Francisco Figueroa Cerda
LAISUM, México, 09 /03/2012
¿Ha podido el paradigma del “aseguramiento de la calidad” (AC) hacer presente en el desarrollo de la educación superior latinoamericana el interés general de la sociedad, al cual apela servir en tanto función pública? Seguramente la respuesta no es un monosílabo, así que vale la pena abrir un poco más la pregunta: ¿Cuáles han sido sus alcances, contribuciones y limitaciones? En definitiva ¿cuánto ha podido encauzar el desarrollo de las instituciones de educación superior y generar esa prometida “cultura de la calidad”?
Si resulta difícil responder estas preguntas es básicamente por dos grandes razones. Primero, porque se desconoce o evade el origen que tuvo este paradigma y las razones políticas que lo han puesto como prioridad en los debates académicos y sobre políticas públicas. Y segundo, porque como no tenemos claro qué queremos de la educación superior, no sabemos realmente qué exigirle a sus instituciones en términos de calidad o, peor aún, no sabemos muy bien qué decimos cuando decimos “calidad”.
El “aseguramiento de la calidad” surge como fórmula de política pública para garantizar un mínimo de coherencia en sistemas de educación superior marcados de modo creciente o total por la retirada del Estado, la ampliación de las relaciones de mercado y la transformación de sus instituciones en servicios. No es de autoría neoliberal pura, pues supone un grado de regulación promovida desde el Estado. Pero viene a proteger la esencia del proyecto neoliberal para la educación superior de sus propios excesos. Es, digamos, su niñera.
Si los sistemas de AC no están permitiendo orientar de un modo socialmente satisfactorio el desarrollo de la educación superior es porque jamás ha estado dentro de sus planes hacerlo. En efecto, hay un problema de expectativas. No hay sistema de aseguramiento de la calidad, por más dinámico, complejo y exigente que sea, que pueda reemplazar la iniciativa pública –es decir, la iniciativa social a través del Estado– en la satisfacción del interés general de la sociedad respecto a la educación superior.
No se trata, por tanto, de si se pone énfasis en la evaluación externa o en la interna, en la evaluación de pares o de funcionarios ministeriales. El sistema de AC chileno, por ejemplo, es uno de los que más combinaciones de mecanismos tiene y es, a la vez, uno de los más impotentes y testimoniales. Además, ¡vaya alguien a decir que la educación superior chilena está satisfaciendo las expectativas de su sociedad! ¿De qué se trata entonces? Del papel que asume el Estado con la educación, uno de los principales bienes comunes y derechos fundamentales para la reproducción y superación de las sociedades humanas.
Ahora bien, poco sentido práctico tiene estampar esta denuncia y ya, o no reconocer algunas de las contribuciones que han hecho los mecanismos de evaluación de la calidad a muchas instituciones de educación superior. Difícilmente alguien puede sostener que es negativo que hoy haya más información y transparencia sobre los resultados de las instituciones, de sus estudiantes o del manejo de sus recursos. O contención de ilegalidades. O mejoras de eficiencia en la gestión interna y en el trabajo coordinado de sus académicos. Pensar que la eficiencia es patrimonio de las empresas es pensar muy de acuerdo a los intereses de estas últimas.
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