades enfermas

Fernando Rodríguez
Tal Cual, 09/04/12

Hubo un tiempo, nada lejano, en que se pretendía la existencia de unas ciencias sociales.

Ciencias, recalco. Duras como el cemento armado. Hasta la filosofía la convirtió Althusser, al menos por un cierto tiempo, en una suerte de edificio matemático. No digamos la antropología de Levy Strauss. Y ni hablar de la lingüística, modelo estructural de todas las demás. Y las ínfulas del psicoanálisis deseoso de convertirse en una suerte de omnímoda sapiencia universal. A los sociólogos les dio por leer, y cuestionar científicamente, desde la perversidad de un juego de fútbol hasta la ideológica costumbre de comer con la boca. Los historiadores eran materialistas históricos, científicos pues, del devenir humano y Domingo Alberto Rangel entraba a la escuela de Economía de la UCV dando gritos para que sus colegas leyeran las memorias del Banco Central y dejaran la pendejada de andar puliendo el modelo estructural de la formación social venezolana. Y así sucesivamente, Y no sólo los franceses dominadores, hijos de alemanes, también los anglosajones hacían lo mismo pero de otra manera, viendo dislates lingüísticos hasta en la sopa o tratando de convertir a los humanos en ratones algo más complejos.

Eso se acabó, para bien o para mal. Mucho tuvo que ver ese desplome con la caída de los muros y las estatuas de la tradición marxista. El avasallamiento mediático, reforzado con la gran revolución tecnológica de las comunicaciones.

O eso que llaman el fin de las ideologías, la muerte de la filosofía , el arribo del capítulo final de la historia, la mercantilización hiperbólica de las artes, la decadencia de la cultura, el hedonismo consumista, la soledad de las megalópolis, el imperio de las hamburguesas y pare usted de contar. La era del vacío, como dijo alguno.

En sustitución de ese mundo de batas blancas humanistas, donde cada disciplina estaba en su lugar, con su objeto propio y su aceitada epistemología, se ha producido un batiburrillo, una olla podrida donde cada quien mete su cuchara y confecciona su propio plato, como se mezcla la comida tailandesa con la peruana o la finlandesa. Y sin mayores requerimientos de calidad epistémica, difícil en tan babélica comunidad. No es de extrañar, entonces, que haya tanta intoxicación o lo que es más frecuente el escasísimo consumo de esos platillos, reducido a sectas académicas, y en consecuencia su inanidad práctica para orientar un mundo que parece caminar hacia el futuro con los ojos muy cerrados, probablemente sólo regido por una todopoderosa racionalidad tecno-económica que camina a su cosificado saber y entender.

La verdad es que no sé si hay mucho que hacer al respecto, pero se me ocurre que si volvemos la mirada hacia el pasado, con menos ira que la acostumbrada, a lo mejor encontramos que en esos intentos por meter al hombre en el laboratorio científico algo tenía de positivo, al menos la voluntad racionalista, el espíritu de las luces, la confianza en que la razón si bien produce monstruos también produce maravillas. Y más aprendidos y sosegados nos proponemos respetar algunos principios muy antiguos, muchos de los cuales están en las imperecederas páginas sobre lógica de Aristóteles o en el Discurso del método cartesiano. Dice uno. 

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